Margaret Atwood - El Año del Diluvio

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Margaret Atwood, una de los novelistas más prestigiosos de la narrativa mundial de hoy en día, plasma en El Año del Diluvio, su última novela, una visión postapocalíptica del mundo tras una catástrofe global. Como en su novela anterior, Oryx y Crake (algunos de cuyos personajes reaparecen en la presente obra), Atwood describe el horror de un mundo en el que la humanidad, en aras del progreso científico y tecnológico, no sólo altera el medio ambiente sino que se autodestruye. Siempre crítica con los problemas del mundo actual, la autora describe, en esta novela de anticipación especulativa, la catástrofe planetaria resultante del descontrolado abuso de las industrias farmacéuticas y de los poderes políticos y económicos que desoyen los alegatos de las ciencias ecológicas. Narrada desde el punto de vista de dos mujeres, la joven Ren y Toby, El año del Diluvio cuenta la epopeya de quienes sobreviven al desastre y, libres de la decadencia moral en que la lucha de sectas y religiones había sumido a la humanidad, emprenden una nueva vida.

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26

Teníamos que recoger a Bernice en el Buenavista antes ir a la escuela. Amanda y yo queríamos dejar de hacerlo, pero sabíamos que nos meteríamos en líos con Adán Uno, porque eso era impropio de los Jardineros. A Bernice todavía no le caía bien Amanda, aunque tampoco es que la odiara. Mantenía con ella la precaución que uno tiene con algunos animales, como un ave con un pico muy afilado. Bernice era amenazadora, pero Amanda era dura, que no es lo mismo.

Nada podía cambiar cómo eran las cosas, o sea que Bernice y yo habíamos sido las mejores amigas y ya no estábamos juntas. Me hacía sentir incómoda cuando estaba cerca de ella: en cierto modo, me sentía culpable. Bernice era consciente de ello, y trataba de encontrar formas de darle la vuelta a mi culpa y dirigirla contra Amanda.

Aun así, la apariencia externa era de amistad. Las tres íbamos juntas a la escuela, o hacíamos juntas tareas de recolección de los Jóvenes Bioneros. Esa clase de cosas. Sin embargo, Bernice nunca venía a la Quesería, y nunca nos quedábamos con ella después de la escuela.

De camino a casa de Bernice esa mañana, Amanda dijo:

– He descubierto algo.

– ¿Qué? -dije.

– Sé adónde va Burt entre las cinco y las seis, dos tardes por semana.

– ¿Burt el Pel ó n? ¡A quién le importa! -dije.

Ambas sentíamos desprecio por él, porque era un patético sobón de axilas.

– No. Escucha. Va al mismo sitio al que va Nuala -dijo Amanda.

– ¡Estás de broma! ¿Adónde?

Nuala flirteaba, pero flirteaba con todos los hombres. Era su manera de ser, como fulminarte con la mirada era la manera de ser de Toby.

– Van al Salón del Vinagre cuando se supone que no ha de haber nadie allí.

– ¡Oh, no! -dije-. ¿En serio?

Sabía que tenía relación con el sexo: la mayoría de nuestras conversaciones en tono de broma trataban de sexo. Los Jardineros llamaban al sexo el «acto generativo» y decían que no era una materia adecuada para el ridículo, pero Amanda lo ridiculizaba de todos modos. Podías reírte de él o comerciar con él o ambas cosas, pero no podías respetarlo.

– No es de extrañar que tenga el culo como un flan -dijo Amanda-. Está hecha polvo. Como el viejo sofá de Veena, todo combado.

– ¡No te creo! -dije-. ¡No puede estar haciéndolo! ¡Y menos con Burt!

– Me persigno y escupo -dijo Amanda. Escupió: escupía bien-. ¿Por qué otra razón iba a ir allí con él?

A los niños Jardineros nos gustaba inventar historias rudas sobre las vidas sexuales de los Adanes y las Evas. Perdían parte de su poder cuando te los imaginabas desnudos, o entre ellos o con perros callejeros, o incluso con las chicas de piel verde que estaban fotografiadas en la puerta del Scales and Tails. Aun así, Nuala, gimiendo y meneándose con Burt el Pel ó n era una imagen dura.

– Bueno, da igual -dije-. ¡No podemos decírselo a Bernice!

Y nos reímos un poco más.

En el Buenavista hicimos una seña a la aburrida dama Jardinera que había detrás del mostrador del vestíbulo, que estaba haciendo ganchillo y no levantó la mirada. Luego subimos por la escalera, esquivando jeringuillas y condones usados. Amanda llamaba al edificio el Buenavista Condom, así que ahora yo también lo llamaba así. El olor mohoso y especiado del Buenavista era más fuerte ese día.

– Alguien tiene una plantación -dijo Amanda-. Apesta a marihuana.

Amanda era una autoridad: había vivido en el mundo exfernal, incluso había consumido drogas. Aunque no mucho, decía, porque pierdes el norte con la droga. Sólo podías comprarla a gente en la que confiabas, porque cualquier cosa podía llevar cualquier cosa, y Amanda no confiaba demasiado en nadie. La incordiaba para que me dejara probar algo, pero no quería.

– Eres una niña -decía.

O si no, me decía que no tenía buenos contactos desde que estaba con los Jardineros.

– No puede haber una plantación ahí -dije-. Es un edificio Jardinero. Sólo las mafias tienen plantaciones. Lo que pasa es que los chicos fuman allí de noche. Chicos de plebillas.

– Sí, ya lo sé -dijo Amanda-, pero no es humo. Es más olor de cultivo.

Al llegar a la cuarta planta, oímos voces: voces de hombres, dos, en el otro lado de la puerta del rellano. No sonaban amistosos.

– No tengo más -dijo una voz-. Mañana tendré el resto.

– ¡Capullo! -dijo el otro-. ¡No me jodas!

Sonó un ruido, como si alguien hubiera golpeado la pared; luego otro golpe, y un grito sin palabras de dolor o rabia.

Amanda me dio un empujoncito.

– Sube. ¡Deprisa!

Subimos el resto de la escalera lo más silenciosamente que pudimos.

– Eso iba en serio -dijo Amanda cuando hubimos llegado a la sexta planta.

– ¿Qué quieres decir?

– Es un rollo chungo -dijo Amanda-. No has oído nada. Ahora, actúa normal.

Parecía espantada, lo cual me espantó a mí también, porque Amanda no se asustaba con facilidad.

Llamamos a la puerta de Bernice.

– Pom, pom -dijo Amanda.

– ¿Quién está ahí? -dijo la voz de Bernice.

Debía de haber estado esperándonos al otro lado de la puerta, como si temiera que no viniéramos. Me resultó triste.

– Peli -dijo Amanda.

– ¿Qué peli?

– Groso -dijo Amanda. Había adoptado la contraseña de Shackie y ahora las tres la usábamos.

Cuando Bernice abrió la puerta, atisbé a Veena el Vegetal. Estaba sentada en su sofá acolchado marrón como de costumbre, pero nos estaba mirando como si realmente nos viera.

– No llegues tarde -le dijo a su hija.

– ¡Te ha hablado! -le dije a Bernice en cuanto cerró la puerta y salió al pasillo.

Estaba tratando de ser amable, pero Bernice me dejó helada.

– Sí, ¿y qué? -dijo-. No es imbécil.

– No había dicho que lo fuera -solté con frialdad.

Bernice me fulminó con la mirada, pero ni siquiera el poder de su mirada era lo mismo desde que había llegado Amanda.

27

Cuando llegamos al solar que había detrás del Scales para nuestra Excursión Didáctica Depredador-Presa, Zeb estaba sentado en un taburete de lona plegable. Había una bolsa de tela a sus pies con algo en ella. Traté de no mirar hacia la bolsa.

– ¿Estamos todos? Bien -dijo Zeb-. Empecemos. Relaciones depredador-presa. Cazar y acechar. ¿Cuáles son las reglas?

– Ver sin ser visto -entonamos-. Oír sin ser oído. Oler sin ser olido. ¡Comer sin ser comido!

– Olvidáis una -dijo Zeb.

– Herir sin ser herido -respondió uno de los chicos mayores.

– ¡Exacto! Un depredador no puede permitirse una herida grave. Si no puede cazar, morirá de hambre. Debe atacar por sorpresa y matar deprisa. Ha de elegir la presa que esté en desventaja: demasiado joven, demasiado vieja, demasiado lisiada para huir o combatir. ¿Cómo evitamos ser una presa?

– No pareciendo una presa -entonamos.

– No pareciendo la presa de ese depredador -matizó Zeb-. Un surfista parece una foca a un tiburón que lo mira desde abajo. Tratad de imaginar qué parecéis desde el punto de vista del depredador.

– No mostrando temor -dijo Amanda.

– Correcto. No hay que mostrar temor. No hay que parecer enfermo. Hay que intentar parecer lo más grande posible. Eso disuadirá a los animales cazadores mayores. Pero también nosotros estamos entre los animales cazadores mayores, ¿no? ¿Por qué cazamos? -dijo Zeb.

– Para comer -dijo Amanda-. No hay otra buena razón.

Zeb le sonrió como si esto fuera un secreto que sólo conocían ellos dos.

– Exacto -dijo.

Zeb levantó la bolsa de tela, la abrió, y metió la mano en ella. Dejó la mano dentro durante lo que me pareció mucho tiempo. Por fin sacó un conejo verde muerto.

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