– No es la mejor época del año para visitarnos -dijo el hombre a la vez que nos invitaba a sentarnos-. Prevén una buena tormenta de nieve para esta noche o mañana por la mañana como muy tarde.
El hombre abrió un termo y nos sirvió un vasito de té ahumado.
– Puede que haya dado con este tal Egorov al que buscan -nos dijo-, ¿Puedo saber por qué quieren entrevistarse con él?
– Investigo las migraciones humanas en Siberia en el IV milenio y me han dicho que él conoce muy bien el tema.
– Es posible -dijo el hombre-, aunque tengo mis reservas.
– ¿Por qué? -quiso saber Keira.
– La Sociedad de Arqueología era un nombre ficticio atribuido a una rama muy particular de los servicios secretos. En época de la Unión Soviética, los científicos no eran menos vigilados que los demás ciudadanos, al contrario. Al amparo de tan bonito nombre, esta célula tenía la misión de controlar las investigaciones llevadas a cabo en el ámbito de la arqueología, y en especial de hacer inventario y confiscar todo aquello que pudiera encontrarse bajo tierra. Muchos tesoros arqueológicos desaparecieron… La corrupción y la codicia -añadió el hombre ante nuestro aire extrañado-. La vida era difícil en este país entonces, y lo sigue siendo ahora, pero comprendan que, entonces, una moneda de oro encontrada en una excavación podía asegurarle meses de supervivencia a su propietario, y lo mismo ocurría con los fósiles, que cruzaban las fronteras con más facilidad que las personas. Desde el reinado de Pedro el Grande, que fue el que verdaderamente impulsó las excavaciones arqueológicas en Rusia, nuestro patrimonio ha sufrido un saqueo continuo. Por desgracia, la loable organización que Kruchev instauró para protegerlo se saldó con uno de los mayores tráficos de antigüedades de la historia. En cuanto se desenterraban, los tesoros que ocultaba nuestra tierra se repartían entre los apparatchiks y salían del país para engrosar las colecciones de los ricos museos occidentales, cuando no se vendían a particulares. Todo el mundo sacaba partido, desde el arqueólogo más ramplón hasta el jefe de la misión, pasando por los agentes de la Sociedad de Arqueología que supuestamente debían vigilarlos. Este tal Vladenko Egorov al que buscan probablemente fuera uno de los peces más gordos de estas siniestras redes en las que todo valía, incluso matar, por supuesto. Si hablamos del mismo hombre, ése con el que piensan entrevistarse es un antiguo criminal que sólo debe su libertad a las personalidades influyentes que siguen aún en el poder, excelentes clientes que sentirían mucho que se jubilara ya. Si quieren enemistarse con todos los arqueólogos honrados de mi generación, no tienen más que mencionarles el nombre de Egorov. Por ello, antes de darles su dirección, querría saber qué objeto esperaban sacar de Rusia. Estoy seguro de que la policía estará muy interesada, a no ser que prefieran decírselo ustedes mismos -nos sugirió el hombre al tiempo que descolgaba el teléfono.
– ¡Se equivoca, no puede tratarse del Egorov al que nosotros buscamos, tiene que ser alguien con el mismo apellido! -exclamó Keira, tapando con la mano el teclado del teléfono.
Ni siquiera yo acertaba a creer una palabra de lo que nos decía ese hombre. Éste sonrió y volvió a marcar el mismo número.
– ¡Pare, maldita sea! ¿Cree de verdad que si me dedicara al tráfico de antigüedades iría a pedir la dirección de mi contacto a la Academia de las Ciencias? ¿Tan tonta parezco?
– Tengo que reconocer que no sería una maniobra muy sutil -dijo el hombre, colgando el teléfono-, ¿Quién le recomendó que se entrevistaran con él y con qué fin?
– Un viejo arqueólogo, y por los motivos que le he explicado con total sinceridad.
– Entonces se ha reído de usted. Pero quizá pueda informarla yo o ponerla en contacto con alguno de nuestros especialistas en el tema. Varios de nuestros colaboradores se interesan por las migraciones humanas que poblaron Siberia. Hasta estamos preparando un congreso sobre el tema, que se celebrará el verano que viene.
– Necesito ver a ese hombre, no volver a la universidad -contestó Keira-. Busco pruebas, y su pseudotraficante quizá las tuvo en su poder.
– ¿Puedo ver un momento sus pasaportes? Si tengo que ayudarlos a ponerse en contacto con esa clase de individuo, al menos querría comunicarles sus nombres a los agentes de aduanas, no se lo tomen a mal, es una manera de protegerme.
Sea lo que sea lo que han venido a hacer a nuestro país, no quiero verme involucrado, y aún menos que me acusen de complicidad. Así que les ofrezco un toma y daca: ustedes me dan una fotocopia de sus documentos, y yo les doy la dirección que buscan.
– Pues me temo que entonces tendremos que volver -le dijo Keira-, le hemos entregado nuestros pasaportes al recepcionista del hotel a nuestra llegada, y todavía no nos los ha devuelto.
– Es la verdad -dije, interviniendo por primera vez en la conversación-, llame al hotel si no nos cree, tal vez puedan mandarle por fax las primeras páginas.
Llamaron a la puerta y un joven intercambió unas palabras con nuestro interlocutor.
– Discúlpenme -dijo-, en seguida vuelvo. Mientras tanto, utilicen el teléfono que está sobre mi mesa y pidan que me envíen por fax a este número las primeras páginas de sus pasaportes.
Garabateó una serie de números en una hoja de papel y me la tendió antes de salir. Keira y yo nos quedamos solos.
– ¡Qué mal nacido este Thornsten!
– Bueno, no tenía por qué contarnos el pasado de su amigo -dije en su defensa-, y además nada nos asegura que él participara en sus tejemanejes.
– ¿Y los cien dólares, te crees que eran para comprar caramelos? ¿Sabes lo que eran cien dólares en los años setenta? Anda, haz esa llamada para que podamos irnos cuanto antes, este despacho me da mala espina.
Como no me movía, Keira descolgó ella misma el teléfono, pero yo se lo quité de las manos y lo devolví a su sitio.
– Esto no me gusta nada, pero nada de nada -le dije.
Me levanté y fui hacia la ventana.
– ¿Se puede saber qué estás haciendo?
– Estaba pensando en esa cornisa en el monte Hua Shan, a dos mil quinientos metros de altura, ¿te acuerdas? ¿Te sientes capaz de repetir la hazaña, pero a sólo dos plantas de distancia del suelo?
– ¿De qué estás hablando?
– Yo diría que nuestro anfitrión ha ido a recibir a la policía al pie de la escalinata de la Academia, y supongo que vendrán a detenernos dentro de unos minutos. Tienen el coche aparcado en la calle, justo debajo de esta ventana, un Ford con sirena y todo. ¡Cierra la puerta con pestillo y sígueme!
Arrimé una silla a la pared, abrí la ventana y calculé la distancia que nos separaba de la escalera de incendios situada en una esquina del edificio. Por la nieve, la superficie de la cornisa estaría resbaladiza, pero tendríamos más puntos de apoyo a los que agarrarnos entre las piedras de la fachada que en las paredes tan lisas del monte Hua Shan. Ayudé a Keira a trepar hasta el alféizar y la seguí. Cuando ya nos aventurábamos por la cornisa, oí llamar a la puerta del despacho; no tardarían mucho tiempo en descubrir nuestra evasión.
Keira se desplazaba por la pared con una agilidad pasmosa; el viento y la nieve frenaban su avance, pero ella resistía, y yo también. Unos minutos después, nos ayudamos mutuamente a saltar la barandilla de la escalera de incendios. Todavía teníamos que bajar unos cincuenta escalones de hierro, cubiertos por una buena capa de hielo. Keira se cayó cuan larga era en el rellano de la primera planta y se levantó apoyándose en la barandilla, maldiciendo el invierno ruso. El empleado del servicio de limpieza, que sacaba brillo al parqué del gran pasillo de la Academia, se quedó de piedra al vernos al otro lado de la ventana. Le hice un gesto tranquilizador y alcancé a Keira. La última parte de la salida de incendios consistía en una escalera de mano que bajaba mediante unas bisagras hasta la acera. Keira tiró de la cadena que la liberaba pero el mecanismo estaba atascado y nos quedamos atrapados a tres metros del suelo, demasiada altura como para intentar saltar sin riesgo de partirnos las piernas. Me acordé de un compañero que, al saltar desde un primer piso para salir sin permiso del colegio, se había visto en el suelo con las dos tibias fracturadas; ese recuerdo, aunque fugaz, me hizo renunciar a jugar a James Bond o al especialista que lo doblaba en las escenas peligrosas. Intenté romper el hielo que atascaba el mecanismo de la escalera a base de puñetazos mientras Keira saltaba encima con todo su peso gritando «¡Cede ya, cabrón!»… ¡Palabras textuales! Algo de efecto debieron de tener, porque el hielo cedió de golpe, y vi a Keira, agarrada a la escalera, precipitarse hacia la acera a velocidad de vértigo.
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