Margaret Atwood - El Año del Diluvio

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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Yo no quería causar ningún daño, o al menos no esa clase de daño, pero ahí estaban las consecuencias.

Pensaba que deberíamos acudir a Adán Uno y contarle lo que habíamos hecho, pero Amanda dijo que no sacaríamos nada bueno, que eso no arreglaría las cosas y nos causaría más problemas. Tenía razón. Pero eso no me hizo sentir mejor.

– Anímate -dijo Amanda-. Robaré algo para ti. ¿Qué quieres?

– Un teléfono -dije-. Morado. Como el tuyo.

– Vale -dijo Amanda-. Me encargaré de eso.

– ¡Qué detalle! -exclamé. Traté de poner mucha energía en mi voz para que entendiera que se lo agradecía, pero ella se dio cuenta de que estaba fingiendo.

30

Al día siguiente, Amanda dijo que tenía una sorpresa que seguro que me animaría. La sorpresa me esperaba en el centro comercial del Sumidero. Y la verdad es que lo fue, porque cuando llegamos allí Shackie y Croze estaban haciendo tiempo cerca de la cabina rota del holocentrifugador. Sabía que los dos estaban colgaditos de Amanda -todos los chicos lo estaban-, aunque ella nunca iba con ellos, salvo en grupo.

– ¿Lo tenéis? -les preguntó.

Le sonrieron con timidez. Shackie había crecido mucho últimamente: era alto y larguirucho, con las cejas oscuras. Croze había crecido también, pero tanto a lo ancho como a lo alto; tenía una barba incipiente de color pajizo. Hasta entonces yo no había pensado demasiado en lo mucho que se parecían -no en detalle-, pero en ese momento caí en la cuenta de que los veía de un modo diferente.

– Vamos adentro -dijeron.

No parecían exactamente asustados, sino alerta. Comprobaron que nadie los estaba observando, y entonces todos nos apiñamos en la cabina donde la gente centrifugaba su imagen en el centro comercial. Estaba diseñada sólo para dos, así que estábamos apiñados.

Hacía calor allí. Notaba el calor de nuestros cuerpos, como si estuviéramos infectados y con fiebre, y percibía el sudor seco y el olor a algodón viejo, a mugre y a aceite del cuero cabelludo de Shackie y Croze -que era como olíamos todos- mezclado con su olor de chicos mayores, una mezcla de hongos y restos de vino; y el olor floral de Amanda, con un matiz de almizcle y un rastro de sangre.

No sé cómo les olía yo a ellos. Dicen que nunca puedes percibir bien tu propio olor, porque te acostumbras a él. Ojalá hubiera conocido la sorpresa por adelantado, porque podría haber usado uno de mis restos de jabón de rosa. Esperaba que no oliera a ropa interior sucia o a pies encerrados.

¿Por qué queremos gustar a otras personas, aunque estas personas no nos importen demasiado? No sé por qué, pero es así. Me di cuenta de que estaba allí de pie, oliendo todos esos olores y deseando que Shackie y Croze pensaran que era guapa.

– Aquí está -dijo Shackie. Sacó un trozo de tela con algo envuelto en él.

– ¿Qué es? -pregunté. Oí mi propia voz: de niña y chillona.

– Es la sorpresa -dijo Amanda-. Tienen parte de esta superyerba para nosotras. De la que cultivaba Burt el Pel ó n.

– ¡Ni hablar! -exclamé-. ¿La has comprado? ¿De Corpsegur?

– La birlé -dijo Shackie-. Nos colamos en la parte de atrás del Buenavista, lo hemos hecho montones de veces. Los tipos de Corpsegur estaban entrando y saliendo por la puerta principal, no nos prestaron atención.

– Hay unos barrotes sueltos en una de las ventanas de la bodega: nos metíamos allí para hacer fiestas en la escalera -dijo Croze.

– Han puesto bolsas de hierba en la bodega -dijo Shackie-. Deben de haber recogido toda la cosecha. Te colocas sólo de respirar.

– A verla -dijo Amanda.

Shackie desenrolló la tela: hojas secas picadas.

Conocía la opinión de Amanda respecto a las drogas: perdías el control de la mente, y eso era arriesgado porque daba ventaja a los demás. También te podías pasar, como le había ocurrido a Philo el Niebla, y entonces no te quedaba ni mente de la que perder el control. Y sólo podías fumar con gente de confianza. ¿Ella confiaba en Shackie y Croze?

– ¿Tú la has probado? -le susurré a Amanda.

– Todavía no -me respondió Amanda en otro susurro.

¿Por qué estábamos susurrando? Los cuatro estábamos tan cerca que Shackie y Croze podían oírlo todo.

– Entonces, no quiero -dije.

– Pero he pasado -dijo Amanda. Sonó feroz-. ¡He pasado un montón!

– Yo he probado esta mierda -dijo Shackie. Usó su voz más dura para decir «mierda»-. ¡Es alucinante!

– Yo también. Es como si volaras -dijo Croze-. Como un puto pájaro.

Shackie ya estaba enrollando las hojas picadas, ya lo estaba encendiendo, ya estaba dando una calada.

Noté en mi trasero la mano de alguien, no supe de quién. Estaba subiendo, tratando de encontrar una vía de entrada bajo mi vestido de Jardinera de una pieza. Quería decir basta, pero no lo hice.

– Tú pruébalo -dijo Shackie.

Me agarró por la barbilla, metió su boca en la mía y me sopló una bocanada de humo. Yo tosí, y él lo hizo otra vez y me sentí muy mareada. Entonces vi una clara imagen fluorescente, cegadora y brillante del conejo que nos habíamos comido esa semana. Me estaba mirando con sus ojos sin vida, pero los ojos eran de color naranja.

– Te has pasado -dijo Amanda-. ¡No está acostumbrada!

Enseguida me mareé, y vomité. Creo que los manché a todos. Oh, no, pensé, qué idiota. No sé cuánto duró todo eso, porque el tiempo era como de goma, se extendía como una larga soga elástica o un enorme trozo de chicle. Luego todo se cerró en un cuadradito negro y me desmayé.

Cuando me levanté estaba sentada, apoyada en la fuente rota del centro comercial. Todavía estaba mareada, aunque ya no tenía ganas de vomitar: era más como flotar. Todo parecía lejano y traslúcido. «A lo mejor puedo atravesar el cemento con la mano -pensé-. Quizá todo está hecho de encaje: de motas, con Dios en medio, como dice Adán Uno. Quizá soy humo.»

El escaparate de la tienda del centro comercial que teníamos delante era como una caja llena de luciérnagas, como lentejuelas vivas. Estaban dando una fiesta, oía la música. Tintineante y extraña. Una fiesta de mariposas: debían de estar danzando sobre sus largas y flacas patas de mariposa. Si consigo levantarme, pensé, también podré bailar.

Amanda tenía su brazo a mi alrededor.

– No pasa nada -dijo-. Estás bien.

Shackie y Croze aún estaban allí, y sonaban cabreados. O al menos Croze, más que Shackie, porque Shackie estaba casi tan machacado como yo.

– Bueno, ¿cuándo pagarás? -dijo Croze.

– No ha funcionado -dijo Amanda-, así que nunca.

– Ese no era el trato -dijo Croze-. El trato era que nosotros traíamos el material. Nosotros lo hemos traído, así que nos lo debes.

– El trato era que Ren se ponía contenta -dijo Amanda-. No se ha puesto contenta. Fin del trato.

– Ni hablar -dijo Croze-. Nos lo debes. Paga.

– Que os den -dijo Amanda.

Su voz tenía ese filo peligroso, el que usaba en las plebillas cuando se le acercaban.

– Bueno -dijo Shackie-. Cuando quieras. -No parecía demasiado preocupado.

– Nos debes dos polvos -dijo Croze-. Uno a cada uno. Hemos corrido un gran riesgo, nos podían haber matado.

– No la jodas -dijo Shackie-. Sólo quiero tocarte el pelo -le dijo a Amanda-. Hueles a tofe. -Aún estaba volando.

– ¡Largaos! -dijo Amanda.

Y supongo que lo hicieron, porque la siguiente vez que los busqué ya no estaban.

Para entonces ya me sentía más normal.

– Amanda -dije-. No puedo creer que comerciaras con ellos. -Quise decir, por mí, pero tenía miedo de echarme a llorar.

– Siento que no haya funcionado -dijo-. Sólo quería que te sintieras mejor.

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