– ¡Qué cobarde por tu parte! Es lamentable. ¿Te haces idea de lo preocupada que estará? Y de hecho, ¿cómo es que ella no se ha puesto en contacto contigo?
– No era raro que Keira y Jeanne estuvieran mucho tiempo sin saber la una de la otra.
– Pues bien, te animo a retomar el contacto con ella cuanto antes, ¡hoy mismo!
– No, tengo que ir a verla.
– No seas ridículo, no puedes moverte de la cama y no tenemos tiempo que perder -replicó Walter mientras me tendía el teléfono-. Apáñate con tu conciencia y llámala ahora mismo.
Me dispuse a hacer lo que Walter me pedía, por mucho que me costara. En cuanto me dejó solo en mi habitación encontré el número del museo del quai Branly. Jeanne estaba en una reunión, no se la podía molestar. Llamé una y otra vez hasta que la recepcionista me dijo que era inútil acosarla de esa manera. Adiviné que Jeanne no tenía ninguna gana de hablar conmigo, que me creía cómplice del silencio de Keira y que me guardaba rencor por no haber dado yo tampoco noticias. Llamé una última vez y le expliqué a aquella recepcionista que tenía que hablar urgentemente con Jeanne, era una cuestión de vida o muerte para su hermana.
– ¿Le ha ocurrido algo a Keira? -quiso saber Jeanne con voz titubeante y preocupada.
– Nos ha ocurrido algo a los dos -contesté, sintiéndome culpable y triste a la vez-. Te necesito, Jeanne, y es urgente.
Le conté nuestra historia, minimizando el episodio trágico del río Amarillo, le hablé de nuestro accidente sin detenerme mucho en las circunstancias en las que se había producido. Le prometí que Keira estaba fuera de peligro, le expliqué que por culpa de una historia estúpida de documentación había sido detenida y no podía salir de China. No pronuncié la palabra cárcel, me daba perfecta cuenta de que cada frase mía era un golpe para Jeanne; varias veces tuvo que contener el llanto, y varias veces tuve yo también que contener mi emoción. Mentir no se me da bien, pero nada en absoluto. Jeanne comprendió en seguida que la situación era mucho más preocupante de lo que yo quería reconocer. Me hizo jurarle una y otra vez que su hermana pequeña estaba bien. Le prometí que se la devolvería sana y salva, y le expliqué que, para ello, debía hacerme con su pasaporte lo antes posible. Jeanne no sabía dónde podía estar, pero se marcharía en ese mismo momento de su despacho y rebuscaría por todo el apartamento de su hermana si era necesario; me llamaría en cuanto lo encontrara.
Al colgar me dio un bajón tremendo. Hablar con Jeanne había vuelto a despertar mi nostalgia de Keira y el peso de su ausencia, había reavivado mi tristeza.
Jeanne nunca había cruzado París tan de prisa. Se saltó tres semáforos en los muelles, evitó por los pelos a una camioneta, dio un bandazo en el puente de Alejandro III y recuperó, de milagro, el control de su coche bajo un concierto de bocinas. Se metió en todos los carriles de bus, se subió a una acera en un bulevar demasiado atascado y estuvo a punto de atropellar a un ciclista, pero logró llegar sana y salva y de puro milagro a su casa.
En el portal del edificio llamó a la portería y le suplicó a la portera que fuera a echarle una mano. La señora Hereira nunca había visto a Jeanne en ese estado de nervios. El ascensor estaba parado en la tercera planta, así que se precipitaron escaleras arriba. Cuando llegaron al apartamento, Jeanne le ordenó a la señora Hereira que buscara en el salón y en la cocina, mientras ella se ocupaba de las habitaciones. No había que pasar nada por alto, abrir todos los armarios, vaciar todos los cajones y encontrar el pasaporte de Keira, dondequiera que estuviera.
En una hora pusieron el apartamento patas arriba. Ningún ladrón habría sabido crear un desorden así. Los libros de la biblioteca estaban tirados por el suelo, la ropa desperdigada por ahí, habían dado la vuelta a los sillones, hasta la cama estaba deshecha. Jeanne empezaba a perder la esperanza cuando oyó a la señora Hereira gritar desde el vestíbulo. Jeanne corrió hasta allí. La consola que hacía las veces de escritorio estaba sumida en el caos, pero la portera agitaba victoriosa el librito de tapas color burdeos. Jeanne la abrazó y le plantó dos besos.
Walter ya había vuelto a su hotel cuando Jeanne me llamó; estaba solo en mi habitación. Fue una larga conversación; le pedí que me hablara de Keira, necesitaba que llenara su ausencia contándome algunos recuerdos de infancia. Jeanne se prestó encantada, creo que la echaba de menos tanto como yo. Me prometió que me enviaría el pasaporte por mensajero. Le dicté mi dirección, en el hospital de Atenas, y sólo entonces me preguntó cómo me encontraba.
Dos días después, la visita de los médicos fue más larga de lo habitual. El jefe de la unidad de neumología seguía perplejo respecto a mi caso. Nadie se explicaba cómo una infección pulmonar tan virulenta había podido declararse sin ningún síntoma previo. Mi estado de salud era perfecto en el momento de subir al avión. El médico me aseguró que si esa azafata no hubiera tenido la feliz idea de avisar al comandante, y si éste no hubiera dado media vuelta, probablemente habría muerto antes de aterrizar en Pekín. Su equipo no entendía nada, no se trataba de un virus, y, en toda su carrera, no había visto nada igual. Lo esencial, dijo encogiéndose de hombros, era que había reaccionado bien a los tratamientos. Todavía nos quedaba mucho camino que recorrer, pero lo peor había pasado. Unos días de convalecencia, y pronto podría hacer vida normal. El jefe de la unidad de infecciones pulmonares me prometió que pasados ocho días me daría el alta. Justo acababa de salir de mi habitación cuando llegó el pasaporte de Keira. Abrí el sobre que contenía el valioso salvoconducto y encontré una notita de Jeanne.
«Tráemela de vuelta lo antes posible, cuento contigo, es mi única familia.»
Volví a doblar la nota y abrí el pasaporte. Keira parecía algo más joven en esa foto de carnet. Decidí vestirme.
Walter entró en la habitación y me sorprendió en calzoncillos y camisa, y me preguntó qué estaba haciendo.
– Me voy a buscarla, y no intentes disuadirme porque sería inútil.
No sólo no lo intentó, sino que, al contrario, me ayudó a evadirme. Después de lo mucho que se había quejado de que el hospital estuviera desierto a la hora en que toda Atenas dormía la siesta, habría sido ridículo no aprovechar la situación. Se quedó vigilando en el pasillo mientras yo guardaba mis cosas y luego me escoltó hasta los ascensores, atento a que no nos cruzáramos con ningún miembro del centro hospitalario.
Al pasar delante de la habitación vecina, nos encontramos con una niña, de pie en el pasillo, sólita. Llevaba un pijama con mariquitas y saludó a Walter con la mano.
– Anda, pero si estás aquí, sinvergüenza -le dijo él, acercándose a ella-, ¿Todavía no ha llegado tu madre?
Walter se volvió hacia mí, y comprendí que conocía bien a mi vecina.
– Ha venido a visitarte de vez en cuando -me dijo, y le guiñó un ojo a la niña.
A mi vez, me agaché para saludarla. La niña me miró con aire travieso y se echó a reír. Tenía las mejillas rojas como manzanas.
Ya estábamos llegando a la planta baja, todo iba bien. Coincidimos con un camillero en el ascensor, pero no nos prestó atención. Cuando las puertas de la cabina se abrieron en el vestíbulo del hospital, nos encontramos de frente con mi madre y mi tía Elena. A partir de ese momento, mi intento de evasión se convirtió en una pesadilla. Lo primero que hizo mi madre fue gritar, preguntándome qué estaba haciendo levantado. La cogí del brazo y le supliqué que me acompañara fuera sin armar escándalo. Creo que si le hubiera pedido que bailara un sirtaki en mitad de la cafetería me habría resultado más fácil convencerla.
Читать дальше