– ¿Lo dice en serio? -me preguntó, estupefacto-. Si no lo hubiera recomendado el presidente de su Academia en persona, tengo que reconocer que lo habría tomado por un iluminado. ¡Si consigue lo que me dice, ahora entiendo por qué me habló de premio Nobel! Síganme, nuestro láser se encuentra al fondo del edificio.
Keira me miró intrigada, pero yo le indiqué con un gesto que no dijera nada. Recorrimos un largo pasillo, el rector se movía por su universidad sin llamar particularmente la atención entre los investigadores y los alumnos con los que se cruzaba por el camino.
– Es aquí -nos dijo, marcando un código de acceso en un teclado situado junto a una puerta de doble hoja-. En vista de lo que acaba de contarme, prefiero que trabajemos en un equipo lo más reducido posible, así que manipularé yo mismo el láser.
El laboratorio era tan moderno que habría hecho palidecer de envidia a todos los centros de investigación europeos, y el aparato que pusieron a nuestra disposición, gigantesco. Imaginaba su potencia, estaba impaciente por verlo funcionar.
Un raíl se extendía en el eje del cañón del láser. Keira me ayudó a colocar en su sitio el anillo donde estaban engastados los fragmentos.
– ¿Qué ancho debe tener el haz? -me preguntó Ubach.
– Pi multiplicado por diez -le dije.
El profesor se inclinó sobre su pupitre e introdujo el valor que le había indicado. Ivory estaba a su lado. El láser empezó a girar despacio.
– ¿Qué intensidad?
– ¡La máxima posible!
– Su objeto no va a tardar en fundirse, no conozco material capaz de resistir una carga máxima.
– ¡Usted confíe en mí!
– ¿Sabes lo que haces? -me preguntó Keira en un susurro.
– Espero que sí.
– Les voy a pedir que se sitúen detrás de los cristales de protección -nos ordenó Ubach.
El láser empezó a crepitar; la energía proporcionada por los electrones estimulaba los átomos de gas contenidos en el tubo de cristal. Los fotones entraron en resonancia entre los dos espejos situados en cada extremo del tubo. El proceso se amplificó, ya no era más que cuestión de segundos que el haz fuera lo bastante potente para atravesar la pared semitransparente del espejo y saber por fin si estaba en lo cierto o no.
– ¿Están preparados? -preguntó Ubach, tan impaciente como nosotros.
– Sí -contestó Ivory-, más que nunca. No se imagina el tiempo que hemos esperado a que llegara este momento.
– ¡Un momento! -grité yo-. ¿Tiene una cámara de fotos?
– Tenemos algo mucho mejor -contestó Ubach-, seis cámaras graban desde todos los ángulos lo que ocurre delante del láser en cuanto entra en acción. ¿Podemos iniciar ya el experimento?
Ubach empujó una palanca, y un haz de luz de una intensidad excepcional salió del aparato, golpeando de lleno los tres fragmentos. El anillo entró en fusión, los fragmentos se tornaron de un color azulado, un azul más vivo aún que el que Keira y yo habíamos visto hasta entonces. Su superficie empezó a brillar intensamente, lanzando destellos. A medida que pasaban los segundos, su luminiscencia aumentaba, y de pronto miles de puntos se imprimieron en la pared que estaba delante del láser. Todos en ese laboratorio reconocimos la inmensidad de la bóveda celeste, deslumbrante.
A diferencia de la primera proyección de la que habíamos sido testigos, el Universo que apareció en la pared se puso a dar vueltas en espiral, replegándose despacio sobre sí mismo. En su pestaña, los fragmentos daban vueltas a toda velocidad en el interior del anillo.
– ¡Es prodigioso! -dijo Ubach con un hilo de voz.
– Es mucho más que eso -le contestó Ivory, que tenía lágrimas en los ojos.
– ¿Qué es? -quiso saber el rector de la universidad.
– Está asistiendo a los primeros instantes del Universo -contesté yo.
Pero todavía no se habían acabado las sorpresas. La intensidad luminosa de los fragmentos se duplicó, y la velocidad de rotación no dejaba de aumentar. La bóveda celeste seguía enrollándose sobre sí misma y se inmovilizó un corto instante. Yo había esperado que siguiera girando hasta el final, para revelarnos la imagen del destello de la primera estrella, del tiempo cero que tanto había deseado descubrir, pero lo que vi era completamente diferente. La imagen proyectada se iba ampliando visiblemente. Algunas estrellas desaparecían, como propulsadas a ambos lados de la pared a medida que avanzábamos. El efecto visual era fascinante, teníamos la sensación de viajar por las galaxias, y nos íbamos acercando a una de ellas, que yo reconocí.
– Hemos entrado en nuestra Vía Láctea -dije a los demás-, y el viaje continúa.
– ¿Hacia adonde? -preguntó Keira, estupefacta.
– Aún no lo sé.
Sobre la pestaña, los fragmentos giraban cada vez más de prisa, emitiendo un silbido estridente. La estrella sobre la que la proyección se iba centrando se hacía más y más grande. Nuestro Sol apareció en el centro, seguido de Mercurio.
La velocidad a la que giraban ahora los fragmentos era impresionante; el círculo que los retenía hacía tiempo que se había fundido, pero ya nada parecía poder disociarlos. Cambiaron de color, del azul pasaron al índigo. Volví a dirigir la mirada hacia la pared. Avanzábamos decididamente hacia la Tierra, ya podíamos reconocer sus océanos y tres de los continentes. La proyección se centró en África, que iba aumentando de tamaño. El descenso hacia el este del continente africano era vertiginoso. El ruido estridente que emitía la rapidísima rotación de los fragmentos se hacía casi insoportable. Ivory tuvo que taparse los oídos. Ubach no despegaba las manos de la consola, preparado para detener el experimento en cualquier momento. Kenia, Uganda, Sudán, Eritrea y Somalia desaparecieron del campo visual mientras avanzábamos hacia Etiopía. La rotación de los fragmentos se hizo más lenta y la imagen ganó en nitidez.
– ¡No puedo dejar que el láser siga funcionando a esta potencia! -suplicó Ubach-, ¡Hay que parar!
– ¡No! -gritó Keira-. ¡Mire!
Un minúsculo puntito rojo apareció en el centro de la imagen. Cuanto más nos acercábamos, más intenso se hacía.
– ¿Se está filmando todo lo que vemos? -pregunté.
– Todo -contestó Ubach-, ¿Puedo pararlo ya?
– Espere un poco más -suplicó Keira.
El silbido cesó y los fragmentos se inmovilizaron. En la pared, el punto, de un rojo muy vivo, ya no se movía. El marco de la imagen se había estabilizado también. Ubach no nos pidió opinión, bajó la palanca y el haz de luz del láser se apagó. La proyección duró aún unos segundos en la pared y luego desapareció.
Estábamos estupefactos, Ubach el primero, y Ivory ya no pronunciaba palabra. Al verlo así, era como si de pronto hubiera envejecido, y no es que el rostro al que estaba acostumbrado fuera particularmente joven, pero sus rasgos habían cambiado.
– Hace treinta años que sueño con este momento -me dijo-, ¿se da cuenta? Si supiera todos los sacrificios que he hecho por estos objetos, por ellos hasta perdí a mi mejor amigo. Es extraño, debería sentirme aliviado, como liberado de un peso enorme, y sin embargo no es así. Me gustaría tanto tener unos años menos, vivir todavía lo suficiente para llegar al final de esta aventura, saber lo que representa ese punto rojo que hemos visto, lo que nos revela. Es la primera vez en toda mi vida que me da miedo morir, ¿me comprende?
Fue a sentarse y suspiró sin esperar mi respuesta. Me volví hacia Keira, estaba de pie delante de la pared y miraba fijamente la superficie, que había vuelto a ser como antes.
– ¿Qué haces? -le pregunté.
– Intento recordar -dijo-, intento rememorar estos instantes que acabamos de vivir. Es Etiopía lo que ha aparecido. No he reconocido el relieve de esa región que conozco tan bien, pero no lo he soñado, era Etiopía. Tú has visto lo mismo que yo, ¿verdad?
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