Marc Levy - La primera noche

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Los protagonistas de El primer día, Keira y Adrian, vuelven a verse las caras a la espera del final que se merecen.
La primera noche arranca con un rescate. Las investigaciones de Keira la han llevado hasta una lúgubre prisión china, de la que saldrá casi a hombros de su salvador Adrian. Sin embargo, esta no es una historia de príncipes y princesas al uso y la inquieta arqueóloga perseguirá cueste lo que cueste su objetivo: encontrar la civilización perdida. Londres y Amsterdam, pero también Rusia, Liberia y Grecia. El mundo se les queda pequeño a esta pareja de aventureros que, de nuevo, deberán enfrentarse a los conservadores de una intimidante sociedad secreta.

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– Cuánto me alegro de verlos -dijo mientras se acomodaba-, ¡Vaya viaje han hecho!

Keira se mostraba fría con él, y el viejo profesor se dio cuenta en seguida de que no era bien recibido.

– ¿Me guarda rencor por algo? -le preguntó con una expresión burlona.

– ¿Por qué debería guardarle rencor? Casi nos caemos por un precipicio, por poco me ahogo en un río, he pasado unas cuantas semanas en una cárcel china, nos han disparado en un tren y nos ha expulsado de Rusia un comando militar que ha eliminado a unos veinte hombres ante nuestros ojos. Eso sin contar las condiciones extremas en las que hemos viajado estos últimos meses: aviones viejísimos, tartanas, autobuses destartalados, sin olvidar el pequeño carricoche de equipaje, en el que aterricé entre dos maletas. Y mientras nos paseaba a su antojo, supongo que usted esperaba tranquilamente en su cómodo apartamento a que nos encargáramos del trabajo sucio, ¿verdad? ¿Empezó a tomarme el pelo a lo grande el día que me conoció en el museo o fue un poco más tarde?

– Keira -dijo Ivory en tono sentencioso-, ya tuvimos esta misma conversación por teléfono anteayer. Se equivoca conmigo, quizá no he tenido aún tiempo de explicárselo todo, pero nunca la he manipulado. Al contrario, no he dejado un momento de protegerla. Fue usted quien decidió partir en busca de esos fragmentos. No necesité convencerla, me contenté con señalarle algunos hechos. En cuanto a los riesgos a los que se han visto expuestos ambos… Sepa que para repatriar a Adrian de China, así como para sacarla a usted de la cárcel, yo mismo me he arriesgado mucho. Y he perdido a un amigo muy querido que pagó su liberación con su vida.

– ¿Qué amigo? -quiso saber Keira.

– Su despacho estaba en el palacio frente a ustedes -contestó Ivory con voz triste-. Por eso les he pedido que nos viéramos aquí… ¿De verdad han traído un tercer fragmento de Rusia?

– Esto es un toma y daca -dijo Keira-, Le he dicho que se lo enseñaré cuando usted nos cuente todo lo que sabe acerca del que hallaron en la selva amazónica. ¡Sé que sabe dónde se encuentra, y no intente convencerme de lo contrario!

– Está delante de usted -suspiró Ivory.

– Ya está bien de adivinanzas, profesor, ya he jugado bastante, y usted ya ha jugado bastante conmigo. No veo ningún fragmento sobre la mesa.

– No sea estúpida, levante los ojos y mire delante de usted.

Dirigimos ambos la mirada hacia el palacio que se erguía al otro lado de la plaza.

– ¿Está en ese edificio? -preguntó Keira.

– Sí, tengo motivos para creerlo, pero no sé dónde exactamente. Ese amigo mío que murió estaba encargado de su custodia, pero se llevó consigo a la tumba la clave del enigma que nos permitiría hacernos con el fragmento.

– ¿Cómo está tan seguro? -intervine yo.

Ivory se inclinó sobre la bolsa que tenía a los pies, la abrió y sacó un grueso volumen que dejó sobre la mesa. La portada atrajo en seguida mi atención, se trataba de un manual muy antiguo de astronomía. Lo cogí para hojearlo.

– Es un libro magnífico.

– Sí -corroboró Ivory-, y es una edición original. Me lo regaló el amigo del que les hablo, es muy valioso para mí, pero sobre todo mire la dedicatoria que me escribió.

Volví al principio del volumen y leí en voz alta el mensaje escrito con pluma en la página de guarda.

Sé que le gustará esta obra, no le falta nada puesto que lo tiene todo, hasta la prueba de nuestra amistad.

Su más entregado adversario de ajedrez,

Vackeers.

– La solución del enigma está oculta en esas pocas palabras. Sé que Vackeers intentaba decirme algo. No se trata en ningún caso de una frase anodina. Pero ignoro lo que significa.

– ¿Y cómo podríamos ayudarlo nosotros? No conocimos a ese tal Vackeers.

– Y créanme que lo siento, lo habrían apreciado mucho, era un hombre de una inteligencia poco común. Como el libro es un tratado de astronomía, me he dicho que tal vez usted, Adrian, podría entender el significado de esta dedicatoria.

– Tiene casi seiscientas páginas -observé-. Si quiere que encuentre algo en este libro no tardaré poco tiempo, desde luego. Un primer estudio en profundidad me llevará varios días. ¿No tiene ninguna otra pista, nada que pueda orientarnos? Ni siquiera sabemos qué buscar en este libro.

– Síganme -dijo Ivory, levantándose-, voy a llevarlos a un lugar al que nadie tiene acceso, bueno, casi nadie. Sólo Vackeers, su secretario personal y yo mismo conocemos su existencia. Vackeers sabía que yo había descubierto su escondite, pero fingía ignorarlo, esa delicadeza por su parte es una prueba de su amistad, me imagino.

– ¿No es eso precisamente lo que le dice en esa dedicatoria? -preguntó Keira.

– Sí -suspiró Ivory-, por eso estamos aquí.

Pagó la cuenta y lo seguimos fuera del café, hasta la gran plaza. Keira no prestó ninguna atención a la circulación, estuvo a punto de que la atropellara un tranvía, y eso que el conductor hizo sonar la campana varias veces. La retuve por los pelos.

Ivory nos hizo entrar en la iglesia por la puerta lateral y cruzamos la suntuosa nave hasta el crucero. Estaba admirando la tumba del almirante De Ruyter cuando un hombre vestido con un traje oscuro se reunió con nosotros en la absidiola.

– Gracias por acudir a la cita -susurró Ivory para no molestar a las pocas personas que estaban rezando allí.

– Era usted su único amigo, sé que el señor Vackeers habría querido que respondiese a su petición. Confío en su discreción, si me descubrieran tendría serios problemas.

– Pierda cuidado -le dijo Ivory, dándole una palmadita cordial en el hombro-, Vackeers le tenía en mucha estima, lo apreciaba muchísimo. Cuando me hablaba de usted, notaba en su voz… ¿cómo decirle?… Amistad, sí, eso es exactamente, Vackeers le había otorgado su amistad.

– ¿De verdad? -preguntó el hombre, con un tono tan sincero que resultaba conmovedor.

Se sacó una llave del bolsillo, abrió el cerrojo de una puertecita situada al fondo de la capilla y bajamos los cincuenta peldaños de una escalera que se encontraba justo al otro lado. Acto seguido nos adentramos por un largo pasillo.

– Este subterráneo pasa por debajo de la plaza y comunica directamente con el palacio de Dam -nos dijo el hombre-. Está bastante oscuro, cada vez más a medida que se avanza, así que no se alejen de mí.

No oíamos más que el eco de nuestros pasos, y cuanto más avanzábamos, menos luz había. Pronto estuvimos sumidos en la oscuridad más total.

– Cincuenta pasos más y volveremos a ver la luz -nos dijo nuestro guía-. Sigan el arroyo central para no tropezar. Lo sé, el lugar no es muy agradable; detesto tener que venir por aquí.

Una nueva escalera apareció ante nosotros.

– Tengan cuidado, los escalones resbalan. Agárrense a la cuerda de cáñamo que hay en la pared.

En lo alto de la escalera nos encontramos delante de una puerta de madera armada con pesadas barras de hierro. El asistente de Vackeers manipuló dos grandes pomos y un mecanismo liberó el pestillo. Desembocamos en una antecámara en la planta baja del palacio. En el mármol blanco de la gran sala había grabados tres enormes mapas. Uno representaba el hemisferio occidental, otro, el hemisferio oriental, y el tercero era un mapa celeste de una precisión pasmosa. Avancé para verlo desde más cerca. Nunca había tenido ocasión de pasar de una sola zancada de Casiopea a Andrómeda, y dar saltitos de galaxia en galaxia era bastante divertido. Keira carraspeó para llamarme la atención. Ivory y su guía me miraban consternados.

– Es por aquí -nos dijo el hombre del traje oscuro.

Abrió otra puerta y volvimos a bajar una nueva escalera que llevaba al sótano del palacio. Necesitamos unos instantes más para que nuestros ojos se acostumbraran de nuevo a la penumbra. Ante nosotros, toda una red de pasarelas cruzaba las aguas de un canal subterráneo.

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