– No esperaba que lo hicieras -repuso Zeb, sonriéndole-. Toma -le dijo a Pilar-. Te he traído un regalo. Un especial de SecretBurgers.
Metió la mano en el bolsillo de su chaqueta de polipiel y sacó un puñado de carne picada. Por un momento, Toby tuvo la horrible impresión de que era carne del propio Zeb, pero Pilar sonrió.
– Gracias, querido Zeb -dijo-. ¡Siempre puedo confiar en ti! Ven conmigo, te curaremos. Toby, ¿puedes ir a buscar a Rebecca y pedirle que traiga papel de cocina limpio? Y a Katuro. Que venga también.
No parecía en absoluto nerviosa por la visión de la sangre.
¿Qué edad tendré antes de poder estar así de tranquila?, pensó Toby. Se sentía vulnerable como porcelana china.
Pilar y Toby llevaron a Zeb a la Cabaña de Recuperación de Barbecho en la esquina noroeste del Tejado. La usaban los Jardineros en sus vigilias, o quienes estaban saliendo del estado de barbecho, o los convalecientes. Cuando estaban ayudando a Zeb a acostarse, Rebecca salió del cobertizo que había en la parte de atrás del Tejado con una pila de paños de cocina en la mano.
– Bueno, ¿quién te ha hecho esto? -preguntó-. Cortes de cristal. ¿Una pelea de botellas?
Llegó Katuro, despegó la chaqueta del estómago de Zeb y echó un vistazo de profesional.
– Lo han parado las costillas -afirmó-. Corte, no puñalada. No hay heridas profundas. Has tenido suerte.
Pilar le entregó la carne picada a Toby.
– Es para los gusanos -dijo-. ¿Te encargarás tú esta vez, querida?
La carne ya se estaba pudriendo, a juzgar por el olor.
Toby la envolvió en una gasa de la Clínica de Estética como había visto hacer a Pilar, y bajó el atillo desde el borde del tejado con una cuerda. En un par de días, después de que las moscas pusieran los huevos y éstos se abrieran, lo subirían otra vez y recogerían los gusanos, porque donde había carne en putrefacción los gusanos nunca tardan en llegar. Pilar siempre tenía a mano una reserva de gusanos para usarlos con fines terapéuticos en caso de necesidad, pero Toby nunca los había visto en acción.
Según Pilar, la terapia con gusanos era muy antigua. La habían descartado por pasada de moda junto con las sanguijuelas y las sangrías, pero durante la Primera Guerra Mundial los médicos se habían fijado en que las heridas de los soldados sanaban mucho más deprisa en presencia de gusanos. Las amables criaturas no sólo se comían la carne en descomposición, sino que también mataban bacterias necróticas y por tanto eran de gran ayuda para evitar la gangrena.
Los gusanos daban una sensación placentera, contaba Pilar -un mordisqueo suave como de pececitos-, pero había que vigilarlos con atención, porque si salían de la zona de descomposición y empezaban a invadir la carne viva producían dolor y hemorragia. De lo contrario, la herida se curaba limpiamente.
Pilar y Katuro aplicaron vinagre con una esponja sobre los cortes de Zeb y luego frotaron miel. Zeb ya no estaba sangrando, aunque estaba pálido. Toby le llevó una bebida de zumaque.
Katuro explicó que el cristal que se usaba en las reyertas callejeras de las plebillas era notoriamente infeccioso, de modo que había que aplicar de inmediato los gusanos para evitar una septicemia. Pilar colocó con pinzas los gusanos en un pliegue de gasa y aplicó ésta sobre la herida. Cuando los gusanos atravesaran la gasa, la herida de Zeb ya estaría lo bastante podrida para resultarles atractiva.
– Alguien ha de vigilar a los gusanos -dijo Pilar-.
Veinticuatro horas al día. Por si acaso empiezan a comerse a nuestro querido Zeb.
– O por si acaso empiezo a comérmelos yo a ellos -dijo Zeb-. Son gambas de tierra. Tienen el mismo esquema corporal. Son muy buenos fritos. Una gran fuente de lípidos. -Mantenía la compostura, pero su voz era débil.
Toby se encargó del primer turno de cinco horas. Adán Uno se había enterado del accidente de Zeb y acudió a visitarlo.
– La discreción es la mejor parte del valor -dijo con voz suave.
– Sí, bueno, había muchos -explicó Zeb-. De todos modos, mandé a tres al hospital.
– No es algo de lo cual sentirse orgulloso -sentenció Adán Uno.
Zeb torció el gesto.
– Los soldados de a pie usan los pies. Por eso llevo botas.
– Discutiremos eso después, cuando te encuentres mejor -dijo Adán Uno.
– Me siento bien -gruñó Zeb.
Nuala intervino para relevar a Toby.
– ¿Le has preparado un poco de sauce? -preguntó-. Oh, vaya, ¡detesto los gusanos! Deja que te levante. ¿No podemos levantar la malla metálica? ¡Necesitamos que entre la brisa! Zeb, ¿es a esto a lo que te refieres con Limitación de Derramamiento de Sangre Urbana? ¡Qué malo eres!
Estaba cotorreando, y Toby tuvo ganas de darle una patada.
A continuación llegó Lucerne, enjugándose las lágrimas.
– ¡Qué horror! ¿Qué ha pasado, quién…?
– Oh, ha sido muy malo -dijo Nuala con complicidad-. ¿Verdad, Zeb? Mira que pelearte en las plebillas -susurró con deleite.
– Toby -dijo Lucerne, sin hacer caso a Nuala-, ¿es muy grave? Se va a… se va a… -Sonaba como una actriz de la tele antigua representando una escena de lecho de muerte.
– Estoy bien -dijo Zeb-. ¡Ahora aire y déjame solo!
No quería a nadie dándole la lata, dijo. Salvo a Pilar. Y Katuro en caso de absoluta necesidad. Y Toby, porque al menos ella estaba en silencio. Lucerne se marchó, llorando enfadada, pero Toby no podía hacer nada para impedirlo.
El rumor era la noticia diaria entre los Jardineros. Los chicos mayores enseguida se enteraron de la batalla de Zeb -ya se había convertido en una batalla- y la tarde siguiente Shackleton y Crozier fueron a verlo. Estaba dormido -Toby le había colado un poco de adormidera en su té de sauce-, de manera que los chicos pasaron de puntillas, hablando en voz baja y tratando de hurtar una mirada a la herida.
– Una vez se comió un oso -dijo Shackleton-. Cuando estaba volando para Bearlift, esa vez que estaban tratando de salvar los osos polares. Su avión se estrelló y él se largó caminando; ¡se pasó meses!
Los chicos mayores conocían esos cuentos heroicos de Zeb.
– Dijo que los osos parecen un hombre cuando los despellejas.
– Se comió al copiloto. Pero después de que hubiera muerto -dijo Crozier.
– ¿Podemos ver los gusanos?
– ¿Ha tenido gangrena?
– ¡Aj! ¡Aliento de carne!
– Ahora largo -dijo Toby-. Zeb… Adán Siete necesita descansar.
Adán Uno insistía en pensar que Shackleton y Crozier y el joven Oates saldrían adelante, pero Toby tenía sus dudas. Se suponía que Philo el Niebla tenía que ser su padre postizo, pero no siempre estaba mentalmente disponible.
Pilar se ocupó de las guardias nocturnas: de todos modos no dormía mucho de noche, dijo. Nuala se presentó voluntaria para las mañanas. Toby se encargó de las tardes. Echaba un vistazo a los gusanos cada hora. Zeb no tenía fiebre, y no había sangre fresca.
En cuanto empezó a curarse, se puso inquieto, de modo que Toby jugó con él al dominó, a cartas y finalmente al ajedrez. El juego de ajedrez era de Pilar: las negras eran hormigas, y las blancas, abejas; había tallado las piezas ella misma.
– Pensaban que la abeja reina era un rey -dijo Pilar-. Porque si matabas a esa abeja, el resto perdía su propósito. Por eso el rey de ajedrez apenas se mueve por el tablero: porque la abeja reina siempre se queda dentro de la colmena.
Toby no estaba segura de que eso fuera cierto: ¿la abeja reina estaba siempre dentro de la colmena? Salvo cuando se enjambraban, por supuesto, y para vuelos nupciales… Miró al tablero, tratando de entender la posición. Desde fuera de la Cabaña de Recuperación del Barbecho llegaba el sonido de la voz de Nuala que se mezclaba con el gorjeo de los niños más pequeños.
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