Marc Levy - La primera noche

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Los protagonistas de El primer día, Keira y Adrian, vuelven a verse las caras a la espera del final que se merecen.
La primera noche arranca con un rescate. Las investigaciones de Keira la han llevado hasta una lúgubre prisión china, de la que saldrá casi a hombros de su salvador Adrian. Sin embargo, esta no es una historia de príncipes y princesas al uso y la inquieta arqueóloga perseguirá cueste lo que cueste su objetivo: encontrar la civilización perdida. Londres y Amsterdam, pero también Rusia, Liberia y Grecia. El mundo se les queda pequeño a esta pareja de aventureros que, de nuevo, deberán enfrentarse a los conservadores de una intimidante sociedad secreta.

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– Eso, señorita, dependerá enteramente de su voluntad de colaborar en la investigación que llevaremos a cabo. Pero no se lamente de su suerte, puedo asegurarle que el personaje era muy poco recomendable.

El hombre se disculpó por no poder seguir charlando con nosotros, pero tenía trabajo. Sacó una carpeta de su maletín y se enfrascó en ella hasta que llegamos. El aparato inició el descenso hacia la capital. Una vez en tierra, el hombre nos llevó en coche hasta el pie de una pasarela que comunicaba con un avión de British Airways.

– Dos cosas antes de que se marchen. No vuelvan a Rusia, ya no podríamos garantizar su seguridad. Y ahora, escuchen bien lo que tengo que decirles pues al hacerlo infrinjo una norma, pero me caen ustedes simpáticos y aquel al que traiciono, mucho menos. Los esperan en Londres, y mucho me temo que el tipo de paseo que les ofrecerán una vez allí no tiene nada que ver con el viaje tan agradable que acabamos de hacer juntos. Por eso, yo de ustedes me abstendría de demorarme mucho tiempo en Heathrow; una vez pasada la aduana, me marcharía lo antes posible. De hecho, si encontraran la manera de no pasar por la aduana, sería mucho mejor para ustedes.

El hombre nos devolvió los pasaportes y nos invitó a recorrer la pasarela hasta el avión. Una azafata nos condujo hasta nuestros respectivos asientos. Su perfecto acento inglés se me antojaba divino, y le agradecí la amabilidad de su recibimiento a bordo.

– ¿A qué esperas para pedirle su número de teléfono? -me preguntó Keira, molesta, abrochándose el cinturón.

– No me interesa, pero si pudieras convencer al tío sentado al otro lado del pasillo de que te preste su móvil, sería fantástico.

Keira me miró, extrañada y luego se volvió hacia su vecino, que estaba tecleando un mensaje de texto en su móvil. Se lo cameló de manera totalmente indecente y, dos minutos después, me tendió el artilugio en cuestión.

Londres

El Boeing 767 aterrizó en Heathrow cuatro horas después de salir de Moscú. Eran las 22.30, hora local, la noche quizá fuera nuestra aliada. El avión se situó en una zona del aparcamiento apartada de la terminal. Vi por la ventanilla dos autobuses que esperaban al pie de la escalerilla. Le dije a Keira que no se diera prisa, bajaríamos con la segunda oleada de pasajeros.

Subimos al autobús y le indiqué a Keira que se quedara cerca de la puerta: había metido el pie entre los fuelles para que no pudiera cerrarse del todo. El bus avanzaba por el asfalto y tomó por un túnel que se adentraba bajo las pistas. El conductor tuvo que parar un momento para dejar pasar a un carricoche que tiraba de una hilera de contenedores para equipaje. Era ahora o nunca. Empujé bruscamente la puerta de fuelle y arrastré a Keira conmigo. Una vez fuera, corrimos por la penumbra del túnel hacia el convoy que se alejaba y saltamos a uno de los contenedores de equipaje. Keira aterrizó entre dos grandes maletas, y yo, tendido sobre unos bolsones. En el autobús, los pasajeros que habían sido testigo de nuestra escapada se quedaron boquiabiertos. Supongo que trataron de avisar al conductor, pero nuestro trenecito se alejaba ya en dirección contraria y, unos instantes más tarde, entró en el sótano de la terminal. A esa hora tardía ya no se veía a casi nadie en la zona de descarga; sólo había dos equipos trabajando, pero estaban lejos de nosotros y no podían vernos. El carricoche serpenteaba entre las rampas de carga de las maletas.

Vi un ascensor a pocos metros de nosotros y elegí ese momento para abandonar nuestro escondite. Por desgracia, al llegar ante la puerta constaté que el botón de llamada tenía una cerradura; sin llave no era posible pulsarlo.

– ¿Tienes alguna idea de cómo salir de aquí? -me preguntó Keira.

Miré a nuestro alrededor pero no vi más que una larga hilera de cintas transportadoras, la mayoría de las cuales estaba parada.

– ¡Allí! -exclamó Keira, señalando una puerta-. Es una salida de socorro.

Temía que estuviera condenada, pero la suerte nos sonreía, y, tras abrirla, nos encontramos al pie de una escalera.

– Ya no corras -le dije a Keira-, Salgamos de aquí como si todo fuera normal.

– No llevamos una chapa con nuestro nombre -observó Keira-, si nos cruzamos con alguien, no pareceremos nada normales.

Consulté mi reloj, el autobús ya habría llegado a la terminal. A las once de la noche ya no habría mucha gente en la aduana, y el último pasajero de nuestro vuelo no tardaría en presentarse ante el control de pasaportes. Calculé que nos quedaba poco tiempo antes de que los que nos estaban esperando comprendieran que nos habíamos escapado.

En lo alto de la escalera, otra puerta nos impedía el paso; Keira presionó la barra transversal y, al hacerlo, se oyó una fuerte sirena.

Desembocamos en la terminal entre dos cintas de equipaje, de las cuales una giraba vacía. Un empleado nos vio y se quedó desconcertado. Antes de que pudiera dar la alerta, cogí a Keira de la mano y echamos a correr con todas nuestras fuerzas. Se oyó un silbato. Sobre todo no debíamos volvernos, había que seguir corriendo. Teníamos que llegar a las puertas correderas que daban a la calle. Keira tropezó y gritó, la ayudé a levantarse y tiré de ella. Más rápido, más rápido. Detrás de nosotros oíamos un ruido de pasos que corrían y silbatos que sonaban cada vez más cerca. No detenerse, no ceder ante el miedo, tan sólo nos separaban unos metros de la libertad. Keira estaba sin aliento. A la salida de la terminal había un taxi parado, subimos y le suplicamos al taxista que arrancara el motor.

– ¿Dónde van? -preguntó, volviéndose hacia nosotros.

– ¡Corra! Llegamos tarde -volvió a suplicar Keira entre jadeos.

El taxista arrancó el motor. Me prohibí volverme, imaginaba a los que nos perseguían muertos de rabia en la acera al ver alejarse nuestro black cab.

– Todavía no podemos cantar victoria -le susurré a Keira.

– Vaya hacia la terminal dos -le indiqué al taxista.

Keira me miró, estupefacta.

– Confía en mí, sé lo que hago.

En la segunda glorieta le pedí al taxista por favor que se parara ahí. Pretexté que mi mujer estaba embarazada y que sufría unas terribles náuseas. Frenó en seguida. Le di un billete de veinte libras y le dije que íbamos a tomar un poco el aire en la cuneta. No hacía falta que nos esperara, estaba acostumbrado a ese tipo de indisposición, podía durar un buen rato, así que haríamos el resto del camino a pie.

– Es peligroso pasear por aquí -nos dijo-, tengan cuidado con los camiones, pasan por todos lados.

Se alejó despidiéndose con un gesto, encantado con lo que había ganado por una carrera tan corta.

– Y ahora que he dado a luz -me dijo Keira-, ¿qué hacemos?

– ¡Esperar! -le contesté.

– ¿Y a qué esperamos?

– ¡Pronto lo verás!

Kent

– ¿Cómo que se han escapado? ¿Sus hombres no estaban a la salida de ese avión?

– Sí, señor; los que no estaban eran sus dos científicos.

– Pero qué me está usted contando, si mi contacto me ha asegurado que él mismo los hizo embarcar a bordo de ese vuelo.

– No era en absoluto mi intención poner en duda su palabra, pero los dos sujetos que debíamos detener no se han presentado ante el control de la policía del aire. Éramos seis esperándolos, era imposible que se escabulleran.

– ¿No me irá a decir que han saltado en paracaídas sobre el Canal de la Mancha? -gritó sir Ashton al teléfono.

– No, señor. Estaba previsto que el pasaje del avión desembarcara por una pasarela, sin embargo, en el último momento, dirigieron el aparato hacia un área de estacionamiento, pero nadie nos avisó. Los dos individuos se escaparon del autobús que conducía a los pasajeros hasta la terminal donde nosotros los estábamos esperando. No ha sido culpa nuestra, han huido por el sótano de la terminal.

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