– ¡Vaya una idea, ni se me había pasado por la cabeza!
De vuelta en el hostal, lo primero que hizo Keira fue llamar a su hermana. Estuvieron un buen rato hablando. No le contó nada de nuestra aventura en Rusia, se limitó a decirle que estábamos los dos en Saint-Mawes, y que a lo mejor iría pronto a París. Preferí dejarlas hablar a solas. Bajé al bar del hostal y pedí una cerveza mientras esperaba a Keira. Se reunió conmigo una hora más tarde. Dejé el periódico – que estaba leyendo y le pregunté si había podido hablar con Ivory.
– Niega tajantemente haber tenido la más mínima influencia en nuestra investigación, casi se ha ofendido cuando le he sugerido que estaba jugando conmigo desde el primer día, cuando lo conocí en el museo. Parecía sincero, pero con todo no estoy muy convencida.
– ¿Le has dicho que habíamos traído un tercer fragmento de Rusia?
Keira cogió mi vaso de cerveza y asintió con la cabeza antes de bebérselo de un tirón.
– ¿Y te ha creído?
– Ha dejado en seguida de hacerme reproches y se ha mostrado impaciente por vernos.
– ¿Cómo vas a conseguir que no descubra que todo es mentira cuando lo veamos?
– Le he dicho que habíamos dejado el fragmento en un lugar seguro, y que no se lo enseñaría hasta que nos dijera algo más sobre el que descubrieron en la selva amazónica.
– ¿Y qué te ha contestado?
– Que tenía una idea de dónde se encontraba, pero que no sabía cómo llegar hasta él. Me ha propuesto que lo ayudemos a resolver un enigma.
– ¿Qué clase de enigma?
– No quería hablarme de ello por teléfono.
– ¿Va a venir aquí?
– No, nos ha citado en Amsterdam dentro de cuarenta y ocho horas.
– ¿Cómo quieres que vayamos a Amsterdam? No tengo ninguna prisa por volver a Heathrow; si intentamos pasar la frontera tenemos todas las papeletas de que nos detengan.
– Ya lo sé, le he contado a Ivory lo que nos había pasado, y él nos aconseja que cojamos un ferry hasta Holanda. Según él, por barco desde Inglaterra no controlan tanto.
– ¿Y dónde se coge un ferry para Amsterdam?
– En Plymouth, está a hora y media en coche de aquí.
– Pero si no tenemos coche.
– Se puede ir en autobús. ¿Por qué pones tantas pegas?
– ¿Cuánto dura el viaje en barco?
– Doce horas.
– Me lo temía.
Keira adoptó una expresión contrita y me dio unas palmaditas tiernas en la mano.
– ¿Qué pasa? -le pregunté.
– Bueno -dijo visiblemente incómoda-, el caso es que no son ferrys exactamente, sino más bien cargueros. La mayoría acepta pasajeros a bordo, pero lo mismo da un carguero que un ferry, ¿no?
– ¡Mientras haya una cubierta de proa en la que me pueda morir de mareo durante las doce horas que dura la travesía, en efecto, lo mismo da una cosa que otra!
El autobús salía a las siete de la mañana. El dueño del hostal nos preparó unos bocadillos. Antes de despedirnos le prometió a Keira que iría a limpiar la tumba de su padre en cuanto llegara la primavera. Esperaba volver a vernos por allí y nos reservaría la misma habitación si lo avisábamos con suficiente antelación.
En el puerto de Plymouth fuimos a la capitanía. El oficial nos indicó que un carguero con bandera inglesa zarpaba dentro de una hora rumbo a Amsterdam. Estaban terminando de subir la carga a bordo. Nos mandó al muelle número cinco.
El capitán nos pidió cien libras esterlinas a cada uno, en metálico. Cuando le entregamos el dinero, nos invitó a seguir la crujía exterior hasta el comedor de oficiales. Un camarote estaba a nuestra disposición en la zona de la tripulación. Le expliqué que prefería instalarme en el puente, en la proa o en la popa, donde menos estorbara.
– Como quiera, pero va a hacer un frío de perros cuando estemos en alta mar, y la travesía dura veinte horas.
Me volví hacia Keira.
– ¿No me habías dicho que eran doce horas como mucho?
– En un barco ultrarrápido, quizá -dijo el capitán con una gran carcajada-, pero en este tipo de chatarra, rara vez se superan los veinte nudos, y eso si el viento es favorable. ¡Si se marea, quédese en el puente! ¡No me vaya a guarrear el barco! Y abríguese.
– Te juro que no sabía nada -me dijo Keira, cruzando los dedos detrás de la espalda.
El carguero soltó amarras. No había mucha marejadilla en el canal de la Mancha, pero la lluvia se apuntó al viaje. Keira me hizo compañía durante más de una hora antes de volver al interior del barco; era verdad que hacía un frío tremendo. El segundo capitán se apiadó de mí y ordenó a su alférez que me trajera un chubasquero y unos guantes. El hombre aprovechó para fumarse un cigarrillo en el puente y, para distraerme, pegó la hebra conmigo.
Había treinta hombres a bordo entre oficiales, mecánicos, contramaestre, cocineros y marineros. El alférez me explicó que subir la carga a bordo era una operación muy compleja de la que dependía la seguridad del viaje. En los años ochenta, cien barcos como ése se habían hundido tan de prisa que no había habido ningún superviviente. Seiscientos cincuenta hombres habían perdido la vida en el mar. El mayor peligro que nos acechaba era que el cargamento se deslizara dentro de la bodega. El carguero entonces se escoraba y se hundía. Las excavadoras que veía remover el grano en las calas maniobraban para que eso no ocurriera. No era el único peligro que nos acechaba, añadió, dándole una calada a su cigarrillo. Si entraba agua por las grandes escotillas por culpa de una ola demasiado alta, el peso añadido en las calas podía partir el casco en dos. El resultado sería el mismo, el barco se hundiría en pocos segundos. Esa noche la Mancha estaba en calma, y a menos que se levantara viento no corríamos ningún peligro de esa clase. El alférez tiró la colilla por la borda y volvió al trabajo, dejándome solo y pensativo.
Keira fue a verme varias veces para suplicarme que me reuniera con ella en el camarote. Me trajo unos bocadillos, que no quise ni probar, y un termo con té. Hacia medianoche se fue a la cama, no sin antes repetirme que era ridículo que siguiera ahí y que me iba a dejar la vida en ese puente. Arrebujado en el chubasquero, acurrucado al pie del palo en cuyo extremo refulgía la luz de mástil, me quedé dormido, acunado por el sonido del estrave al hender el mar.
Keira me despertó por la mañana a primera hora. Estaba tumbado con los brazos en cruz en la cubierta de proa. Tenía una poca de hambre, pero se me quitó en cuanto entré en el pañol. Un olor a pescado y a fritanga se mezclaba con el del café. Me dio una arcada y tuve que precipitarme fuera otra vez.
– Esas que ves a lo lejos son las costas holandesas -me dijo Keira al reunirse conmigo-, tu calvario llega a su fin.
Esa apreciación era muy relativa pues todavía hubo que esperar cuatro horas hasta que sonó el cuerno de mar y empecé a notar que las máquinas aminoraban la velocidad. El carguero puso rumbo a la costa y entró poco después en el canal que llegaba hasta el puerto de Amsterdam.
En cuanto el barco echó el ancla, desembarcamos. Un oficial de aduanas nos esperaba al pie de la pasarela, examinó rápidamente nuestros pasaportes, rebuscó en nuestro equipaje, que no contenía más que las cuatro cosas que habíamos comprado en una tienda de Saint-Mawes, y nos permitió el paso.
– ¿Adónde vamos? -le dije a Keira.
– ¡A darnos una ducha!
– ¿Y después?
Consultó su reloj.
– Hemos quedado con Ivory a las seis en un café…
Se sacó un papel del bolsillo.
– … en la plaza del palacio de Dam -me dijo.
Reservamos una habitación en el Gran Hotel Krasnapolsky. No era el más barato de la ciudad, pero tenía la ventaja de estar situado a cincuenta metros de nuestro lugar de encuentro. Por la tarde Keira me llevó a la plaza principal de la ciudad, donde nos mezclamos con la multitud. Se había formado una larga cola delante del museo de cera de Madame Tussaud, y unos cuantos turistas tomaban un tentempié en la terraza del Europub bajo unas sombrillas con calefacción, pero Ivory no se encontraba entre ellos. Fui el primero en verlo. Se sentó con nosotros en la mesa que habíamos elegido, justo detrás del ventanal.
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