Ivory bajó la escalinata que lo separaba de la calle y se fue a dar un paseo con su maletín en la mano. Diez minutos después, cuando caminaba tranquilamente delante de las verjas de un parque, una lujosa berlina aparcó en la acera. De ella salió un chófer, que le abrió la puerta: había recibido orden de llevarlo a un lugar a dos horas de Londres.
La campiña inglesa era tan hermosa como la recordaba Ivory, no tan vasta ni tan verde como los pastos de su tierra natal, Nueva Zelanda, pero, con todo, tenía que reconocer que el paisaje que desfilaba ante sus ojos era bastante agradable.
Cómodamente sentado detrás, Ivory aprovechó el trayecto para descansar un poco. Era apenas mediodía cuando el crujido de los neumáticos sobre la grava lo sacó de su ensimismamiento. El coche recorría una majestuosa avenida bordeada de setos de eucalipto perfectamente podados. Se detuvo bajo un porche con columnas invadidas por rosales trepadores. Un empleado lo condujo hasta el saloncito donde lo esperaba su anfitrión.
– ¿Coñac, burbon, ginebra?
– Me conformo con un vaso de agua; buenos días, sir Ashton.
– ¿Cuánto hace que no nos vemos, veinte años?
– Veinticinco, y no me diga que no he cambiado; no queramos engañarnos, ambos estamos más viejos.
– Me imagino que no es eso lo que lo trae por aquí.
– ¡Pues sí que lo es, mire usted por dónde! ¿Cuánto tiempo nos da?
– Dígamelo usted, ya que se ha autoinvitado.
– Me refería al tiempo que nos queda en este mundo. A nuestra edad, ¿diez años como mucho?
– ¿Cómo quiere que lo sepa? Además, no tengo ganas de pensar en eso.
– Qué lugar más hermoso -añadió Ivory a la vez que contemplaba el gran parque que se extendía al otro lado de los ventanales-. Según parece, su residencia de Kent no tiene nada que envidiarle a ésta.
– Felicitaré a mis arquitectos de su parte. ¿Esto sí era el objeto de su visita?
– Lo único malo de todas estas propiedades es que no puede uno llevárselas a la tumba. Esta acumulación de riquezas obtenida a costa de tanto esfuerzo, tantos sacrificios, todo ello resulta vano al final de nuestras vidas. Aunque aparcara su precioso Jaguar en la puerta del cementerio, entre nosotros, ¡la tapicería de cuero y el revestimiento de madera poco importarían ya!
– Pero estas riquezas, mi querido Ivory, se las legaremos a las generaciones que nos sucederán, como nos las legaron a nosotros nuestros padres.
– Hermosa herencia en lo que a usted respecta, en efecto.
– No es que su compañía me sea desagradable, pero tengo una agenda muy ocupada, así que, si tuviera a bien decirme adonde quiere llegar…
– Mire usted, los tiempos han cambiado, lo pensaba ayer, sin ir más lejos, mientras leía el periódico. Los dueños de las grandes fortunas dan con sus huesos en la cárcel y se pudren, hasta el final de sus días, en minúsculas celdas. Adiós a sus palacios y a sus lujosas residencias, nueve metros cuadrados como máximo, ¡y eso en las prisiones VIP! Y mientras tanto, sus herederos derrochan hasta el último céntimo, tratando de cambiarse de nombre para lavar la deshonra heredada de sus padres. Lo peor es que ya nadie se libra, la impunidad se ha convertido en un lujo desorbitado, incluso para los más ricos y los más poderosos. Ruedan cabezas, todas, una tras otra; está de moda. Lo sabe usted mejor que yo, los políticos ya no tienen ideas, y cuando las tienen, son inadmisibles. De modo que, ¿qué hay mejor para enmascarar la carencia de verdaderos proyectos sociales que alimentar la venganza popular? La riqueza extrema de unos es responsable de la pobreza de otros, eso hoy en día lo sabe todo el mundo.
– ¿No habrá venido a importunarme a mi casa para darme la tabarra con su prosa revolucionaria o su sed de justicia social?
– ¿Prosa revolucionaria? Me malinterpreta usted, a mí a conservador no hay quien me gane. En cuanto a la justicia, por el contrario, su comentario me honra.
– Vaya al grano, Ivory, empieza usted a aburrirme seriamente.
– Tengo un trato que ofrecerle, algo justo, como usted mismo menciona. Le doy la llave de la celda donde podría acabar sus días si envío al Daily News o al Observer el expediente que obra en mi poder sobre usted a cambio de la libertad de una joven arqueóloga. ¿Entiende ahora a lo que me refería antes?
– ¿Qué expediente? ¿Y con qué derecho viene usted a amenazarme a mi propia casa?
– Tráfico de influencias, actividad prohibida a un funcionario, financiación oculta de la Cámara de Diputados, conflictos de intereses en sus distintas sociedades, apropiación indebida, evasión fiscal, es usted todo un fenómeno, mi querido amigo, no se detiene ante nada. Tampoco supone para usted ningún problema encargar el asesinato de un científico. ¿Qué tipo de veneno utilizó su matón para quitar a Adrian de en medio, y cómo se lo inoculó? ¿En algo que bebió en el aeropuerto, en el zumo que le ofrecieron antes de despegar? ¿O se trata de un veneno de contacto? ¿Un pequeño pinchazo mientras lo cacheaban en el momento de pasar el control de seguridad? ¡Ahora ya puede decírmelo, tengo curiosidad!
– Es usted ridículo, mi querido amigo.
– Embolia pulmonar a bordo de un vuelo con destino a China. El título es un poco largo para una novela policíaca, ¡sobre todo porque el crimen dista mucho de ser perfecto!
– Sus acusaciones gratuitas e infundadas me traen sin cuidado, lárguese de mi propiedad antes de que mis hombres lo echen a patadas.
– Hoy en día, la prensa escrita no tiene tiempo de comprobar lo que publica, el rigor editorial de otro tiempo se consume en el altar de los titulares que venden periódicos a porrillo. No se les puede reprochar nada, la competencia es encarnizada en la era de internet. ¡Un lord como usted en la picota, eso sí que tiene que vender! No crea usted que por su edad avanzada no vería el desenlace de una comisión de investigación. El verdadero poder no está ya en los pretorios, ni en las asambleas: los periódicos alimentan los procesos, proporcionan las pruebas, se hacen eco de los testimonios de las víctimas; a los jueces luego ya sólo les queda dictar sentencia. En cuanto a amigos y conocidos, ya no se puede contar con nadie. Ninguna autoridad se arriesgaría a comprometerse, sobre todo por uno de sus miembros. La gangrena da demasiado miedo. Ahora la justicia es independiente, ¿no es ésa precisamente la nobleza de nuestras democracias? Mire si no a ese financiero estadounidense responsable de la mayor estafa del siglo, en dos o tres meses se liquidó todo.
– ¿Qué quiere de mí, maldita sea?
– Pero ¿es que no me escucha? Acabo de decírselo, utilice su poder para liberar a esa arqueóloga. Yo, por mi parte, tendré la amabilidad de no contarles a los demás lo que ha tramado usted contra ella y su amigo, ¡pobre insensato! Si revelara que, no contento con haber intentado asesinarla, además ha conseguido su encarcelación, lo echarían del consejo y lo sustituirían por alguien más respetable.
– Es usted totalmente ridículo, e ignoro de qué me está hablando.
– En ese caso, sólo me queda despedirme, sir Ashton. ¿Me permite abusar un poco más de su generosidad? Quizá podría su chófer acompañarme, al menos hasta una estación; no es que me asuste la caminata, pero si me ocurriera algo por el camino, de regreso de haber ido a visitarlo, el hecho causaría muy mala impresión.
– Mi automóvil está a su disposición, pida que lo lleven donde le venga en gana, pero ahora ¡largo de aquí!
– Es muy generoso por su parte, lo que me incita a mí a serlo también con usted. Le dejo que sopese mi trato hasta esta noche; me alojo en el Dorchester, no dude en llamarme allí. Los documentos que esta mañana le he confiado a mi mensajero no llegarán a sus destinatarios hasta mañana, a menos que, de aquí a entonces, le avise de que no los entregue, por supuesto. Le aseguro que, visto lo que pueden revelar, mi petición es más que razonable.
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