Se levantó del suelo maldiciendo. Nuestro anfitrión acababa de asomar la cabeza por la ventana de su despacho; él también parecía furioso. Me reuní con Keira, y corrimos como dos fugitivos hacia la boca de metro más próxima, que estaba a unos cien metros de allí. Keira corrió por el subterráneo y subió la escalera que llevaba al otro lado de la avenida. En Moscú, muchos automovilistas utilizan su propio coche como taxi improvisado para poder llegar a fin de mes. Basta levantar la mano para que uno de estos coches se pare, y, si se llega a un acuerdo sobre el precio, hay trato. A cambio de veinte dólares, el dueño de un Zil aceptó llevarnos.
Comprobé su nivel de inglés diciéndole con una gran sonrisa que su coche olía a tigre, que él era idéntico a mi tatarabuela y, por último, que con unos dedos como los suyos hurgarse la nariz no debía de ser tarea fácil. Como me contestó tres veces «Da», concluí que podía hablar con Keira con total tranquilidad.
– ¿Y ahora qué hacemos? -le pregunté.
– Pasamos por el hotel a recuperar nuestro equipaje e intentamos coger un tren antes de que nos detenga la policía. Después de mi experiencia en la cárcel china, prefiero matar a alguien antes que volver al trullo.
– ¿Y adónde vamos?
– Al lago Baikal, Thornsten lo mencionó.
El coche aparcó delante del Metropole-Intercontinental. Nos precipitamos a la recepción, donde una empleada encantadora nos devolvió nuestros pasaportes. Le pedí que fuera preparándonos la cuenta, me disculpé por tener que acortar así nuestra estancia y aproveché para preguntarle si podía reservarnos dos plazas en un coche-cama del Transiberiano. Se inclinó hacia mí para decirme en voz baja que dos policías acababan de pedirle que les imprimiera la lista de los clientes ingleses alojados en el hotel. Estaban sentados en un sofá del vestíbulo, consultándola. Añadió que su novio era británico, que se la llevaba a vivir con él a Londres, donde pensaban casarse en primavera. Le di la enhorabuena por tan excelente noticia, y ella me murmuró «God Save the Queen», guiñándome el ojo en un gesto de complicidad.
Arrastré a Keira hacia los ascensores, tuve que prometerle dos veces por el camino que no había coqueteado con la recepcionista y le expliqué por qué teníamos muy poco tiempo para largarnos de allí.
Una vez hecho el equipaje, estábamos a punto de salir de la habitación cuando sonó el teléfono. La recepcionista me confirmó que teníamos dos plazas en el vagón número 7 del Transiberiano que salía de la estación central a las 23.24 horas. Me dio el localizador de nuestra reserva, ya no teníamos más que recoger los billetes en la estación, los había añadido a nuestra cuenta y ya me lo había cobrado todo a mi tarjeta de crédito. Si cruzábamos el bar, podríamos salir del hotel sin tener que pasar por el vestíbulo…
Con el informativo de la noche en pantalla, Ivory apagó el televisor y se acercó a la ventana. Había dejado de llover. Una pareja salía del Dorchester, la mujer subió a un taxi y el hombre esperó a que se hubiera alejado el coche antes de volver al hotel. Una anciana, que paseaba a su perro por Park Lañe, saludó al aparcacoches al pasar.
Ivory abandonó su puesto de observación, abrió el mini-bar, cogió una chocolatina, le quitó el papel y la dejó sobre la mesa baja. Fue al cuarto de baño, rebuscó en su neceser, encontró un tubo de somníferos, sacó un comprimido y se miró al espejo.
– Viejo estúpido, ¿es que acaso ignorabas lo que estaba en juego? ¿O es que ni siquiera sabías a qué juego jugabas?
Se tomó el comprimido, se sirvió un vaso del agua del grifo del lavabo y volvió al salón para instalarse ante el tablero de ajedrez.
Les dio un nombre a cada uno de los peones contrarios: Amsterdam, Atenas, Estambul, El Cairo, Moscú, Pekín, Río, Tel Aviv, Berlín, Boston, París y Roma; al rey le puso el nombre de Londres, y a la reina, el de Madrid. Entonces, de un manotazo, lanzó despedidas todas las piezas del contrario, salvo aquella a la que había bautizado con el nombre de Amsterdam. Ésta la envolvió en su pañuelo y la guardó con cuidado en el fondo de su bolsillo. El rey negro retrocedió una casilla, el caballo y el peón no se movieron, pero Ivory hizo avanzar los dos alfiles hasta la tercera línea. Contempló el tablero, se quitó los zapatos, se tendió sobre el sofá y apagó la luz.
Madrid
La reunión acababa de terminar, los invitados se reunían ya en torno al bufé. La mano de Isabel rozó de manera subrepticia la de sir Ashton, que se había mostrado particularmente brillante aquella noche. Si bien en el último consejo la mayor parte de las voces se había pronunciado a favor de proseguir las investigaciones, esta vez el lord inglés había logrado atraer a su bando a una mayoría de los participantes, y el aliado más valioso del momento aceptaba cooperar sin reservas: Moscú haría cuanto obrara en su poder para localizar y detener a los dos científicos. Serían repatriados a Londres en el primer avión, y no se les volvería a otorgar ningún visado para Rusia en el futuro. Ashton habría preferido medidas más radicales, pero sus colegas todavía no estaban preparados para votar ese tipo de moción. Para aplacar las conciencias, Isabel había emitido una idea que había sido del gusto de todos. Si hasta entonces no habían podido disuadir a los dos investigadores mediante la fuerza, ¿por qué no apartarlos de su búsqueda haciéndole a cada uno proposiciones que los alejaran de facto el uno del otro? La coacción no siempre era el mejor método. La presidente de la sesión acompañó a sus invitados hasta el pie de la torre. Una hilera de limusinas abandonó la plaza de Europa y se dirigió al aeropuerto de Barajas; Moscú le ofreció a sir Ashton disfrutar de su avión privado, pero el lord tenía aún algunos asuntos pendientes en España.
A mi juicio había demasiados policías en la estación Iaroslav para considerar la situación como normal. Ya fuéramos hacia los andenes, hacia las hileras de pequeños puestos de venta ambulante o hacia la consigna, estaban ahí, en grupos de cuatro, escudriñando la multitud. Keira percibió mi inquietud y me tranquilizó.
– ¡Ni que hubiéramos desvalijado un banco! -me dijo-. Que un policía lleve su investigación hasta nuestro hotel es una cosa, ¡pero de ahí a imaginar que han cerrado estaciones y aeropuertos como si fuéramos criminales peligrosos, vamos, hombre, no exageres! Y además, ¿cómo sabrían que estamos aquí?
Me arrepentí de haber reservado los billetes por mediación del Intercontinental. Si el inspector que nos seguía se había hecho con una copia de nuestra factura, y tenía buenos motivos para pensar que así era, no le daba ni diez minutos para hacer cantar a la recepcionista. Por ello, no compartía el optimismo de Keira y temía que todo ese despliegue policial fuera por nuestra causa. La hilera de máquinas para sacar títulos de transporte estaba tan sólo a unos metros. Lancé una rápida ojeada a las taquillas; si mis sospechas eran ciertas, los empleados debían de estar alerta, y en cuanto se presentara un extranjero para sacar un billete, avisarían a la policía.
Un limpiabotas deambulaba delante de nosotros, con su material en bandolera, en busca de un cliente al que lustrarle los zapatos. Ya había pasado dos veces por delante de mí, mirando de reojo mis botas, así que le hice un gesto y le propuse un trato de otra índole.
– ¿Qué estás haciendo? -quiso saber Keira.
– Voy a comprobar una cosa.
El limpiabotas se guardó los dólares que le había dado por adelantado. En cuanto sacara nuestros billetes de la máquina y nos los entregara, le daría el resto que habíamos convenido.
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