Marc Levy - La primera noche

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Los protagonistas de El primer día, Keira y Adrian, vuelven a verse las caras a la espera del final que se merecen.
La primera noche arranca con un rescate. Las investigaciones de Keira la han llevado hasta una lúgubre prisión china, de la que saldrá casi a hombros de su salvador Adrian. Sin embargo, esta no es una historia de príncipes y princesas al uso y la inquieta arqueóloga perseguirá cueste lo que cueste su objetivo: encontrar la civilización perdida. Londres y Amsterdam, pero también Rusia, Liberia y Grecia. El mundo se les queda pequeño a esta pareja de aventureros que, de nuevo, deberán enfrentarse a los conservadores de una intimidante sociedad secreta.

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He disociado la tabla de las memorias, he confiado a los magisterios de las colonias las partes que conjuga…

– Sin ánimo de interrumpirte, lo más probable es que «tabla de las memorias» haga referencia a un saber, un conocimiento. Prestándome a tu juego, te diré que quizá disociaran este objeto para que cada uno de sus fragmentos llevara consigo una información hasta los confines del mundo.

– Es posible, pero no es eso lo que sugiere el final del documento. Para saberlo, habría que averiguar dónde se dispersaron estos fragmentos. Dos obran en nuestro poder, un tercero sabemos que se encontró, pero aún quedan otros dos. Ahora escucha, Max, el tiempo que pasé en la cárcel no dejé de pensar en este texto en gueze, más exactamente en una palabra que aparece en la segunda parte de la frase: «confiado a los magisterios de las colonias». Según tú, ¿quiénes son esos magisterios?

– Eruditos. Probablemente jefes de tribu. Para que lo entiendas, el magisterio es un maestro.

– ¿Tú has sido mi magisterio? -preguntó Keira en tono irónico.

– Algo así, sí.

– Pues entonces ésta es mi teoría, querido magisterio -prosiguió Keira-. Un primer fragmento apareció en un volcán en mitad de un lago en la frontera entre Etiopía y Kenia. Encontramos otro, también en un volcán, esta vez en la isla de Marcondam, en el archipiélago de Andamán. Recapitulando, uno al sur y otro al este. Cada uno de ellos se encontraba a varios cientos de kilómetros de la fuente o del estuario de grandes ríos. El Nilo y el Nilo Azul para el primero, el Irrawaddy y el Yang- tsê para el segundo.

– ¿Y qué pasa con eso? -interrumpió Max.

– Aceptemos que por una razón que todavía no alcanzo a explicar, este objeto de verdad fuera voluntariamente disociado en cuatro o cinco fragmentos, y cada uno de éstos depositado en un punto del planeta. Uno aparece en el este, otro en el sur, el tercero, que en realidad fue el primero que se descubrió, hace veinte o treinta años…

– ¿Dónde está?

– No tengo ni idea. Para de interrumpirme todo el rato, Max, resulta irritante. Apuesto a que los dos fragmentos que quedan se encuentran uno en el norte, y otro en el oeste.

– No es que busque irritarte a propósito, parece que ya te pongo bastante nerviosa diga lo que diga, pero permíteme que le haga notar que el norte y el oeste son conceptos bastante amplios…

– Bueno, mira, para que te burles de mí prefiero irme a mi casa.

Keira se levantó de un salto y, por segunda vez, se dirigió a la puerta del despacho de Max.

– ¡Quieta, Keira! Deja de comportarte así, tú también resultas irritante, caramba. ¿Esto qué se supone que es, un monólogo o una conversación? Anda, venga, sigue con tu razonamiento, que ya no te interrumpo más.

Keira volvió a sentarse al lado de Max. Cogió una hoja de papel y dibujó un planisferio, trazando a grandes rasgos las masas continentales.

– Conocemos las grandes rutas de las primeras migraciones que poblaron el planeta. Partiendo de África, una primera colonia trazó una vía hacia Europa, una segunda fue hacia Asia -prosiguió Keira, dibujando una gran flecha en la hoja- y se escindió en perpendicular por encima del mar de Andamán. Algunos siguieron hacia la India, atravesaron Birmania, Tailandia, Camboya, Vietnam, Indonesia, Filipinas, Papúa y Nueva Guinea, hasta llegar a Australia; otros -dijo, dibujando otra flecha- se fueron hacia el norte, atravesando Mongolia y Rusia, y remontaron el río Yana hacia el estrecho de Bering. En plena era glacial, esta tercera colonia rodeó Groenlandia, bordeó las costas heladas para llegar, hace entre quince y veinte mil años, a las costas comprendidas entre Alaska y el mar de Beaufort. Una cuarta colonia bajó cruzando todo el continente norteamericano hasta Monte Verde, hace entre doce y quince mil años. [1] Quizá siguieron estas mismas rutas quienes transportaron los fragmentos hace cuatro mil años. Una tribu de mensajeros partió hacia Andamán y terminó su periplo en la isla de Narcondam, otra fue hacia las fuentes del Nilo, hasta la frontera entre Etiopía y Kenia.

– ¿Y concluyes que otros dos de esos «pueblos mensajeros» llegaron según tú al norte y al oeste, para llevar los demás fragmentos?

– El texto dice: «He confiado a los magisterios de las colonias las partes que conjuga.» Cada grupo de mensajeros, ya que un viaje así no se podía realizar en una sola generación, fue a llevar un fragmento similar al que constituye mi colgante a los magisterios de las primeras colonias.

– Tu hipótesis se sostiene, lo que no quiere decir que sea cierta. Recuerda lo que te enseñé en la universidad: que una teoría parezca lógica no quiere decir que sea cierta.

– ¡Y también me dijiste que el que no se haya encontrado algo no quiere decir que no exista!

– ¿Qué esperas de mí, Keira?

– Que me digas lo que harías en mi lugar.

– Nunca será mía la mujer en la que te has convertido, pero veo que siempre conservaré una parte de la alumna que fuiste. Algo es algo.

Max se levantó y, a su vez, se puso a recorrer el despacho de un extremo a otro.

– Me irritas con tus preguntas, Keira, no sé qué haría yo en tu lugar; si hubiera tenido talento para estas adivinanzas, habría abandonado las aulas polvorientas de la universidad para ejercer mi profesión en lugar de enseñarla.

– Te daban miedo las serpientes, no podías ni ver a los insectos y temías la falta de confort, nada de eso tiene que ver con tu capacidad de razonar, Max, simplemente te habías aburguesado demasiado, no es un defecto.

– ¡Al parecer, para gustarte a ti sí que lo era!

– ¡Para ya con eso y contéstame! ¿Qué harías tú en mi lugar?

– Me has hablado de un tercer fragmento hallado hace treinta años, yo empezaría por tratar de saber dónde se encontró exactamente. Si fue en un volcán a unas decenas o a unos cientos de kilómetros de un gran río, al oeste o al norte, ésa sería una información que respaldaría tu razonamiento. Pero si, al contrario, lo encontraron en París o en mitad de un campo de patatas en la campiña inglesa, tu hipótesis no vale un pimiento, y tendrás que volver a empezar de cero. Eso es lo que yo haría antes de volver a marcharme quién sabe dónde. Keira, ¡estás buscando una piedra escondida en algún rincón del planeta, es utópico!

– Ah, ¿porque pasarse la vida en mitad de un valle árido para encontrar huesos que tienen cientos de miles de años, sin más ayuda que tu intuición, no es una utopía? ¿Buscar una pirámide enterrada en la arena en mitad de un desierto no es también una utopía? ¡Nuestra profesión no es más que una gigantesca utopía, Max, pero para todos nosotros es el sueño de descubrir cosas, un sueño que tratamos de hacer realidad!

– No hace falta que te pongas así. Me has preguntado qué haría yo en tu lugar, y te he contestado. Busca dónde se encontró ese tercer fragmento y sabrás si vas bien encaminada.

– ¿Y si es el caso?

– Vuelve a verme y pensaremos juntos el camino que tienes que seguir para hacer realidad tu sueño. Ahora tengo que decirte algo que quizá te irrite.

– ¿El qué?

– Conmigo no ves el tiempo pasar, y créeme que eso me hace muy feliz, pero son las nueve y media, y me muero de hambre, ¿quieres que te lleve a cenar a algún sitio?

Keira consultó su reloj y dio un salto.

– ¡Mierda!, ¡Jeanne, Adrian!

Eran casi las diez de la noche cuando Keira llamó a la puerta del apartamento - фото 5

Eran casi las diez de la noche cuando Keira llamó a la puerta del apartamento de su hermana.

– ¿Es que no tienes intención de cenar? -le preguntó ésta al abrirle.

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