Nada más entrar, la muchacha se hace a un lado, agacha la cabeza y se cubre con la capucha.
– Profesor, este es mi primo. -Los ojos en el suelo y la voz conmovida, añade-: Mi primo tiene algo que decirle.
El joven profesor levanta la cabeza y la mira, y al hacerlo muestra un rictus arrebatado en la boca y una pulsión en las sienes. Parece querer decir algo y no acaba de decidirse. Verdaderamente es un hombre muy guapo, piensa el aprendiz. Ahora se cerrará la puerta a mi espalda y me robarán las joyas, piensa. Pero el profesor ni siquiera parece haberle visto, sólo tiene ojos para su encapuchada alumna; con mano torpe ordena unas partituras sobre la mesa y finalmente lo mira a él. El falsario espera una señal de la muchacha, pero no se atreve a mirarla por temor a descubrir el juego y comprometerla. La siente inmóvil a su lado, un poco atrás, tensa, expectante, cerca de la puerta que mantiene abierta.
– He sido yo -dice por fin, alto y claro. Y sin poderlo evitar, dejándose llevar por un impulso repentino, con una voz rasposa que se le antoja de otro, añade-: ¡Y volvería a hacerlo!
Cierra los ojos y se apresura a cumplir con el resto de lo acordado: efectuar una rápida media vuelta sobre los talones y salir de allí. Lo hace sin atreverse a mirar a la muchacha y con la mano en la ingle, tanteando bajo la tela del guardapolvo y los pantalones la bolsa con las joyas. Casi en el acto, la puerta se cierra a su espalda con un fuerte golpe. Dada la inmediatez y violencia del portazo, ha tenido que cerrarla ella, piensa: ¿por qué esa prontitud, esa urgencia? Se queda un par de minutos plantado en el pasillo con el oído atento a las voces al otro lado de la puerta, pero lo único que capta es el silencio.
Ya en la calle, mientras espera paseando frente al portal, después de preguntarse inútilmente qué demonios le indujo a decir más de lo que debía, se queda pensando en esa puerta que casi golpea su espalda al ser cerrada de forma tan inmediata y elocuente. He sido yo. ¿Eran esas las palabras mágicas? Lo eran sin duda, y dejaban traslucir un secreto y perturbador ajuste de cuentas entre la joven violinista y el profesor. Una vez obtenido su propósito, a ella le urgía naturalmente cerrar la puerta y dejarle fuera. Ahora piensa también en la rosada calentura que adorna la boca de la muchacha, en la lenta caída de sus párpados, en los suaves plumones de su mano tanteando la suya, y de pronto se le revela la evidencia. Es inútil que la espere, ya no vendrá a explicarle nada, nunca pensó hacerlo. Con todo, se queda allí durante más de una hora, arriesgándose a recibir una bronca del joyero por el retraso en la entrega del pedido.
Ha vuelto tres veces expresamente, en días y horas distintas, y siempre que va al centro con algún encargo del taller, se acerca al cruce de Bruch y Valencia y se para un rato frente al Conservatorio con la esperanza de verla entrar o salir con su capucha, su funda de violín y esas manos que acarician como plumones. Pero nunca más volverá a verla.
9 El culo del mundo en 1945
– ¿Y el cine Roxy?
– El Roxy sí, por supuesto -responde su padre.
– ¿Y el cine Bosque?
– El Bosque también.
– ¿Y el Proyecciones, y el Mundial?
– El Proyecciones, no. El Mundial, sí.
– Padre, ¿y el Capitol y el Metropol?
– No, ninguno de los dos.
– ¿Y el cine Kursaal? ¿Y el Fantasio?
– Tampoco, camarada. Ni el Windsor, ni el Montecarlo, ni el Coliseum. Cines de estreno, ninguno, ¿conforme?
– ¿Y el Maryland?
– El Maryland claro que sí. Pero nos queda un poco lejos. Y los hay más cerca. El Delicias, el Rovira, el Iberia, el Moderno. Los acomodadores son amigos míos. Iremos a verles para que te conozcan y te dejarán entrar sin pagar siempre que quieras.
– ¿De verdad? ¿Cuándo iremos?
– Más adelante.
– ¿Cuándo vuelvas de Canfranc?
– Nunca he ido a Canfranc. No se me ha perdido nada en Canfranc. No existe ningún lugar llamado Canfranc, ¿entendido?
¡Hala, vaya trola!, piensa. Sabe que viaja cada dos por tres a Canfranc porque allí es donde, según le ha explicado su madre, se provee de raticidas infalibles y baratos para la brigada. Pero por alguna misteriosa razón prefiere negar esos viajes, negar la existencia misma de Canfranc y lo que le haya llevado hasta allí. Y es que la trola más grande, la tergiversación y las contradicciones se agazapan permanentemente detrás de las palabras del Matarratas. De todos modos, en medio de tanto embuste y simulación siempre cae alguna estupenda verdad, por ejemplo esa fantástica lista de cines desinfectados por la brigada y con amables acomodadores dispuestos a dejarle entrar sin pagar.
Un auténtico regalo que le llega inesperadamente un día muy frío de primeros de diciembre, a un mes de cumplir trece años y a punto de dejar el colegio para entrar de aprendiz en el taller Munté. Desde primera hora de esta aburrida tarde de domingo ha estado dudando de si pedirle a su madre dinero para el cine, pues intuye que hoy en casa no hay ni una peseta. Su padre lo ha enviado al dormitorio a por un paquete de Chesterfield que se dejó en la americana colgada en el armario, y ha fisgado en todos los bolsillos y husmeado con delectación -le gusta el olor a tabaco rubio que impregna el forro de los bolsillos-, hallando sólo calderilla, que se ha guardado, y ahora no sabe si es por eso o por otra causa que su madre, como si le hubiera visto cometer el pequeño hurto, se muestra tan silenciosa y abatida mientras plancha camisas sobre la mesa del comedor. Conoce y presiente los abatimientos que afloran puntuales y discretos, esa espuma del miedo en las laboriosas manos descarnadas de su madre cosiendo botones, plegando camisas y pañuelos, pinchando naranjas o abrochándose apresuradamente la bata blanca, ese miedo suyo a quedarse sin trabajo por ejercer de enfermera sin título, miedo a que se apague la estufa o a extraviar la cartilla de racionamiento, a que llamen a la puerta de noche, miedo a que se lleven al comecuras a una comisaría y que este chico acabe en un hospicio si ella falta algún día. La lámpara de flecos rojos expande su luz sobre las paredes empapeladas y la sombra de los flecos se proyecta, en el otro extremo de la mesa, sobre las manos de piel de lagarto de su padre, plegadas y yertas la una sobre la otra, y esa luz desfallecida se repite sobre la botella y el vaso de vino, sobre el cenicero de bronce con las dos espigas doradas y sobre el humo de la colilla mal apagada, y se diluye en las sombras del entorno. Un sutil sistema de resonancias domésticas, de hábitos pactados y asumidos en silencio y de mutuo acuerdo, gravita sobre su padre y su madre y sugiere agravios una vez más aplazados, una discusión acaso violenta que de antiguo ambos retienen a flor de labios y que nunca estallará en su presencia.
Se le ha dicho que no se quede en casa poniendo la oreja, que salga a jugar a la calle. Podría ir a Las Ánimas a ver la nueva función del Cuadro Escénico o a jugar al pimpón con el Quique y los Cazorla, pero él prefiere quedarse en casa con Jim Hawkins y el pobrecito Ben Gunn, que sueña con comerse un queso. Le gusta mucho este episodio, le de mucha risa. Después, sentado a la mesa camilla junto a la ventana, mira las ilustraciones de La fuga del príncipe Hassin y La derrota de James Brooke , los dos últimos capítulos de Los piratas de la Malasia.
– Somos el culo del mundo, Alberta flor de mi vida -masculla su padre con la voz calculadamente dolida-. Desde La Carroña se ve clarísimo. Y desde Canfranc mucho más… En fin, será mejor que nos vayamos, nano -le guiña el ojo recabando su complicidad y se levanta de la mesa repentinamente animado-. Antes de que tu madre se decida a romperme la crisma con la plancha, larguémonos a la calle a tomar viento.
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