– Lo cacé en Heritage Park con una trampa de conejos -dijo-. Un lazo. También podéis usarla con los mofaches. Ahora vamos a despellejar y destripar la presa.
Todavía me mareo al pensar en esa parte. Los chicos más mayores lo ayudaron: no se estremecieron, aunque hasta Shackie y Croze parecían un poco tensos. Siempre hacían lo que decía Zeb. Lo admiraban. No sólo por su tamaño, sino también porque tenía tradición y era la tradición lo que se respetaba.
– ¿Y si el conejo no está muerto? -preguntó Croze-. En la trampa.
– Pues lo matas -dijo Zeb-. Le golpeas con una roca en la cabeza. O lo coges por las patas traseras y lo aplastas en el suelo.
No matarías así a una oveja, añadió, porque las ovejas tenían el cráneo duro: a una oveja le cortarías el cuello. Cada animal tenía su forma más eficiente de que lo mataran.
Zeb continuó despellejando. Amanda ayudó con la parte en que había que dar vuelta a la piel verde y peluda como si fuera un guante. Traté de no mirar las venas. Eran demasiado azules. Ni los tendones brillantes.
Zeb cortaba trocitos de carne muy pequeños para que cualquiera pudiera probarlos, y también porque no quería exigirnos demasiado haciéndonos comer trozos grandes. Cocinamos los trozos sobre un fuego hecho de tablones viejos.
– Esto es lo que tendréis que hacer si las cosas se ponen fatal -dijo Zeb.
Me pasó un trozo. Me lo puse en la boca. Me di cuenta de que podía masticar y tragar si me lo repetía mentalmente.
– En realidad es pasta de alubias, es pasta de alubias…
Conté hasta cien y me lo tragué.
Pero tenía el gusto de conejo en la boca. Me sentía como cuando tragas la sangre que te sale por la nariz.
Esa tarde tocaba Árbol de la Vida de Intercambio de Productos Naturales. Lo celebraban en un descampado del extremo norte de Heritage Park, al otro lado de las tiendas de SolarSpace. Había un arenero y un conjunto de columpio y tobogán para los niños pequeños. Y también una cabaña, hecha de arcilla, arena y paja. Tenía seis habitaciones y entradas y ventanas curvadas, pero sin puertas ni cristales. Adán Uno decía que la habían construido antiguos ecologistas, al menos treinta años antes. Los plebiquillos habían dejado sus firmas y mensajes en todas las paredes: «Me gustan los coños (a la barbacoa)»; «¿Eres vegetariana? Cómeme el nabo»; «Muerte a los putos verdes».
El Árbol de la Vida no era sólo para los Jardineros. Todos los de la red Natmart vendían allí: el Colectivo de Fernside, el Patio Trasero del Big Box, los Verdes de los Greens. Despreciábamos a todos los demás, porque su ropa era más bonita que la nuestra. Adán Uno decía que los productos con los que comerciaban estaban contaminados moralmente, aunque no irradiaban esa maldad sintética del trabajo esclavo como los llamativos objetos del centro comercial. Los de Fernside vendían cerámica pintada, además de joyas hechas con clips de papelería; los del Patio Trasero vendían animales tejidos; los Verdes de los Greens ofrecían bolsas de mano de artesanía hechas con papel de revistas viejas y coles verdes que cultivaban en los márgenes de su campo de golf. Vaya cosa, decía Bernice, aún regaban la hierba, así que unas pocas coles no les salvarían el alma. Bernice se estaba volviendo cada vez más piadosa. Quizás era un sustituto a no tener amigos reales.
Muchos pijos modernos venían al Árbol de la Vida. Ricos de las comunidades cerradas de SolarSpace, fanfarrones de Fernside, incluso gente de los complejos, que salían a vivir una aventura segura en las plebillas. Afirmaban que preferían nuestra verdura de Jardineros a la del supermercado, e incluso a la de los llamados mercados de granjeros, donde, según Amanda, tipos con pinta de granjero compraban cosas de los almacenes, las metían en cestas «étnicas» y subían el precio, o sea que aunque dijera ecológico no te podías fiar. Sin embargo, el producto Jardinero era de verdad. Apestaba a autenticidad: los Jardineros podían ser fanáticos y estrafalarios, pero al menos tenían ética. Eso era lo que comentaban mientras yo les envolvía sus compras en papel reciclado.
Lo peor de ayudar en el Árbol de la Vida era que teníamos que llevar nuestros pañuelos de cuello de Jóvenes Bioneros. Era humillante, porque los modernos muchas veces traían a sus hijos. Esos chicos se ponían gorras de béisbol con palabras escritas en ellas y nos miraban a nosotros, con nuestros pañuelos de cuello y ropa sosa, como si fuéramos friquis. Susurraban entre ellos y riendo. Yo intentaba no hacer caso. Bernice les salía al paso y les decía: «¿Qué estáis mirando?» Los modales de Amanda eran más suaves. Ella les sonreía, pero luego sacaba su trozo de cristal con la cinta aislante, se hacía un corte en el brazo y chupaba la sangre. Después se lamía los labios con la lengua ensangrentada y extendía el brazo, y ellos retrocedían rápido. Amanda decía que si querías que la gente te dejara en paz, lo mejor era hacerse el loco.
A las tres nos pidieron que ayudáramos en el puesto de setas. Normalmente allí estaban Pilar y Toby, pero Pilar no se encontraba bien, así que sólo estaba Toby. Era estricta: tenías que estar bien recta y ser muy educada.
Yo miraba a los ricos que iban de un lado a otro. Algunos llevaban tejanos de tonos pastel y sandalias, pero otros iban sobrecargados con pieles caras: zapatos de caimán, minis de leopardo, bolsos de oryx. Te dedicaban esa mirada a la defensiva: «Yo no lo maté, ¿por qué dejar que se desperdiciara?» Me preguntaba qué se sentiría al llevar esas cosas, al notar la piel de otra criatura junto a la tuya.
Algunos lucían el nuevo cabello de mohair: plata, rosa, azul. Amanda decía que había tiendas de mohair en la Alcantarilla que atraían niñas, y una vez que estabas en una sala de trasplante de cuero cabelludo te dormían y cuando te despertabas no sólo tenías el pelo distinto sino también diferentes huellas dactilares, y luego te encerraban en una casa de membrana y te obligaban a hacer trabajo guarro, y aunque lograras escapar nunca podrías probar quién eras, porque te habían robado la identidad. Sonaba exagerado. Y Amanda contaba mentiras. Pero habíamos hecho un pacto de no mentirnos nunca entre nosotras, así que pensaba que quizás era cierto.
Después de una hora vendiendo setas con Toby nos dijeron que fuéramos al puesto de Nuala para ayudarla con el vinagre. Para entonces ya estábamos aburridas y estúpidas, y cada vez que Nuala se inclinaba para sacar más vinagre de la caja que había bajo el mostrador, Amanda y yo meneábamos el trasero y nos reíamos por lo bajo. Bernice se estaba poniendo cada vez más colorada porque no la estábamos haciendo partícipe. Sabía que estaba siendo mala, pero no podía parar.
Entonces Amanda tuvo que ir al biodoro violeta portátil y Nuala dijo que necesitaba hablar con Burt, que estaba vendiendo jabón envuelto en hojas en el puesto de al lado. En cuanto Nuala nos dio la espalda, Bernice me agarró del brazo y me lo retorció.
– ¡Cuéntamelo! -susurró.
– ¡Suéltame! -dije-. ¿Que te cuente qué?
– ¡Ya lo sabes! ¿Qué os hace tanta gracia a Amanda y a ti?
– ¡Nada! -dije.
Me retorció más el brazo.
– Vale -dije-, pero no va a gustarte.
Entonces le hablé de Nuala y Burt y de lo que habían estado haciendo en el Salón del Vinagre. Supongo que estaba deseando soltarlo, porque todo salió de golpe.
– ¡Es una mentira apestosa! -dijo.
– ¿Qué es una mentira apestosa? -preguntó Amanda, al volver del biodoro portátil.
– Mi padre no se está tirando a la Bruja Húmeda -susurró Bernice.
– No pude evitarlo -dije-. Me estaba retorciendo el brazo.
Bernice tenía los ojos rojos y empañados, y si Amanda no hubiera estado allí me habría atizado.
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