– Asómese a la ventana, aparte discretamente la cortina y dígame si el idiota de Wim se ha marchado de verdad.
Keira me miró, intrigada, e hizo lo que le había pedido Ivory.
– Sí, bueno, al menos delante del hotel no hay nadie.
– Y el Mercedes negro con esos dos estúpidos dentro, ¿sigue aparcado justo enfrente?
– En efecto veo un coche negro, pero desde aquí no alcanzo a distinguir si hay alguien dentro.
– ¡Claro que hay alguien dentro, puede estar segura! -replicó Ivory, poniéndose en pie de un salto.
– No debería levantarse…
– No me he tragado lo de que Wim se había sentido mal hace un rato, y dudo mucho que él por su parte se crea lo de mi pequeño mareo, por lo que no nos queda mucho tiempo.
– Pensaba que Wim era nuestro aliado -comenté sorprendido.
– Lo era, hasta su ascenso. Esta mañana ya no hablaban con el secretario personal de Vackeers, sino con su sustituto: Wim es el nuevo Amsterdam del consejo. Ahora no tengo tiempo de explicarles todo eso. Corran a su habitación y preparen su equipaje mientras yo me ocupo de sus billetes. Reúnanse aquí conmigo en cuanto estén listos, y dense prisa, tienen que haberse marchado de la ciudad antes de que se cierre el cerco sobre ustedes, si es que no es ya demasiado tarde.
– ¿Y adónde vamos? -pregunté.
– ¡Pues a Etiopía! ¿Dónde van a ir si no?
– ¡Ni hablar! Es demasiado peligroso. Si esos hombres, de los que sigue sin querer hablarnos, nos persiguen todavía, no volveré a poner en peligro la vida de Keira, ¡y no trate de convencerme de lo contrario!
– ¿A qué hora sale ese avión? -le preguntó Keira a Ivory.
– ¡No nos vamos a Etiopía! -insistí.
– Una promesa es una promesa, si esperabas que me fuera a olvidar de ésta, estabas muy equivocado. ¡Vamos, tenemos que darnos prisa!
Media hora más tarde, Ivory nos hizo salir por las cocinas del hotel.
– No se queden mucho tiempo en el aeropuerto, en cuanto pasen el control de pasaportes, dense una vuelta por las tiendas, pero no vayan juntos. No creo que Wim sea lo bastante listo como para adivinar lo que estamos tramando, pero nunca se sabe. Y prométanme que me darán noticias suyas en cuanto les sea posible.
Ivory me entregó un sobre y me hizo jurar que no lo abriría hasta que hubiera despegado el avión. Cuando nuestro taxi se alejaba ya, se despidió con un gestito amistoso.
El embarque en el aeropuerto de Schiphol se desarrolló sin problemas. No seguimos los consejos de Ivory y nos instalamos en una mesa en una cafetería para poder charlar un rato tranquilamente. Aproveché ese momento para hablarle a Keira de mi pequeña conversación con el profesor Ubach. Justo antes de irnos, le había pedido un último favor: a cambio de la promesa de informarle del progreso de nuestras investigaciones, había aceptado guardar silencio hasta que publicáramos un informe sobre las mismas. Conservaría las grabaciones realizadas en su laboratorio y le mandaría una copia en un disco a Walter. Antes de despegar, avisé a mi amigo de que guardara bajo llave un paquete que le iba a llegar de Amsterdam, y que sobre todo no lo abriera hasta que nosotros volviéramos de Etiopía. Añadí que, si nos ocurría algo, tenía carta blanca para disponer de él como quisiera. Walter se había negado a escuchar mis últimas recomendaciones, había dicho que ni hablar, que no nos iba a ocurrir nada de nada, y me había colgado sin más.
Durante el vuelo, Keira sintió de pronto muchos remordimientos pues no le había dado noticias a su hermana; le prometí que la llamaríamos juntos en cuanto aterrizáramos.
El aeropuerto de Adís Abeba estaba abarrotado de gente. Cuando pasamos el control de la aduana, busqué el mostrador de la pequeña compañía privada cuyos servicios ya había contratado la otra vez. Un piloto aceptó llevarnos a Jinka por seiscientos dólares. Keira me miró, estupefacta.
– Es una locura, vamos por carretera, pero si estás sin blanca, Adrian.
– Justo antes de exhalar el último suspiro en la habitación de un hotel parisino, Oscar Wilde declaró: «Muero por encima de mis posibilidades.» ¡Ya que vamos a enfrentarnos a mil dificultades, déjame ser tan digno como él!
Me saqué del bolsillo un sobre que contenía un pequeño fajo de billetes verdes.
– ¿De dónde ha salido ese dinero? -me preguntó Keira.
– Es un regalo de Ivory, me dio este sobre justo antes de que nos despidiéramos.
– ¿Y lo aceptaste?
– Me hizo prometer que no lo abriría hasta que el avión hubiera despegado. A diez mil metros de altitud, no lo iba a tirar por la ventana…
Dejamos Adís Abeba a bordo de un Piper. El aparato no volaba muy alto. El piloto nos señaló una manada de elefantes que migraba hacia el norte, y un poco más lejos unas jirafas que corrían en mitad de una vasta llanura. Una hora más tarde, el avión inició el descenso. La corta pista de Jinka apareció ante nosotros. Las ruedas salieron de la carlinga y rebotaron sobre el suelo, el avión se paró y dio media vuelta al llegar al final de la pista. Por la ventanilla vi a todo un grupo de chiquillos precipitarse hacia nosotros. Sentado en un viejo tonel, un chico, mayor que los demás, observaba al avión rodar hacia la choza de paja que hacía las veces de terminal.
– Me parece que ese niño me suena -le dije a Keira, señalándolo con el dedo-. Fue él quien me ayudó a encontrarte cuando vine a buscarte la otra vez.
Keira se inclinó hacia la ventanilla. En un instante, vi que se le llenaban los ojos de lágrimas.
– Yo sé quién es -dijo.
El piloto apagó el motor que hacía girar las hélices. Keira fue la primera en bajar. Se abrió paso a través del montón de niños que gritaban y brincaban a su alrededor sin dejarla avanzar. El chico abandonó su tocón y se alejó.
– ¡Harry! -gritó Keira-, Harry, soy yo.
Harry se dio la vuelta y se quedó paralizado. Keira se precipitó hacia él, le alborotó el pelo y lo abrazó.
– ¿Ves? -le dijo entre sollozos-. He cumplido mi promesa.
Harry levantó la cabeza.
– ¡Cuánto has tardado!
– He hecho cuanto he podido -contestó ella-, pero ahora ya estoy aquí.
– Tus amigos lo han reconstruido todo, ahora el campamento es más grande aún que antes de la tormenta. ¿Te vas a quedar esta vez?
– No lo sé, Harry, no sé nada.
– Entonces ¿cuándo te vuelves a marchar?
– Acabo de llegar ¿y ya quieres que me vaya?
El chico se zafó del abrazo de Keira y se alejó. Yo vacilé un momento pero luego corrí hacia él y lo alcancé.
– Escúchame, chaval, no ha pasado un solo día en que no hablara de ti, no se ha dormido una sola noche sin pensar en ti, ¿no crees que merece que la recibas con más cariño?
– Ahora está contigo. Entonces ¿por qué ha vuelto? ¿Por mí o para seguir excavando? Volved a vuestro país, tengo cosas que hacer.
– Harry, puedes negarte a creerlo, pero Keira te quiere, es así. Te quiere, si supieras lo muchísimo que te ha echado de menos… No le des la espalda. Te lo pido de hombre a hombre, no la rechaces.
– Déjalo en paz -dijo Keira, que nos había alcanzado-, haz lo que quieras, Harry, lo entiendo. Que me guardes rencor o no, no cambiará en nada lo mucho que te quiero.
Keira cogió su bolso y avanzó hacia la choza de paja sin mirar atrás. Harry vaciló un instante antes de precipitarse hacia ella.
– ¿Dónde vas?
– No tengo ni idea, Harry. Tengo que tratar de reunirme con Éric y los demás; necesito su ayuda.
El chico se metió las manos en los bolsillos y le dio una patada a una piedra.
– Ya, ya veo -dijo.
– ¿Qué es lo que ves?
– Que no puedes vivir sin mí.
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