Marc Levy - La primera noche

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La primera noche: краткое содержание, описание и аннотация

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Los protagonistas de El primer día, Keira y Adrian, vuelven a verse las caras a la espera del final que se merecen.
La primera noche arranca con un rescate. Las investigaciones de Keira la han llevado hasta una lúgubre prisión china, de la que saldrá casi a hombros de su salvador Adrian. Sin embargo, esta no es una historia de príncipes y princesas al uso y la inquieta arqueóloga perseguirá cueste lo que cueste su objetivo: encontrar la civilización perdida. Londres y Amsterdam, pero también Rusia, Liberia y Grecia. El mundo se les queda pequeño a esta pareja de aventureros que, de nuevo, deberán enfrentarse a los conservadores de una intimidante sociedad secreta.

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– Supongo que al principio era un poco ambas cosas, pero ya no estoy solo en esta búsqueda, y aquellos a los que he implicado han puesto en peligro sus vidas, y lo siguen haciendo.

– ¿Y eso lo asusta? Si es así, tengo que decir que el tiempo le ha pasado factura, mi querido amigo.

– No estoy asustado, tan sólo me enfrento a un dilema.

– No es que este suntuoso vestíbulo me desagrade, mi querido amigo, pero encuentro que en él nuestras voces resuenan demasiado, sobre todo para una conversación de esta índole. Salgamos, si no le importa.

Vackeers avanzó hacia el extremo oeste de la sala, hasta una puerta oculta en la pared de piedra, y bajó una escalera que llevaba al sótano del palacio de Dam. Guió a Ivory por pasarelas de madera que se levantaban sobre el canal subterráneo. Había mucha humedad y el suelo estaba resbaladizo en algunos tramos.

– Tenga cuidado de dónde pone los pies, no querría que se cayera usted a esta agua sucia y fría. Sígame -añadió Vackeers, tras encender una linterna.

Pasaron delante del madero con el remache que accionaba un mecanismo que Vackeers utilizaba para llegar a la sala de informática. Pero éste no se detuvo y siguió su camino.

– Bien, unos pasos más -le dijo a Ivory- y desembocaremos en una pequeña plaza. No sé si lo habrán visto entrar en el palacio, pero puede estar tranquilo porque nadie lo verá salir.

– Qué extraño laberinto, nunca me acostumbraré.

– Podríamos haber tomado el pasadizo que va a dar a la Iglesia Nueva, pero es aún más húmedo, y se nos habrían empapado los pies.

Vackeers empujó una puerta y, tras subir unos peldaños, salieron a la calle. Un viento helado les azotó la cara, y Ivory tuvo que subirse el cuello del abrigo. Los dos viejos amigos subieron por Hoogstraat, la calle que bordea el canal.

– Y bien, ¿qué es lo que lo preocupa? -preguntó Vackeers.

– Mis dos protegidos vuelven a estar juntos.

– Es una buena noticia, creo yo. Después de la bromita pesada que le hemos gastado a sir Ashton deberíamos celebrarlo en lugar de poner esa cara tan larga.

– Dudo mucho que sir Ashton renuncie a sus propósitos.

– Se excedió usted un poco al ir a amenazarlo en su propia casa, le sugerí que obrara con más discreción.

– No teníamos tiempo, había que liberar a la arqueóloga lo antes posible. Ya llevaba suficiente tiempo pudriéndose en la cárcel.

– Lo bueno de su situación era que la propia cárcel la mantenía a salvo de las garras de sir Ashton, y, por consiguiente, protegíamos también a su amigo el astrofísico.

– Ese loco también atentó contra su vida.

– ¿Tiene usted pruebas de ello?

– Estoy seguro, ¡lo envenenó! Vi una gran cantidad de belladona en el jardín de la mansión de sir Ashton. El fruto de esa planta provoca graves complicaciones pulmonares.

– Me atrevería a apostar que muchos ciudadanos cultivan belladona en su jardín, y eso no los convierte en envenenadores en serie.

– Vackeers, ambos sabemos de lo que es capaz este hombre, quizá actué de manera impetuosa, pero lo hice con discernimiento, pensaba sinceramente…

– ¡Pensaba que era hora de reanudar sus investigaciones! Escúcheme, Ivory, comprendo sus razones, pero reanudar esa búsqueda no es una empresa exenta de riesgo. Si sus protegidos persisten en su intento de encontrar un nuevo fragmento, me veré obligado a informar a los demás. No puedo exponerme indefinidamente al riesgo de ser acusado de traición.

– Por ahora, Adrian ha sufrido una recaída grave, y ambos están descansando en Grecia.

– Esperemos que ese descanso sea lo más largo posible.

Ivory y Vackeers tomaron por un puente que cruzaba el canal. Ivory se detuvo y se acodó en el pretil.

– Me gusta este lugar -suspiró Vackeers-, creo que es mi preferido de todo Amsterdam. Mire qué hermosas son las perspectivas desde aquí.

– Necesito su ayuda, Vackeers, sé que es usted una persona leal, y nunca le pediré que traicione al grupo, pero, igual que en el pasado, tarde o temprano se formarán alianzas. Sir Ashton contará a sus enemigos…

– Usted también los contará, y como ya no estará sentado a nuestra mesa, le gustaría que fuera su portavoz, el que convenza a la mayoría, ¿no es eso lo que espera de mí?

– Eso y otra cosa más -suspiró Ivory.

– ¿El qué? -preguntó extrañado Vackeers.

– Necesito medios de los que yo ya no dispongo.

– ¿Qué clase de medios?

– Su ordenador, para acceder al servidor.

– No, no estoy dispuesto, nos descubrirían en seguida, y eso me pondría en una situación muy comprometida.

– No si aceptara conectar un pequeño objeto detrás de su terminal.

– ¿Qué clase de objeto?

– Un aparato que permite establecer una comunicación tan discreta como indetectable.

– Subestima usted al grupo. Los jóvenes informáticos que trabajan para nosotros son los mejores que hay ahora mismo en el mercado, algunos son incluso antiguos hackers muy temidos.

– Ambos jugamos mejor al ajedrez que cualquier jovencito de hoy en día; confíe en mí -dijo Ivory mientras le tendía a Vackeers un pequeño estuche.

Vackeers miró el objeto con cierto disgusto.

– ¿Quiere controlarme?

– Sólo quiero utilizar su contraseña para acceder al servidor, le aseguro que no se expone a nada.

– Si sospechan de mí, me expongo a que me detengan y me lleven ante la justicia.

– Vackeers, puedo contar con usted, ¿sí o no?

– Voy a reflexionar sobre lo que me pide, le haré saber mi respuesta en cuanto haya tomado una decisión. Su historia me ha quitado el hambre por completo.

– Yo tampoco tenía mucho apetito -reconoció Ivory.

– ¿De verdad vale la pena todo esto? ¿Qué probabilidades tienen de alcanzar una respuesta, lo sabe siquiera? -preguntó Vackeers con un suspiro.

– Ellos solos apenas ninguna, pero si pongo a su disposición la información que he acumulado en treinta años de investigación, entonces no es imposible que descubran los fragmentos que faltan.

– ¿Porque tiene usted una idea de dónde se encuentran?

– Tiene gracia, Vackeers, no hace mucho dudaba usted incluso de su existencia, y ahora le interesa dónde puedan estar escondidos.

– No ha contestado a mi pregunta.

– Al contrario, creo que sí lo he hecho.

– Entonces, ¿dónde están?

– El primero fue descubierto en el centro, el segundo, en el sur, el tercero, en el este; le dejo adivinar dónde podrían estar los dos restantes. Piense en lo que le he pedido, Vackeers, sé que no es algo baladí y que es difícil para usted, pero ya se lo he dicho, necesito su ayuda.

Ivory se despidió de su amigo y se alejó; Vackeers corrió tras él.

– ¿Y qué hay de nuestra partida de ajedrez, no pensará marcharse así?

– ¿Puede prepararnos un piscolabis en su casa?

– Debo de tener algo de queso y de pan.

– Añádale un buen vino y no se hable más, pero ¡prepárese para perder, me debe una oportunidad de desquitarme!

Atenas

Keira y yo estábamos sentados en la terraza. Gracias a los cuidados de la doctora iba recuperando las fuerzas y por primera vez había pasado una noche entera sin toser. Me había vuelto el color a la cara, y eso tranquilizaba un poco a mi madre. La doctora había aprovechado su estancia obligada para examinar a Keira y le había prescrito infusiones de plantas y complementos vitamínicos. La cárcel le había dejado algunas secuelas.

El mar estaba en calma y el viento ya no soplaba, la avioneta de nuestro médico podría despegar hoy mismo.

Estábamos todos juntos desayunando, mi madre había preparado algo de comer, con tanto cuidado y tanto mimo como si la doctora hubiera sido una reina. Durante todo el tiempo que había durado mi recaída, habían pasado horas enteras juntas, compartiendo historias y recuerdos, entre la cocina y el salón. A mi madre le habían apasionado las aventuras de esta mujer, médico volante que iba de isla en isla a curar enfermos. Antes de irse, la doctora me hizo prometerle que prolongaría unos días más mi convalecencia antes de pensar siquiera en marcharme, un consejo que mi madre le hizo repetir dos veces por si no lo había oído bien. La acompañó hasta el puerto y nos dejó por fin unos momentos de intimidad.

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