– ¿De qué objetivo, Keira? ¿De las tumbas sumerias o de las nuestras?
– Vale -dijo, apartando las sábanas y levantándose de un salto-. ¡Volvamos a Inglaterra! Voy a explicarle a Egorov que renunciamos y, si sus guardaespaldas nos dejan salir, cogeremos un taxi en dirección al aeropuerto y, una vez allí, tomaremos el primer avión a Londres. Yo me daré una vueltecita por París para ir a apuntarme a las listas del paro. Por cierto… ¿en Inglaterra tenéis subsidios por desempleo?
– ¡No hace falta que te pongas en plan cínico! De acuerdo, sigamos la búsqueda, pero antes prométeme una cosa: si se nos presenta el más mínimo peligro, lo paramos todo.
– Defíneme lo que entiendes por peligro -dijo, y volvió a sentarse en la cama.
Tomé su rostro entre mis manos y le contesté:
– ¡Cuando alguien trata de asesinarte, estás en peligro! Sé que tu hambre de descubrimientos es más fuerte que nada, pero tienes que tomar conciencia de los riesgos a los que nos exponemos antes de que sea demasiado tarde.
Egorov nos esperaba en el vestíbulo de su casa. Llevaba una larga pelliza blanca y, en la cabeza, el típico gorro ruso de piel. Si mi deseo era conocer a Miguel Strogoff, se había cumplido. Nos dio gorros, guantes y sombreros, así como dos parkas forradas de piel, nada que ver con nuestros abrigos.
– Hace de verdad mucho frío allí donde vamos, equípense, salimos dentro de diez minutos, mis hombres se ocuparán de sus maletas. Síganme y bajemos al aparcamiento.
El ascensor se detuvo en la segunda planta, donde había aparcada toda una colección de vehículos que iba desde el cupé deportivo hasta la limusina presidencial.
– Veo que lo suyo no es sólo el comercio de antiguallas -le dije a Egorov.
– No, en efecto -contestó éste mientras me abría la puerta del coche.
Dos berlinas nos precedían y otras dos cerraban la marcha. Salimos a la calle a toda velocidad y el cortejo tomó por la carretera que bordeaba el lago.
– Si no me equivoco -dije un poco más tarde-, la Siberia occidental está a tres mil kilómetros de aquí, ¿ha previsto una paradita para ir al cuarto de baño, o vamos de un tirón?
Egorov le hizo una seña a su chófer, que frenó bruscamente. El ruso se volvió hacia mí.
– ¿Me va a dar la tabarra mucho rato? Si este viaje no le gusta, no tiene más que bajarse del coche.
Keira me lanzó una mirada letal y me disculpé con Egorov, que me tendió la mano como para hacer las paces. Entre caballeros, ¿cómo rechazar ese gesto? La berlina volvió a ponerse en marcha, y nadie dijo nada durante la media hora siguiente. La carretera se adentró por un bosque nevado. Un poco más tarde, llegamos a Koty, un precioso pueblecito. El convoy aminoró la marcha y tomó por un atajo al cabo del cual descubrimos dos hangares, invisibles desde la carretera. Cuando todos los coches hubieron aparcado, Egorov nos invitó a seguirlo. En el interior de los edificios había dos helicópteros, esos enormes aparatos que el ejército ruso utiliza para transportar tropas y material. Había visto unos parecidos en reportajes sobre la guerra entre Rusia y Afganistán, pero nunca desde tan cerca.
– Sé que ahora tampoco me van a creer -dijo Egorov al avanzar hacia el primer aparato-, pero los gané en el juego.
Keira me miró, divertida, y empezó a subir la escalerilla que llevaba hasta la cabina.
– ¿Qué clase de hombre es usted de verdad? -le pregunté a Egorov.
– Un aliado -me dijo, dándome una palmadita en la espalda-, y no pierdo la esperanza de llegar a convencerlo. ¿Sube o prefiere quedarse en este hangar?
El habitáculo era tan grande que recordaba al de un avión de pasajeros. Unos carritos elevadores subían por la puerta de la bodega y dejaban grandes cajas que los hombres de Egorov ataban para que no se movieran durante el vuelo. El compartimento para pasajeros podía acoger a veinticinco personas. El Mil Mi-26 tenía un motor de once mil doscientos cuarenta caballos, lo que parecía enorgullecer a su propietario tanto como si se hubiera tratado de una remonta de alazanes. Haríamos cuatro escalas para reabastecernos de carburante. Con la carga que llevaba, el helicóptero tenía un radio de acción de seiscientos kilómetros y nos separaban tres mil de Man-Pupu-Nyor, por lo que no llegaríamos a nuestro destino hasta once horas más tarde. Los elevadores se apartaron de la bodega y los hombres de Egorov comprobaron por última vez las correas que sujetaban las cajas de material. Luego la puerta se cerró y arrastraron el aparato hasta el exterior del hangar.
La máquina empezó a silbar y en el habitáculo el ruido se hizo ensordecedor cuando las ocho palas del rotor se pusieron a girar.
– Uno se acaba acostumbrando -gritó Egorov-, disfruten del paisaje, van a descubrir Rusia como pocos la han visto.
El piloto se volvió para hacernos una señal con la mano, y el pesado aparato se elevó en el aire. A cincuenta metros del suelo, el morro se inclinó y Keira pegó la frente a la ventanilla.
Después de una hora de vuelo, Egorov nos enseñó la ciudad de Ilanski, a lo lejos a nuestra izquierda, y luego vendrían Kansk y Krasnoiarsk, a las que no nos acercaríamos para no entrar en la zona de cobertura de radar de los controladores aéreos. Nuestro piloto parecía saber lo que se hacía, sólo sobrevolábamos grandes extensiones blancas que parecían infinitas. De vez en cuando, un río helado dibujaba meandros plateados como trazos a carboncillo sobre una hoja de dibujo.
Primer reabastecimiento a orillas del río Uda. La ciudad de Atagay se encontraba a unos kilómetros del lugar donde se posó nuestro helicóptero. De allí habían salido los dos camiones cisterna que llenaban ahora nuestros depósitos.
– Todo es cuestión de organización -nos dijo Egorov, mirando a sus hombres atarearse alrededor del helicóptero-. No hay lugar para la improvisación cuando fuera hace una temperatura de veinte grados bajo cero. Si no acudieran los camiones cisterna y no pudiéramos despegar, moriríamos en pocas horas.
Aprovechamos la escala para ir a estirar un poco las piernas, pero Egorov tenía razón, el frío era insoportable.
Nos indicaron que regresáramos a bordo cuando los camiones se alejaban ya por una pista que se perdía en el bosque. La turbina volvió a silbar, y nos elevamos de nuevo en el aire, dejando bajo la carlinga las huellas de nuestro paso que el viento no tardaría en borrar.
Había sufrido turbulencias en avión, pero nunca antes en helicóptero. No era la primera vez que volaba en esta clase de aparato; en Atacama varias veces había tenido que subir a bordo de un helicóptero para llegar hasta el valle, pero nunca en esas condiciones. Una tormenta de nieve venía hacia nosotros. Las ráfagas de viento nos sacudieron durante un buen rato, el aparato se balanceaba sin parar, pero no leí preocupación en el rostro de Egorov, por lo que deduje que no corríamos ningún peligro. Luego, un poco más tarde, cuando las sacudidas se hicieron aún más fuertes, me pregunté si, enfrentado a la muerte, Egorov aceptaría mostrar su miedo. Cuando volvió la calma, tras el segundo reabastecimiento, Keira echó una cabezadita, apoyada en mi hombro.
La tomé en mis brazos para que estuviera más cómoda y sorprendí en la mirada de Egorov una suerte de ternura, una benevolencia que me extrañó. Le sonreí, pero volvió la cabeza hacia la ventanilla y fingió no haberme visto.
Tercer aterrizaje. Esta vez, ni hablar de bajar a estirar las piernas, se había vuelto a desatar la tormenta de nieve y no se veía nada. Era demasiado arriesgado alejarse del helicóptero, ni tan siquiera unos pocos metros. Egorov estaba inquieto, se levantó y fue a la cabina. Se inclinó hacia el cristal de la carlinga y se dirigió al piloto en ruso. Intercambiaron unas palabras cuyo significado no comprendí. Volvió unos segundos después y se sentó frente a nosotros.
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