Marc Levy - La primera noche

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Los protagonistas de El primer día, Keira y Adrian, vuelven a verse las caras a la espera del final que se merecen.
La primera noche arranca con un rescate. Las investigaciones de Keira la han llevado hasta una lúgubre prisión china, de la que saldrá casi a hombros de su salvador Adrian. Sin embargo, esta no es una historia de príncipes y princesas al uso y la inquieta arqueóloga perseguirá cueste lo que cueste su objetivo: encontrar la civilización perdida. Londres y Amsterdam, pero también Rusia, Liberia y Grecia. El mundo se les queda pequeño a esta pareja de aventureros que, de nuevo, deberán enfrentarse a los conservadores de una intimidante sociedad secreta.

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– ¿Hay algún problema? -preguntó Keira, preocupada.

– Si los camiones no consiguen vernos en esta sopa blanca, en efecto, tendremos un problema.

Me incliné a mi vez sobre la ventanilla, la visibilidad era casi nula. El viento soplaba en ráfagas, cada nueva borrasca levantaba montones de nieve.

– ¿Y no hay riesgo de que el helicóptero se cubra de escarcha? -pregunté yo.

– No -me contestó Egorov-, las entradas de aire de los motores están equipadas con calentadores para evitar ese riesgo en misiones a muy bajas temperaturas.

Un haz amarillo barrió la cabina, Egorov se levantó y constató aliviado que se trataba de los potentes faros de los camiones de reabastecimiento. Llenar el depósito de carburante movilizó a todos los hombres. En cuanto terminaron, el piloto volvió a arrancar el motor, pero hubo que esperar a que subiera un poco la temperatura antes de despegar. La tormenta duró dos horas más todavía. Keira no se encontraba bien, yo la tranquilizaba lo mejor que podía, pero estábamos atrapados en esa lata de sardinas, más sacudidos que a bordo de un pesquero en plena tempestad. Por fin, el cielo se despejó.

– Las tormentas de nieve son frecuentes cuando se sobrevuela Siberia en esta época del año -nos dijo Egorov-, Lo peor ya ha pasado. Descansen, quedan aún cuatro horas de vuelo y, cuando lleguemos, toda ayuda será poca para instalar el campamento.

Nos ofrecieron comer algo, pero teníamos el estómago demasiado revuelto después de tanta sacudida. Keira apoyó la cabeza en mis rodillas y, de nuevo, se quedó dormida. Era lo mejor que se podía hacer para matar el tiempo. Volví a asomarme a la ventanilla.

– Sólo estamos a seiscientos kilómetros del mar de Kara -me dijo Egorov, señalándome el norte-. ¡Pero créame, nuestros sumerios tardaron más en llegar hasta allí!

Keira se incorporó y trató a su vez de ver algo. Egorov la invitó a ir a la cabina. El copiloto le cedió su asiento. Me reuní con ella y me coloqué justo detrás. Estaba fascinada, deslumbrada y feliz, y sólo de verla así se disiparon todas mis reticencias de proseguir el viaje. Esta aventura que estábamos viviendo juntos nos dejaría fantásticos recuerdos, y me dije que, sólo por eso, a fin de cuentas, los riesgos valían la pena.

– ¡Si un día les cuentas esto a tus hijos, no te creerán! -le grité a Keira.

No se volvió, pero me contestó con esa vocecilla que yo conocía ya tan bien.

– ¿Es tu forma de decirme que quieres que tengamos hijos?

Hotel Baltschug Kempinski

Al otro lado del puente que cruzaba el Moscova y llegaba hasta la plaza Roja, Moscú tomaba un té en compañía de una joven que no era su mujer. El vestíbulo del palacio estaba abarrotado. Los camareros de uniforme zigzagueaban entre los sillones, llevando bandejas con teteras y pastelitos a los turistas y los hombres de negocios que frecuentaban ese lugar, el más elegante y codiciado de toda la ciudad.

Un hombre se instaló en la barra y miró fijamente a Moscú a la espera de que su mirada se cruzara con la suya. Al verlo, éste se disculpó con su invitada y se reunió con él en el bar.

– ¿Qué hace aquí? -le preguntó, sentándose en el taburete de al lado.

– Siento mucho molestarle, señor. Esta mañana nos ha sido imposible intervenir.

– Son unos incapaces, le prometí a Londres que el asunto quedaría zanjado esta noche, pensaba que venía a decirme que estaban a bordo de un avión rumbo a Inglaterra.

– No hemos podido actuar porque han salido de la propiedad de Egorov muy bien escoltados antes de marcharse con él en helicóptero.

Moscú estaba furioso de sentirse tan impotente. Mientras Egorov y sus hombres protegieran a los dos científicos, le resultaba imposible intervenir sin provocar un baño de sangre.

– ¿Y adonde van con ese helicóptero?

– Egorov ha entregado esta mañana un plan de vuelo según el cual debían aterrizar en Lesosibirsk, pero el aparato se ha desviado de su ruta y poco después ha desaparecido de las pantallas de los radares.

– ¡Ojalá se haya estrellado!

– No es imposible, señor, ha habido una tormenta de nieve muy fuerte.

– Han podido aterrizar hasta que se alejara la tormenta.

– La tormenta se ha alejado, pero a ellos no los han vuelto a detectar los radares.

– Entonces eso quiere decir que el piloto se las ha agenciado para volar fuera del alcance de los radares y que los hemos perdido.

– No del todo, señor, se me ha ocurrido esta posibilidad: dos camiones cisterna con doce mil litros de carburante han salido de Pyt-Iakh a primera hora de la tarde y no han vuelto a su base hasta cuatro horas después. Si han efectuado el reabastecimiento del helicóptero de Egorov, ha tenido que ser a medio camino de Janty-Mansiisk, es decir, a exactamente dos horas de carretera de Pyt-Iakh.

– Eso no nos dice hacia dónde volaba ese helicóptero.

– No, pero he ido más allá en mis cálculos, el Mil Mi-26 (¡ene un radio de acción de seiscientos kilómetros, eso como máximo dados los vientos contrarios que se habrán encontrado por el camino. Desde que despegaron, han debido de trazar una línea recta hasta el lugar en que han aterrizado en ese lapso de tiempo. Si siguen en esa misma línea, y dado su radio de acción, llegarán justo antes de que anochezca a la república de los Komis, en algún lugar alrededor de Vuktyl.

– ¿Tiene la más remota idea de por qué van allí?

– Todavía no, señor, pero si han recorrido cerca de tres mil kilómetros en once horas de vuelo, deben de tener serias razones para hacerlo. Si mañana por la mañana despegamos de Ekaterimburgo a bordo de un Sikorsky, podremos iniciar rotaciones desde mediodía para localizarlos.

– No, procedamos de otra manera, sobre todo no deben localizarnos ellos a nosotros, huirían en seguida. Averigüe dónde han podido aterrizar. Que los cuerpos de policía locales interroguen a los lugareños, que averigüen si alguien ha visto u oído ese helicóptero. Cuando esté más informado, llámeme al móvil, incluso en mitad de la noche si es necesario. Prepare también una unidad de intervención: si esos imbéciles han ido a esconderse en un rincón lo suficientemente aislado, entonces podremos intervenir sin reservas.

Yacimiento de Man-Pupu-Nyor

El piloto anunció que estábamos aproximándonos. Volvimos a nuestros asientos, y el copiloto a su puesto, pero Egorov nos invitó a levantarnos para descubrir a través de la carlinga lo que se perfilaba a lo lejos.

Al norte de los Urales, en una altiplanicie que se confunde con la línea del horizonte, se yerguen siete colosos de piedra. Parecen gigantes que se hubieran detenido mientras caminaban. La naturaleza, según dicen, los ha moldeado durante doscientos millones de años, ofreciéndonos uno de los legados geológicos más impresionantes del planeta. Los siete colosos no impresionan sólo por su tamaño, sino también por la manera en que están dispuestos. Seis tótems en semicírculo, de cara hacia un séptimo, de frente a ellos. En esta época del año llevan un grueso manto blanco que parece protegerlos del frío.

Me volví hacia Egorov, que estaba visiblemente emocionado.

– Ya no pensaba volver nunca -dijo en voz baja-. Tengo muchos recuerdos aquí.

El helicóptero iba perdiendo altitud. Grandes volutas de nieve se elevaban a medida que nos íbamos acercando al suelo.

– En mansi, Man-Pupu-Nyor significa «la pequeña montaña de los dioses» -prosiguió Egorov-. Antiguamente, el acceso a este yacimiento estaba reservado únicamente a los chamanes del pueblo mansi. Hay muchas leyendas acerca de Los Siete Gigantes de los Urales. La más extendida cuenta que estalló una discusión entre un chamán y seis colosos que surgieron del infierno para cruzar la cordillera. El chamán los transformó en esos monstruos de piedra, pero su hechizo lo afectó a él también: quedó prisionero en el interior del séptimo bloque de piedra, el que está frente a los demás. En invierno, la altiplanicie resulta inaccesible sin un entrenamiento de alto nivel, a menos que se llegue por el aire.

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