Marc Levy - La primera noche

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Los protagonistas de El primer día, Keira y Adrian, vuelven a verse las caras a la espera del final que se merecen.
La primera noche arranca con un rescate. Las investigaciones de Keira la han llevado hasta una lúgubre prisión china, de la que saldrá casi a hombros de su salvador Adrian. Sin embargo, esta no es una historia de príncipes y princesas al uso y la inquieta arqueóloga perseguirá cueste lo que cueste su objetivo: encontrar la civilización perdida. Londres y Amsterdam, pero también Rusia, Liberia y Grecia. El mundo se les queda pequeño a esta pareja de aventureros que, de nuevo, deberán enfrentarse a los conservadores de una intimidante sociedad secreta.

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– ¿Dónde entonces? -quiso saber Keira.

– A unos ciento cincuenta kilómetros al nordeste del lago Titicaca.

– ¿En qué circunstancias? -pregunté yo.

– En el marco de una misión llevada a cabo por un equipo de geólogos holandeses; iban hacia las fuentes del río Amazonas. Repararon en el objeto debido a su forma singular, se encontraba en una cueva en la que los científicos se habían refugiado del mal tiempo. No les habría llamado la atención de no haber sido porque el jefe de esa misión fue testigo del mismo fenómeno que ustedes. Durante esa noche de tormenta, los relámpagos provocaron la famosa proyección de puntos luminosos sobre una de las paredes de su tienda. El hecho lo marcó tanto más cuanto que, al día siguiente, se dio cuenta de que la lona de la tienda se había vuelto permeable a la luz. Había en ella miles de agujeritos. Las tormentas eran frecuentes en esa región, de modo que el explorador holandés reprodujo la experiencia varias veces, y dedujo que no podía tratarse de una simple piedra. Se trajo consigo el fragmento a Holanda para que lo estudiaran.

– ¿Podríamos hablar con ese geólogo?

– Murió unos meses más tarde, sufrió una caída tonta en una expedición posterior.

– ¿Dónde está el fragmento que descubrió?

– En alguna parte, en un lugar seguro, pero ¿dónde? No estoy seguro.

– Lo del volcán no se ha verificado, pero, en cambio, sí es cierto que fue hallado al oeste.

– Sí, es lo menos que se puede decir.

– Y a varias decenas de kilómetros de un afluente del Amazonas.

– Eso también es así -corroboró Ivory.

– Se verifican así dos hipótesis de tres, no está mal -dijo Keira.

– Me temo que eso no la ayude mucho a encontrar los otros fragmentos. Dos de ellos fueron hallados accidentalmente. Y en lo que respecta al tercero, tuvieron ustedes mucha suerte.

– Estuve colgando en el vacío a dos mil quinientos metros de altura, sobrevolamos Birmania a ras del suelo a bordo de un avión que no tenía más que las alas para merecer ese nombre, estuve a punto de morir ahogada, y Adrian, de una neumonía, ah, y añada a esta lista tres meses en una cárcel china… ¡De verdad no me parece que a eso se le llame tener suerte!

– No era mi intención minimizar sus respectivos talentos. Deme unos días para pensar en su teoría, voy a volver a enfrascarme en mis lecturas, si encuentro en ellas la más mínima información que pudiera contribuir a su investigación, los llamaré.

Keira apuntó mi número de teléfono en una hoja de papel y se la tendió a Ivory.

– ¿Dónde piensan ir ahora? -preguntó éste mientras nos acompañaba hasta la puerta.

– A Londres. Nosotros también queremos leer e investigar un poco por nuestra cuenta.

– Entonces, les deseo una feliz estancia en Inglaterra. Una última cosa antes de que se marchen: tenía razón hace un momento, la suerte no los ha acompañado en absoluto, por lo que les recomiendo la máxima prudencia, y, para empezar, no le enseñen a nadie este fenómeno del que acabo de ser testigo.

Nos despedimos del viejo profesor, pasamos por mi hotel a recoger mi equipaje, sin que Keira hiciera ningún comentario sobre el día anterior, y la acompañé al museo para que fuera a despedirse de Jeanne antes de marcharnos.

Londres

No les presté mucha atención en el andén de la estación del Norte cuando me empujaron sin disculparse, pero fue al ir al vagón-restaurante cuando volví a reparar en esa pareja cuando menos extraña. A primera vista, no era más que un joven inglés con su novia, igual de mal vestidos el uno que el otro. Cuando me acerqué a la barra, el chico me miró raro, y luego su amiga y él se fueron, recorriendo todos los vagones hacia la locomotora. El tren paraba en Ashford quince minutos después, y deduje que iban a buscar sus cosas antes de apearse. El empleado que despachaba la comida rápida -dada la interminable cola que había para llegar hasta él, me preguntaba qué tenía de rápida esa comida- miró alejarse a los dos jóvenes de cabeza rapada suspirando.

– El corte de pelo no hace al monje -le dije, y le pedí un café-, A lo mejor cuando uno los conoce son simpáticos, ¿no?

– A lo mejor -contestó el empleado con tono dubitativo-, pero el chico se ha pasado todo el viaje limpiándose las uñas con un cúter, y la chica, mirándolo. ¡No dan muchas ganas de pegar la hebra con ellos!

Pagué mi consumición y volví a mi asiento. Justo cuando entraba en el vagón, donde Keira se había quedado dormida, volví a cruzarme con los dos tipejos de antes, que estaban al lado del compartimento de equipajes, donde habíamos dejado el nuestro. Cuando me acerqué a ellos, el chico le hizo una señal a la chica, y ésta se volvió y me cortó el paso.

– Está ocupado -me espetó con aire arrogante.

– Ya -le dije-, ¿cómo que ocupado?

El chico se interpuso y se sacó el cúter del bolsillo a la vez que me decía que no le había gustado el tono con el que me había dirigido a su novia.

De joven frecuentaba el barrio de Ladbroke Grove, donde vivía mi mejor amigo del colegio; conocí las calles reservadas a ciertas bandas, los cruces por los que nos estaba prohibido pasar, los bares en los que no convenía ir a jugar al futbolín. Sabía que esos dos buscaban pelea. Si me movía, la chica me saltaría a la espalda para sujetarme los brazos mientras su amigo me molería a palos. Una vez en el suelo, me rematarían a patadas en las costillas. La Inglaterra de mi infancia no eran sólo jardincitos y parques, y, en ese aspecto, los tiempos no habían cambiado demasiado. Siempre resulta bastante complicado actuar por instinto cuando se tienen principios… Le di una buena torta a la chica, que cayó sobre las maletas, sujetándose la mejilla con la mano. Pasmado, el chico se plantó de un salto delante de mí, pasándose el cúter de una mano a otra. Era hora de olvidar al adolescente que hay en mí y dejar paso al adulto en que se supone que me he convertido.

– Diez segundos -le dije-, dentro de diez segundos te confisco el cúter, y que sepas que si lo cojo, bajas en bolas de este tren; ¿te tienta, o te lo guardas en el bolsillo y dejamos aquí la cosa?

La chica se levantó, furiosa, y volvió a desafiarme; su amigo estaba cada vez más nervioso.

– Raja a este hijo de puta -gritó-. ¡Rájalo, Tom!

– Tom, deberías tener más autoridad sobre tu novia, guarda eso antes de que uno de los dos se haga daño.

– ¿Se puede saber qué pasa aquí? -preguntó Keira, que justo llegaba en ese momento.

– Una pequeña discusión -contesté mientras la obligaba a retroceder.

– ¿Quieres que pida ayuda?

Los dos jóvenes no esperaban que pudieran venir refuerzos; el tren aminoraba la marcha, por la portezuela se veía ya el andén de la estación de Ashford. Tom arrastró a su novia pero no dejó de amenazarnos con el cúter. Keira y yo nos quedamos inmóviles sin apartar la mirada del arma que iba y venía de un lado a otro delante de nosotros.

– ¡Largaos! -dijo el chico.

En cuanto el tren se paró, saltaron al andén y se marcharon corriendo.

Keira se había quedado sin habla; los pasajeros que querían bajar nos obligaron a hacernos a un lado. Volvimos a nuestros asientos y el tren se puso en movimiento de nuevo. Keira quería que avisara a la policía, pero era demasiado tarde, los dos gamberros ya estarían lejos, y había dejado mi móvil en la maleta, en el vagón de equipajes. Me levanté para asegurarme de que seguía todavía allí. Keira me ayudó a inspeccionar las maletas de ambos; la suya estaba intacta, la mía la habían abierto; no parecía faltar nada, sólo lo habían revuelto todo. Cogí mi móvil y mi pasaporte y me los guardé en la chaqueta. Cuando llegamos a Londres ya ni nos acordábamos del incidente.

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