Marc Levy - La primera noche

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Los protagonistas de El primer día, Keira y Adrian, vuelven a verse las caras a la espera del final que se merecen.
La primera noche arranca con un rescate. Las investigaciones de Keira la han llevado hasta una lúgubre prisión china, de la que saldrá casi a hombros de su salvador Adrian. Sin embargo, esta no es una historia de príncipes y princesas al uso y la inquieta arqueóloga perseguirá cueste lo que cueste su objetivo: encontrar la civilización perdida. Londres y Amsterdam, pero también Rusia, Liberia y Grecia. El mundo se les queda pequeño a esta pareja de aventureros que, de nuevo, deberán enfrentarse a los conservadores de una intimidante sociedad secreta.

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– Ya lo sé, Ashton, ya me lo ha dicho.

– Isabel, no soy un viejo loco sanguinario, pero cuando lo exige la razón de Estado, no vacilo. Ninguno de nosotros, incluida usted, vacila. La decisión que hemos tomado tal vez salve muchas vidas, empezando por la de estos dos exploradores, si es que Ivory se decide por fin a renunciar. No me mire así, Isabel, nunca he actuado más que por el interés de la mayoría. Mi carrera tal vez no me abra las puertas del cielo, pero…

– Por favor, Ashton, no sea sarcàstico, hoy no. Yo apreciaba mucho a Vackeers, de verdad.

– Yo también lo apreciaba, aunque hayamos tenido algún encontronazo que otro en el pasado. Lo respetaba, y quiero pensar que este sacrificio, tan difícil para mí como para usted, dará el fruto que esperamos.

– Ivory parecía hundido ayer por la mañana, nunca lo había visto así, ha envejecido diez años en una sola noche.

– Si pudiera envejecer diez más y dejar esta vida, nos vendría muy bien a todos.

– Entonces, ¿por qué no haberlo sacrificado a él en lugar de a Vackeers?

– ¡Tengo mis razones!

– ¿No me diga que ha conseguido protegerse de usted? Yo que lo creía intocable…

– Si Ivory muriera, ello reforzaría la motivación de la arqueóloga. Es impetuosa y demasiado lista como para creer que fuera un accidente. No, estoy seguro de que ha elegido usted bien, hemos retirado de la partida el peón adecuado, pero se lo advierto, si luego el curso de los acontecimientos no le diera la razón, si prosiguieran las investigaciones, no necesito precisarle quién estaría a continuación en nuestra línea de mira.

– Estoy segura de que Ivory habrá comprendido el mensaje -suspiró Isabel.

– En caso contrario, usted, Isabel, sería la primera en saberlo, es la única en quien confía todavía.

– Nuestro numerito en Madrid estuvo bien.

– Le he permitido acceder a la presidencia del consejo, me lo debía, creo yo.

– No actúo por gratitud hacia usted, Ashton, sino porque comparto su punto de vista. Es demasiado pronto para que el mundo conozca la verdad, demasiado pronto. No estamos preparados.

Isabel cogió su bolso y se dirigió a la puerta.

– ¿Debemos recuperar el fragmento que nos pertenece? -preguntó antes de salir.

– No, está muy seguro allí donde se encuentra, quizá más aún incluso ahora que Vackeers ha muerto. Además, nadie sabe cómo acceder al lugar, que es lo que todos queríamos. Se ha llevado su secreto a la tumba, mejor que mejor.

Isabel asintió con la cabeza y se marchó. Mientras el mayordomo la acompañaba hasta la puerta del palacete de sir Ashton, su secretario entró en el despacho con un sobre en la mano. Ashton lo abrió y levantó la cabeza.

– ¿Cuándo han obtenido estos visados?

– Anteayer, señor, así que a estas horas ya deben de estar en el avión. Bueno, no -rectificó el secretario al consultar su reloj-, ya habrán aterrizado en Sheremetyevo.

– ¿Y cómo es que no nos han avisado antes?

– No lo sé, si lo desea puedo abrir una investigación. ¿Quiere que llame a su invitada si aún no ha salido de la casa?

– No, no es necesario. En cambio sí quiero que alerte a nuestros hombres allí. Los dos pajaritos no deben, en ningún caso, pasar de Moscú. Ya estoy más que harto. Que eliminen a la chica. Sin ella, el astrofísico es inofensivo.

– Después de la experiencia tan desagradable que tuvimos en China, ¿está seguro de querer actuar así?

– Si pudiera librarme de Ivory no lo dudaría ni un segundo, pero es imposible, y no estoy seguro de que eso zanjara definitivamente nuestro problema. Haga lo que le he pedido y diga a nuestros hombres que no escatimen medios. Esta vez prefiero la eficacia antes que la discreción.

– En ese caso, ¿debemos avisar a nuestros amigos rusos?

– De eso me ocupo yo.

El secretario se retiró.

Isabel dio las gracias al mayordomo por abrirle la puerta del taxi. Se volvió para admirar la majestuosa fachada de la residencia londinense de sir Ashton y le pidió al taxista que la llevara al aeropuerto de la City.

Sentado en un banco del pequeño parque situado justo en frente de la casa victoriana, Ivory siguió al taxi con la mirada mientras se alejaba. Había empezado a lloviznar, se apoyó en su paraguas para ponerse de pie y se marchó a su vez.

Moscú

La habitación del hotel Intercontinental olía a tabaco. Nada más llegar, y pese a una temperatura de apenas cero grados, Keira abrió la ventana de par en par.

– Lo siento, es la única habitación libre de todo el hotel.

– Apesta a puro, es horroroso.

– Y de mala calidad, además -añadí yo-, ¿Quieres que cambiemos de hotel? Si no, también puedo pedir más mantas o unos anoraks, ¿quieres?

– No perdamos tiempo, vamos en seguida a la Sociedad de Arqueología; cuanto antes demos con ese tal Egorov, antes nos marcharemos de aquí. Ay, Dios, cuánto echo de menos los aromas del valle del Omo…

– Te prometí que volveríamos algún día, cuando todo esto haya terminado.

– A veces me pregunto si todo esto, como tú dices, terminará algún día -masculló Keira, y cerró la puerta de la habitación.

– ¿Tienes la dirección de la Sociedad de Arqueología? -le pregunté en el ascensor.

– No sé por qué Thornsten sigue llamándola así. Al final de la década de 1950 la rebautizaron como Academia de las Ciencias.

– ¿Academia de las Ciencias? Qué nombre más bonito, a lo mejor encuentro trabajo allí, nunca se sabe.

– ¿En Moscú? ¡Sí, hombre, lo que faltaba!

– Pues ¿sabes?, en Atacama habría podido trabajar perfectamente en el seno de una delegación rusa. A las estrellas eso les trae al pairo por completo.

– Claro, sería muy práctico para tus artículos. Ya me dirás cómo te las ibas a apañar con un teclado en alfabeto cirílico.

– Tener razón para ti, ¿qué es, una necesidad o una obsesión?

– ¡Ambas cosas no son incompatibles! Bueno, qué, ¿nos vamos ya?

El viento era helador, así que nos refugiamos rápidamente en un taxi. Keira le explicó cómo pudo al conductor dónde íbamos, pero como éste no entendía una palabra, desplegó un plano de la ciudad y le señaló el lugar. Quienes dicen que los taxistas de París no son amables es porque nunca han cogido un taxi en Moscú. Las calles de la ciudad ya estaban cubiertas por una buena capa de hielo, pero eso no parecía molestar a nuestro conductor. Su viejo Lada daba bandazos, pero cada vez lo enderezaba sin problemas de un volantazo.

Keira se presentó en la puerta de la Academia, dijo quién era y que era arqueóloga. El portero la dirigió hacia la administración. Una joven asistente investigadora, que hablaba un inglés más que correcto, nos recibió con mucha amabilidad. Keira le explicó que queríamos contactar con un tal Egorov, que era profesor y que había dirigido la Sociedad de Arqueología en la década de 1950.

La joven parecía extrañada, nunca había oído hablar de esa sociedad, y los archivos de la Academia de las Ciencias sólo se remontaban al año de su creación, 1958. Nos pidió que la esperáramos un momento y volvió media hora después con uno de sus superiores, un hombre de unos sesenta años por lo menos. Se presentó y nos pidió que lo acompañáramos a su despacho. La joven, que respondía al nombre de Svetlana y que era preciosa, dicho sea de paso, se despidió de nosotros antes de retirarse. Keira me dio una patada mientras me preguntaba si necesitaba su ayuda para averiguar el teléfono de la chica.

– No sé de qué me hablas -suspiré, frotándome la pantorrilla.

– ¡Encima no me tomes por tonta!

El despacho en el que entramos habría hecho palidecer de envidia a Walter. Un gran ventanal dejaba entrar una luz muy bonita, y se veían caer gruesos copos de nieve al otro lado del cristal.

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