Marc Levy - La primera noche

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Los protagonistas de El primer día, Keira y Adrian, vuelven a verse las caras a la espera del final que se merecen.
La primera noche arranca con un rescate. Las investigaciones de Keira la han llevado hasta una lúgubre prisión china, de la que saldrá casi a hombros de su salvador Adrian. Sin embargo, esta no es una historia de príncipes y princesas al uso y la inquieta arqueóloga perseguirá cueste lo que cueste su objetivo: encontrar la civilización perdida. Londres y Amsterdam, pero también Rusia, Liberia y Grecia. El mundo se les queda pequeño a esta pareja de aventureros que, de nuevo, deberán enfrentarse a los conservadores de una intimidante sociedad secreta.

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– Ya se lo he dicho -repitió Keira-, para llevar un mensaje.

– Gracias, no estoy sordo, pero ¿qué mensaje?

– No tengo ni idea, era un mensaje destinado a los magisterios de las civilizaciones antiguas.

– ¿Y creen que estos mensajeros suyos alcanzaron su objetivo?

Keira se inclinó sobre el mapa, señaló con el dedo el angosto paso del estrecho de Bering y luego lo deslizó a lo largo de la costa de Siberia.

– No tengo ni idea -dijo en voz baja-, por eso necesito seguir su rastro.

Egorov cogió la mano de Keira y la desplazó despacio por el mapa.

– Man-Pupu-Nyor -dijo, y la dejó al este de la cordillera de los Urales, en un punto situado al norte de la república de los Komis-. El emplazamiento de Los Siete Gigantes de los Urales, allí es donde sus mensajeros de los magisterios hicieron su última escala.

– ¿Cómo lo sabe? -preguntó Keira.

– Porque es ahí precisamente, en Siberia occidental, donde se encontró la piedra. No era el río Yeniséi por el que bajaban sus nómadas, sino el Ob, y no era el mar de Kara hacia el que se dirigían, sino el mar Blanco. Para llegar a su destino, la ruta de Noruega era más corta, más accesible.

– ¿Por qué ha dicho «su última escala»?

– Porque tengo buenas razones para creer que su viaje no pasó de allí. Lo que voy a contarle no se lo hemos revelado nunca a nadie. Hace treinta años dirigíamos una campaña de excavaciones en esa región. En Man-Pupu-Nyor, sobre una vasta meseta situada en la cumbre de una montaña azotada por los vientos, se elevan siete pilares de piedra de entre treinta y cuarenta y dos metros de altura cada uno. Parecen inmensos menhires. Seis forman un semicírculo, y el séptimo parece mirar a los otros seis. Los Siete Gigantes de los Urales son un misterio cuyo secreto aún no conocemos. Nadie sabe por qué están ahí, y la erosión no puede ser la única responsable de una arquitectura de esas características. Ese yacimiento es el equivalente ruso de su Stonehenge, salvo que estas rocas tienen una altura sin igual.

– ¿Por qué no desvelaron nada?

– Por extraño que pueda parecerle, lo volvimos a enterrar todo y dejamos el yacimiento tal y como lo habíamos encontrado. Borramos voluntariamente toda huella de nuestro paso. En esa época, al Partido le traían sin cuidado nuestras investigaciones. Los funcionarios incompetentes de Moscú no habrían hecho ni caso de nuestros extraordinarios descubrimientos. En el mejor de los casos, los habrían archivado sin elaborar ningún análisis, y no habrían puesto ningún empeño en preservarlos. Habrían terminado por pudrirse en simples cajas, olvidados en los sótanos de un edificio cualquiera.

– ¿Y qué habían encontrado? -preguntó Keira.

– Numerosos restos humanos que databan del IV milenio, unos cincuenta cuerpos que el hielo había conservado perfectamente. Entre ellos se encontraba la piedra sumeria, enterrada en su tumba. Los hombres cuyo rastro sigue usted se vieron sorprendidos por el invierno y la nieve, murieron todos de hambre.

Keira se volvió hacia mí, extremadamente agitada.

– ¡Pero si es un descubrimiento importantísimo! Nadie ha podido demostrar nunca que los sumerios llegaran tan lejos. Si hubiera publicado su investigación con esas pruebas para respaldarla, la comunidad científica internacional lo habría aclamado.

– Es usted encantadora, pero demasiado joven para saber de lo que habla. Aún suponiendo que el alcance de este descubrimiento hubiera tenido el más mínimo eco entre nuestros superiores, habríamos sido de inmediato deportados a un gulag, y nuestras investigaciones se las habrían atribuido a algún apparatchik del Partido. La palabra «internacional» no existía por aquel entonces en la Unión Soviética.

– ¿Por eso volvieron a enterrarlo todo?

– ¿Qué habría hecho usted en nuestro lugar?

– Volvieron a enterrarlo casi todo… si me permite precisar -intervine yo-. Imagino que esta piedra no es el único objeto que se trajo consigo en su equipaje…

Egorov me lanzó una mirada asesina.

– Había también algunos efectos personales que pertenecieron a estos viajeros. Nos llevamos muy pocos, era vital para todos nosotros ser lo más discretos posible.

– Adrian -me dijo Keira-, si el periplo de los sumerios concluyó en esas condiciones, entonces es probable que el fragmento se encuentre en algún lugar en la meseta de Ma-Pupu-Nyor.

– Man-Pupu-Nyor -corrigió Egorov-, pero también puede decir Manpupuner, así es como lo pronuncian los occidentales. ¿De qué fragmento habla?

Keira me miró y, sin esperar respuesta a una pregunta que no me había hecho, se desató el cordón de cuero, le enseñó el colgante a Egorov y le contó casi todo de la búsqueda que habíamos emprendido.

Fascinado por lo que le relatábamos, Egorov nos invitó a cenar, y al ver que la velada se prolongaba, también puso un dormitorio a nuestra disposición que nos vino de perlas, porque ni se nos había pasado por la cabeza la idea de buscar dónde alojarnos esa noche.

En el transcurso de la cena que nos sirvieron en una habitación que, por el tamaño, más parecía una cancha de bádminton que un comedor, Egorov nos acribilló a preguntas. Cuando me decidí por fin a revelarle lo que ocurría cuando se reunían los fragmentos, nos suplicó que le permitiéramos asistir al fenómeno. Resultaba difícil negarle nada. Keira y yo reunimos nuestros dos fragmentos, y al instante recobraron su color azulado, aunque éste era aún más pálido que la última vez. Egorov abrió unos ojos como platos, su rostro parecía más joven de pronto. Tan tranquilo hasta entonces, de repente se mostraba muy nervioso, como un niño la víspera de Reyes.

– ¿Qué ocurriría, en su opinión, si se reunieran todos los fragmentos?

– No tengo ni idea -contesté antes que Keira.

– ¿Y están los dos seguros de que estas piedras tienen cuatrocientos millones de años?

– No son piedras -corrigió Keira-, pero sí, estamos seguros de su antigüedad.

– Su superficie es porosa y presenta millones de microperforaciones. Cuando los fragmentos están expuestos a una fuente de luz de extrema potencia, proyectan un mapa celeste. La posición de los astros que aparecen corresponde exactamente a la que había en el cielo en esa época -proseguí yo-. Si dispusiéramos de un láser de la potencia adecuada, podría hacerle una demostración.

– Me hubiera encantado ver algo así, pero es una lástima, no tengo un aparato así en mi casa.

– Lo contrario me habría inquietado bastante -reconocí.

Cuando terminamos el postre -un bizcocho muy borracho-, Egorov se levantó de la mesa y empezó a recorrer la habitación de un extremo a otro.

– ¿Y piensan -prosiguió- que alguno de los fragmentos que faltan podría encontrarse en el emplazamiento de Los Siete Gigantes de los Urales? ¡Sí, claro que lo piensan, qué pregunta!

– ¡Me gustaría tanto poder responderle con certeza! -exclamó Keira.

– ¡Ingenua y optimista! Es usted verdaderamente encantadora.

– Y usted es…

Le di un suave rodillazo por debajo de la mesa antes de que llegara a terminar la frase.

– Estamos en invierno -prosiguió Egorov-, la meseta de Man-Pupu-Nyor está azotada por vientos tan fríos y secos que la nieve casi no se acumula en el suelo. La tierra está helada, ¿piensan llevar a cabo las excavaciones con dos palitas y un detector de metales?

– Deje ya ese tono condescendiente, es exasperante. Y para su información, los fragmentos no son metálicos -replicó Keira.

– Lo que yo les ofrezco no es un detector de metales para aficionados, uno de esos para buscar las monedas que se les caen a sus dueños en las playas -dijo Egorov-, sino un proyecto mucho más ambicioso…

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