– Bueno, dime una cosa -insiste el Matarratas-. ¿Qué es lo primero que tú le miras a una chica?
– ¿Yo?
– Tú, sí.
– Pueeees… No sé. Los ojos.
– Los ojos. Muy considerado de tu parte. -Deja pasar unos segundos y añade-: Los ojos. Has quedado la mar de bien, hijo. Ahora dime qué es lo primero que le miras a una chica. Vamos, vamos.
– ¿Qué…?
– Me refiero a un pimpollo de esos, ya me entiendes, un bombón, que dicen ahora. Ya sé que es una pregunta boba. Pero te habrás fijado en algo que te guste, no sé, por ejemplo el culo… No es nada malo, ¿sabes?, es lo normal. Sí, hombre, no pongas esa cara, a todo el mundo eso le parece normal.
– Ya, pero… es que…
– ¡El culo de las chicas, puñeta! ¿Te gustan o no las chicas? ¡Pero bueno, no sé de qué te extrañas! ¡Es una pregunta bien sencilla!
Él tarda una eternidad en responder, cabizbajo, ocultando la boca y la nariz en la bufanda, y casi también los ojos.
– Es que no me he fijado.
– ¡Venga ya! Cómo no te vas a fijar en eso, un chico normal. Conste que es tu madre la que se ha empeñado en que hablemos. En mi opinión, esta charla deberíamos tenerla cuando cumplas quince o dieciséis años, pero tu madre ha estado dándome la tabarra… Mira, a la derecha tenemos el cine Mundial. Saludaremos a la señora Anita, la taquillera. Es una buena mujer. Te dejará entrar sin pagar, y hasta podrás venir con un amigo, si quieres. O invitar a una chavala. ¿Qué te parece?-Se ríe y le suelta un manotazo amistoso en la espalda que casi lo dobla-. Estupendo, ¿no?
– Estupendo, estupendo.
– Bueno, pues ya está -concluye su padre aliviado y bajando la voz-. Ya hemos hablado de lo que había que hablar.
Poco después se para al borde de la acera, repentinamente abrumado por algo que atañe a sus cosas. Con la mirada perdida sobre el reluciente empedrado y una extraña parsimonia en las manos se lleva a los labios un cigarrillo bastante torcido y lo enciende con una cerilla vacilante y mal orientada.
Hace frío y parece como si la calle prolongara la tristeza y el olor de los pasillos del metro. Pesadas gabardinas y largos abrigos de entretiempo que se diría deambulan colgados de sus perchas, ancianas con negra mantilla, niños de luto con ojos muy abiertos que interrogan, viandantes presurosos y ateridos y parejas endomingadas que entran y salen del bar Monumental se cruzan a su lado y se esfuman en la hora más gris, y su padre permanece clavado allí al borde de la acera con una joroba de pesadumbre en la espalda, viendo caer la tarde sobre los mojados adoquines. Se mueven a piñón fijo, ¿no te parece?, le oye mascullar. El chico conoce estos altibajos en su ánimo: en el momento más inesperado puede ponerse a hacer el ganso, pero, del mismo modo imprevisible, el zángano, el alegre comecuras, el cantamañanas, que le dice madre, desaparece de pronto para dejar paso al cascarrabias intratable y amargado, al tipo duro e insensible, y entonces cualquier cosa relacionada con él, los viajes imprevistos, el maletín con los venenos, los compañeros de la brigada municipal, las herramientas de trabajo, se convierte en algo clandestino, vagamente peligroso. Ahora mismo, ensimismado, parado en el bordillo y de espaldas a la gente que circula arriba y abajo por la acera, su corpachón enfundado en la gabardina de solapas alzadas propicia una sugestión de clandestinidad, lo mismo que la voz que le sale enredada en el humo del cigarrillo y en su propia ronquera, como un eructo que se trocara en íntima jaculatoria: Estamos en el culo del mundo, hijo mío, somos el culo del mundo.
Volverá a aliviarse media hora después con estas mismas palabras en el Maryland de la plaza Urquinaona, el cine que les pilla más lejos de casa, y cuyo nombre de resonancias anglófilas, cuando oficialmente predominan las germanófilas, le explica su padre, ha sido cambiado por el de cine Plaza, aunque él siempre lo llama Maryland. Esta semana ponen Sangre, sudor y lágrimas y Buffalo Bill , la misma del Roxy. En el vestíbulo, después de ser presentado al señor Batallé, portero y acomodador, él asoma la cabeza al patio de butacas por entre las cortinas y constata que aún no han matado a Wild Bill Hickok, mientras su padre ahueca la voz, ahogando su cabreo: ¿A quién le importa lo que ocurre aquí, Batallé? ¿Aún crees que la solución a nuestros males ha de venir de fuera? Y responde el señor Batallé en un cauteloso susurro: ¿De dónde si no, Pep? Ya puedes ir buscándote otro trabajo porque la guerra contra los boches se acabó, por si no te has enterado, y Canfranc pronto dejará de ser la rica despensa de Europa. Han cerrado la frontera y han tapiado el túnel, hay por lo menos diez mil soldados en la zona y construyen búnkers en todo el Pirineo, pero ya no es como antes, cuando la Gestapo vigilaba la frontera del lado de allá, y la Falange del lado de acá. ¿A qué sigues yendo al consulado británico, aquí cerca, si ya no necesitan enlazar con la frontera para nada? Ahora paso por Pont de Rei y duermo en Vilella, dice su padre. Marcelino te manda un abrazo. Y digas lo que digas, queda mucho por hacer… Claro, pero ya no es lo mismo, ahora hay que esperar lo mejor, insiste el portero: ¿No sabes que las Naciones Unidas acaban de repudiar al Régimen? ¿Y qué? ¿Por eso crees que vendrán, alma cándida?, gruñe su padre. Pues claro que sí. Y en la misma cloaca que han metido a los nazis meterán al puto Generalísimo, ¡y nosotros lo veremos, Pep! ¿Ah sí? ¿De verdad piensas que les importamos mucho a estos señores de las Naciones Unidas? ¡Mira que llegas a ser ingenuo, hostia puta! ¿Has olvidado que hace apenas dos años teníamos en el valle de Arán a cuatro mil hombres esperando a esos jodidos aliados hijos de su padre, y nunca llegaron?¡Vivimos un espejismo, Batallé, y lo malo es que nos gusta! ¡No vendrán, coño, no te hagas ilusiones!
Encabronados ambos, creen estar descifrando las corrientes que llevan los grandes flujos de la historia en estos últimos años, pero una vez más y sin poderlo remediar no hablan de otra cosa que de su irredenta melancolía y sus íntimas derrotas, y es entre esas reiteradas charlas y discrepancias donde el chico aprenderá a convivir con los humores de una cotidiana amargura y una tristeza cuyo origen se le había antojado una maldición. Con todo, él no quiere tener nada que ver con la Historia, no necesita ajustar cuentas con nada de eso, de modo que prefiere meterse de nuevo dentro de la película y hacerse con el sombrero negro y el revólver plateado de Bill Hickok después que la traicionera bala en la espalda lo ha abatido, mientras oye la voz desarmada del Matarratas susurrando a su amigo Batallé: ¡Nunca vendrán, hostia! ¿No ves que no pintamos nada, hombre, no ves que somos el culo del mundo?
Este culo del mundo en boca de su padre manifiesta siempre el mismo sentimiento de pérdida y de nula autoestima, por mucha coña y sarcasmo que le eche y por diversas que sean las variantes que tome la expresión: somos la última mierda que ha parido la historia; somos la cloaca de Occidente; somos la más grande escoria habida y por haber sobre la faz de la tierra; somos el no va más de la nada más absoluta. Fuera cual fuera el motivo que le inducía a soltar cada dos por tres el consabido latiguillo, Ringo no piensa que en ese autoinculpatorio somos estén incluidos él y su madre; piensa más bien en el círculo casi clandestino de las amistades paternas, en sus compañeros de la brigada raticida y en los sucios y apestosos antros donde a veces tenían que ejercer su trabajo, en sus obligadas y prolongadas ausencias, fueran legales o no las comisiones que percibía por los viajes a Canfranc -misterioso enclave que al parecer no existía-o al caserío de La Carroña; pensaba en la pobreza y en las dificultades que habría compartido con su Alberta desde tiempo atrás, los infortunios pasados y presentes de la familia… No, él nunca habría equiparado a su Alberta flor de mi vida con el culo del mundo, suponiendo que el mundo tuviera culo. No directamente, cuando menos, porque a pesar de comportarse a menudo como un tarambana y un cantamañanas -eran los calificativos que ella le dedicaba habitualmente-, nunca eludió la que consideraba su máxima responsabilidad como padre y marido: traer de vez en cuando dinero a casa, poco o mucho, del modo que fuera y a costa de lo que fuera.
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