– Los cinco sentidos mediante los cuales percibimos el mundo… vista, oído, tacto, olfato y gusto… ¿Para qué usamos el gusto? Muy bien… Oates, no hace falta que lamas a Melissa. Ahora volved a guardar las lenguas en vuestros contenedores de lengua y cerrar la tapa.
Toby tuvo una imagen; no, un gusto. Podía saborear el brazo de Zeb, la sal…
– Jaque mate -dijo Zeb-. Las hormigas vuelven a ganar. -Zeb siempre jugaba con las hormigas para dar a Toby la ventaja de la apertura.
– Oh -dijo Toby-. No lo había visto.
En ese momento se estaba preguntando -una idea inútil- si había algo entre Nuala y Zeb. Nuala, aunque ampulosa, era lozana y extrañamente aniñada. A algunos hombres eso les resultaba seductor.
Zeb barrió las piezas del tablero y empezó a colocarlas otra vez.
– ¿Me haces un favor? -dijo.
No esperó un sí. Contó que Lucerne estaba teniendo muchos dolores de cabeza. Su voz era neutra, pero con cierto tonillo, por lo cual Toby entendió que los dolores de cabeza tal vez no fueran reales; o bien eran reales pero a Zeb le resultaban igualmente aburridos.
¿Toby podía pasarse con algunos de sus frascos la siguiente vez que Lucerne tuviera migraña y ver qué podía solucionar? Porque él mismo estaba más que convencido de que no podía hacer nada por las hormonas de Lucerne si era de eso de lo que se trataba.
– Me está dando mucho la lata -dijo-. Por estar demasiado tiempo fuera. Se pone celosa. -Sonrió como un tiburón-. Quizá contigo atienda a razones.
Bueno. La rosa se ha marchitado, pensó Toby. Y a la rosa no le gusta.
San Allan Sparrow del Aire Puro: hasta el momento el día no había hecho honor a su nombre. Toby se abrió camino por entre las calles repletas de las plebillas, con su bolsa de hierbas secas y botellas de medicamentos ocultos bajo su mono de trabajo. Pese a que la tormenta de la tarde había limpiado un poco el aire de humos y partículas, ella llevaba un cono negro en la nariz en honor de san Sparrow. Como era costumbre.
Se sentía más segura en la calle desde que habían puesto a Blanco en Painball; aun así, nunca paseaba ni se entretenía, aunque -recordando las instrucciones de Zeb- tampoco corría. Era mejor mostrarse decidida, como si estuviera en una misión. No hacía caso de las miradas de los viandantes ni de las difamaciones anti-Jardineras, pero permanecía atenta a cualquier movimiento repentino o cuando alguien se acercaba demasiado. Una banda de plebiquillos le había robado los hongos en cierta ocasión; por fortuna para ellos, no llevaba nada letal en ese momento.
Se dirigía al edificio de la Quesería para cumplir con la solicitud de Zeb. Era la tercera vez que iba. Si los dolores de cabeza de Lucerne eran reales y no sólo una llamada de atención, un analgésico somnífero sin receta de HelthWyzer le habría solucionado el problema, o bien curándola o bien matándola. Sin embargo, las pastillas de las corporaciones eran tabú entre los Jardineros, así que había estado dándole extracto de sauce, seguido de valeriana, con un poco de adormidera añadida; aunque no demasiada adormidera, porque tenía efectos adictivos.
– ¿Qué lleva esto? -preguntaba Lucerne cada vez que Toby le daba algo-. Sabe mejor cuando lo prepara Pilar.
Toby se guardaba de decir que lo había hecho Pilar, e instaba a Lucerne a tragar la dosis. Luego le ponía una compresa fría en la frente y se sentaba a la vera de su cama, tratando de desconectar de los silbidos de Lucerne.
Se esperaba de los Jardineros que evitaran cualquier difusión de sus problemas personales: endilgarle a otro tu basura mental no estaba bien visto. Nuala enseñaba a los niños que para beber Vida había dos copas. Lo que hay en ellas puede ser exactamente lo mismo, pero vaya, el gusto es muy diferente.
La Copa del No es amarga, la Copa del S í es buena.
Dime t ú con cu á l prefieres tener la barriga llena.
Éste era un credo básico de los Jardineros. Ahora bien, aunque Lucerne podía pronunciar los eslóganes, no había interiorizado las enseñanzas: Toby sabía detectar a un farsante en cuanto lo veía, porque también ella lo era. En cuanto Toby se situaba en la posición de pastor espiritual, todo lo que se estaba pudriendo dentro de Lucerne salía a borbotones. Toby asentía en silencio, con la esperanza de dar la impresión de compasión, aunque en realidad estaba considerando cuántas gotas de adormidera hacían falta para dejar a Lucerne inconsciente antes de que ella, Toby, cediera a sus peores impulsos y la estrangulara.
Mientras recorría las calles con paso ligero, Toby anticipó las quejas de Lucerne. Si seguían el modelo habitual serían sobre Zeb: ¿por qué no estaba nunca presente cuando lo necesitaba? ¿Cómo había terminado ella en esa fosa séptica antihigiénica con ese puñado de soñadores («No me refiero a ti, Toby. Tú tienes sentido común») que no tenían ni la menor idea de cómo funcionaba el mundo? Ella estaba enterrada viva ahí con un monstruo de egoísmo, con un hombre que sólo se preocupaba de sus necesidades. Hablar con él era como hablar con una patata; no, con una piedra. No te oía, nunca te decía lo que estaba pensando, era duro como el pedernal.
No es que Lucerne no lo hubiera intentado. Quería ser una persona responsable, creía de verdad que Adán Uno tenía razón respecto a muchas cosas, y nadie amaba a los animales tanto como ella, pero había un límite y Lucerne no creía ni por un instante que las babosas tuvieran sistema nervioso central, y decir que tenían alma era burlarse de la idea misma del alma, y ella lo lamentaba, porque nadie tenía más respeto por las almas que ella, que siempre había sido una persona espiritual. En cuanto a salvar el mundo, nadie deseaba salvar el mundo tanto como ella, pero por más que los Jardineros se privaran de comer y vestirse como es debido, y hasta de ducharse como es debido, por el amor de Dios, y por más que se sintieran más elevados y poderosos y virtuosos que todos los demás, la verdad era que no cambiarían nada. Eran como aquellas personas que se azotaban durante la Edad Media, esos flagrantes.
– Flagelantes -la había corregido Toby, la primera vez que lo mencionó.
Entonces Lucerne le dijo que no tenía nada contra los Jardineros, que sólo se sentía desmoralizada por el dolor de cabeza. También porque la miraban mal por proceder de una corporación, y por abandonar a su marido para huir con Zeb. No confiaban en ella. Pensaban que era una zorra. Contaban chistes sobre ella a sus espaldas. O los contaban los niños, ¿no?
– Los niños hacen chistes guarros de cualquiera -había dicho Toby-, hasta de mí.
– ¿De ti? -se había extrañado Lucerne, abriendo sus grandes ojos de pestañas oscuras-. ¿Por qué iban a hacer chistes guarros de ti?
«No hay nada sexual en ti», era lo que había querido decir. Plana como una tabla por delante y por detrás. Abeja obrera.
Había una ventaja en eso: al menos Lucerne no estaba celosa de ella. En ese sentido, Toby se alzaba sola entre las mujeres Jardineras.
– No te menosprecian -había dicho Toby-. No creen que eres una zorra. Ahora relájate y cierra los ojos y visualiza el sauce moviéndose por tu organismo, hasta la cabeza, donde está el dolor.
Era cierto que los Jardineros no menospreciaban a Lucerne, o al menos no por las razones que ella pensaba. Tal vez les molestaba la forma en que haraganeaba en el cumplimiento de las tareas o que no hubiera aprendido nunca a trocear una zanahoria, podían ser desdeñosos con el desorden de su espacio vital, con su patético intento de cultivar tomates en el alféizar o con la cantidad de tiempo que se pasaba en la cama, pero no les importaba su infidelidad, o su adulterio, o como lo hubieran llamado en otro momento.
Читать дальше