Juan Marsé - Caligrafía De Los Sueños

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A mediados de los cuarenta, Ringo es un chiquillo de quince años que pasa las horas muertas en el bar de la señora Paquita, moviendo los dedos sobre la mesa, como si repasara las lecciones de piano que su familia ya no puede pagarle.En esa taberna del barrio de Gracia, el chaval es testigo de la historia de amor de Vicky Mir y el señor Alonso: ella, una mujer entrada en años y en carnes, masajista de profesión, ingenua y enamoradiza; él, un cincuentón apuesto que ha acabado instalándose en su casa. Allí viven junto a Violeta, la hija de la señora Mir, hasta que sucede algo inesperado: un domingo por la tarde, Vicky se echa a las vías muertas de un tranvía intentando un suicidio imposible y patético, y el señor Alonso desaparece para no volver. Lo único que queda de él es una carta que prometió escribir y que Vicky estará esperando y deseando hasta la locura, mientras Violeta mueve sus espléndidas caderas por el barrio, hosca e indiferente a los halagos.La vida entera discurre por el bar de la señora Paquita y bajo la mirada de Ringo, que escucha, lee y finalmente empezará a escribir, llenando de luz la triste caligrafía de toda una generación que alimentó sus sueños en los cines de barrio y en las calles grises de una ciudad donde el futuro parecía algo improbable.Espléndido relato de iniciación al deseo y a la escritura, Caligrafía de los sueños es la primera novela que Juan Marsé publica tras la concesión del Premio Cervantes en 2009.

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– Ponte la bufanda, hijo -dice ella sin dejar de planchar, sin mirar a ninguno de los dos-. Y que el tarambana de tu padre se lleve el paraguas. Va a llover.

Así es como, desde ese día, paseando por Gracia para matar una sombría tarde de domingo que amenaza lluvia, en algunos cines de programa doble se le abrirán las puertas sin necesidad de pasar por taquilla. Su padre se para a saludar a porteros y acomodadores, y el chico es presentado formalmente. Primero recalan en el Roxy de la plaza Lesseps. Ponen una españolada y Buffalo Bill , con Gary Cooper, que ya ha visto en otro cine.

– Este local es la hostia de grande. Míralo bien -dice su padre, apoyando la pesada mano en su hombro mientras contempla la fachada-. Nos llevó más de una semana dejarlo limpio, pero dentro no quedó ni una pulga, ni una chinche. ¿Y gracias a quién? ¿Eh?

– A la brigada ligera matarratas.

– Eso es. Ven, te presentaré al portero, es un buen amigo

En todas partes, sin traspasar la cortina de la entrada, la misma confiada solicitud de su padre: Si viene el chico, déjalo pasar, hazme ese favor, le gusta mucho el cine, se pasaría la vida viendo películas. Ven cuando quieras, chaval, le dicen. En la pantalla del Roxy, al fondo del inmenso local, suenan tiros. Un parpadeo mágico, y ya está viendo otra vez a Wild Bill Hickok cuando lo matan disparándole por la espalda, y también el último beso que su chica le da en los labios, sin que esta vez Bill Hickok lo pueda borrar con el dorso de la mano, porque ya está muerto en el suelo.

Más tarde pasan por delante del Selecto y su padre recuerda que hasta hace poco esto era una pocilga.

– Piojos y sarna y cosas peores, podías pillar en el vestuario de los artistas. Pero cuando nos fuimos, se podía comer sobre cualquier butaca.

– Hiciste un buen trabajo, padre.

– Pero este no nos vale. El local no es apto para menores.

– Ya lo sé.

– Pues andando.

Se ha parado a mirar el panel de fotos. Las cuatro plumas . June Duprez le gusta mucho. En el cartel que anuncia las varietés ya no aparece Chen-Li, la Gata con Botas, y otras piernas de purpurina y otro nombre se grabarán en su memoria: la Supervedette Lina Lamarr, bailarina cómica.

– ¿Crees que dentro queda alguna rata azul, padre?

– Quién sabe. Sigue andando.

– Tantas ratas azules como hay, y todavía no he visto ninguna.

– Yo no diría eso.

– ¿Crees que antes que la brigada acabe con todas podré ver alguna?

– Te has cruzado con ellas un montón de veces.

– Que no, que todavía no he visto ninguna…

– ¿Qué haces ahí parado? Anda, vamos. -Se mira las uñas, las frota en la solapa-. Si te dieran un duro por todas las que has visto, serías millonario.

– Te digo que no, padre.

– Y yo te digo que sí. -Esquiva la mirada inquisitiva del chico y con la mano tantea de nuevo su hombro-. Verás, estas ratas, a veces, destiñen con la lluvia. Es normal, si lo piensas un poco. En cambio, las ratas pardas, que tienen un pelaje muy delicado…

– ¡Hala! Te estás burlando de mí.

– No te pares, sigue andando.

Tiene que hacerme ver una rata azul, piensa, si no, ya nunca le creeré.

– ¿No me oyes? Sigue andando -insiste su padre-. Y no creas que el riesgo de infecciones está sólo en las ratas. No hace mucho, en algunos cines, meando en los urinarios, uno podía pillar purgaciones. -Señala con el dedo un vetusto balcón al otro lado de la calle, junto al metro de Fontana-. Mira, cuando tú tenías cinco años vivíamos detrás de ese balcón, en el primer piso. Allí murió el hermano pequeño de tu madre, Francisco, con diecisiete años. Era de la quinta del biberón. Lo trajeron del Ebro con tifus y lleno de piojos y sin haber disparado un solo tiro. No puedes acordarte, eras muy pequeño, pero desde ese balcón, un día de enero de hace ahora siete años, tú y yo vimos pasar las tropas nacionales, cuando entraban en Barcelona… Bueno, a lo que iba. ¿Sabes qué es una blenorragia? ¿Sabes qué son unas purgaciones, hijo?

– Es una enfermedad venerosa…

– Venérea.

– Eso.

– ¿Pero sabes cómo se pillan las purgaciones? -Cruzan la calle frente a la joyería Cuesta y siguen bajando por la acera izquierda-. ¿O la sífilis? Te estás haciendo mayor y ya va siendo hora de que sepas algunas cosas, ¿no te parece?

– Pero si todo eso ya lo sé, padre.

– Tú qué vas a saber. Mira, aquí tenemos el cine Smart.

– Ya no se llama Smart, ahora se llama Proyecciones.

– Es una enfermedad infecciosa en la minga que se coge yendo de burilla con mujeres del Barrio Chino. -Se han parado frente al cine y el chico mira los carteles-. Furcias. ¿Sabes lo que es eso? Claro que furcias las hay en todas partes, no sólo en el Chino, que conste… Además -añade con un deje lastimero-, hoy ese distrito ya no es lo que era, ni mucho menos. Tenías que haber visto aquello hace quince años, cuando íbamos a La Criolla en la calle Cid… Bueno, yo sólo fui una vez. Callejuelas miserables llenas de tascas, con fulanas y maricones y chulos de la peor calaña… De todos modos no hay otro sitio para ir de burilla. Pero no es recomendable, ¿sabes?, y es bueno que lo sepas. Supongo que todavía no se te ha ocurrido ir a fisgar por allí con tus amiguitos, algún sábado por la noche…

– Yo no.

– ¿Sabes qué significa ir de burilla, hijo?

– Claro.

– Son cosas que te conviene saber. Ponte bien la bufanda. Tu madre es partidaria de que tú y yo hablemos de eso, así que tenemos que hacerlo.

– Está bien.

– No hay más remedio. Te conviene saber algunas cosas.

– Ya.

– Mejor hoy que mañana, eso dice tu madre. Y puede que tenga razón. ¿No te parece?

– Bueno, no sé…

Recuerda ahora a su padre de pie en el herrumbroso balcón que han dejado atrás, le ve todavía allí embutido en un grueso abrigo con las solapas alzadas, llorando en silencio y con un puro sin encender en los labios mientras mira los soldados que bajan desde la plaza Lesseps agobiados bajo pesados capotes y mantas enrolladas, con sus fusiles colgados del hombro y sus botas retumbando en los adoquines. Él está acuclillado entre dos macetas de geranios y con la cara pegada a los barrotes del balcón. De lo ocurrido ese día, su padre siempre contaba que el niño, mientras lo miraba llorar y triturar el puro con los dientes, de pronto se echó también a llorar, no porque sintiera impotencia y rabia viendo desfilar a los nacionales, no por eso, claro, era demasiado pequeño para entender que se había perdido una guerra y cuántas esperanzas, pero en cierto modo sí podía decirse que lloraba con la misma pena, por empatía, ya que no por otra cosa veía por vez primera llorar a su padre. Pero lo que mejor recuerda es el paso de la tropa calle abajo, aquella extraña y convulsa oruga de espaldas erizadas de fusiles con bayoneta, correajes y cantimploras, y sobre todo, colgando en una de las espaldas de la última fila, tres pajarillos muertos balanceándose ensartados con un alambre prendido en un macuto.

– Sigamos -dice su padre dándole con el codo-. Nunca hemos trabajado en este cine, no me conocen… Cuidado, que viene un buitre ensotanado. -Subía por la misma acera un cura joven y animoso removiendo los faldones de la sotana con sus zancadas y balanceando una abultada cartera de mano. Cuando hubo pasado, el Matarratas se volvió a mirarle-. Es una maricona, no hay más que verle andar.

– Ya -concede Ringo bajando la cabeza.

Ahora mismo daría cualquier cosa por verse en compañía de los amigos del pueblo en alguna verdosa alberca entre viñedos, nadando entre ranas saltarinas; suele pensarlo en momentos como este porque es lo que más le gusta, además de leer libros y partituras: nadar, bucear, llenarse los oídos de agua y de música y de nada más.

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