– Me alegro de oírte decir eso.
– Walter, tengo una promesa que cumplir, no puedo quedarme aquí sin hacer nada; tengo que ir a China a buscar a Keira porque tengo que llevarla al valle del Omo, de donde nunca debería haberla alejado.
– Tú empieza por recuperarte, y luego ya veremos. Están ¡i punto de venir los médicos, te dejo descansar mientras voy a hacer unos recados.
– ¿Walter?
– ¿Qué?
– ¿Qué decía cuando deliraba?
– Has nombrado a Keira mil setecientas sesenta y tres veces, aunque bueno, es una cifra aproximada, me habré perdido más de una; por el contrario, a mí sólo me has llamado tres veces, lo cual me parece bastante humillante. En fin, sobre todo decías cosas incoherentes. Entre dos crisis de convulsiones, a veces abrías los ojos con la mirada perdida en el vacío, daba miedo verte… y luego volvías a quedarte inconsciente.
Una enfermera entró en mi habitación. Walter sintió alivio.
– Por fin se ha despertado -me dijo, y me cambió la botella de suero. Me metió un termómetro en la boca, me tomó la tensión y apuntó mis constantes en una hoja-. Luego pasarán los médicos a verlo -añadió.
Su rostro y su corpulencia me recordaban vagamente a alguien. Cuando salió de la habitación contoneándose me pareció reconocer a la pasajera de un autocar que circulaba por la carretera de Garther. Un miembro del personal de mantenimiento del hospital estaba limpiando el pasillo, pasó delante de mi puerta y nos miró a los dos con una gran sonrisa. Llevaba un jersey y una gruesa chaqueta de lana, y se parecía muchísimo al marido de la dueña de un restaurante al que había conocido en mis delirios por culpa de la fiebre.
– ¿Ha venido alguien a visitarme?
– Tu madre, tu tía y yo. ¿Por qué lo preguntas?
– Por nada. He soñado contigo.
– ¡Qué horror! ¡Te ordeno que nunca se lo cuentes a nadie!
– No seas idiota. Estabas con un viejo profesor con el que coincidí en París, un conocido de Keira, ya no sé dónde está la frontera entre sueño y realidad.
– No te preocupes, poco a poco las cosas se irán aclarando, ya lo verás. En cuanto a ese viejo profesor, lo siento pero no tengo ninguna explicación. Pero no le diré nada a tu tía, que podría ofenderse si se entera de que, en sueños, la ves convertida en un anciano.
– Será la fiebre, me imagino.
– Probablemente, pero no creo que eso le baste como excusa… Y ahora descansa, hemos hablado demasiado. Volveré a verte a última hora de la tarde. Me voy a llamar a nuestro consulado para darles la tabarra con lo de Keira, lo hago todos los días a la misma hora.
– ¿Walter?
– ¿Qué pasa ahora?
– Gracias.
– ¡Hombre, menos mal!
Walter salió de la habitación y yo intenté levantarme. Me tambaleaba, pero apoyándome primero en el respaldo de la butaca que había junto a mi cama, luego en la mesita de ruedas y, por último, en el radiador, conseguí llegar hasta la ventana.
Es verdad que la vista era bonita. El hospital, encaramado en lo alto de la colina, dominaba la bahía. A lo lejos se divisaba el Pireo. Había visto ese puerto muchas veces desde que era niño sin mirarlo nunca de verdad, la felicidad te vuelve distraído. Hoy, desde la ventana de la habitación 307, en el hospital de Atenas, lo miro de otra manera.
Abajo, en la calle, veo a Walter entrar en una cabina telefónica. Estará llamando al consulado.
Pese a su aire torpe, es un tipo fantástico, tengo suerte de que sea mi amigo.
París, isla de Saint-Louis
Ivory se levantó y contestó al teléfono.
– ¿Qué noticias hay?
– Una buena y otra que lo va a contrariar un poco.
– Entonces empiece por la segunda.
– Es extraño…
– ¿El qué?
– Esa manía de elegir siempre primero la mala… Yo voy a empezar por la buena, ¡porque si no la otra no tendría ningún sentido! Se le ha pasado la fiebre esta mañana y ya no delira.
– Desde luego es una noticia maravillosa que me alegra profundamente. Me siento liberado de un enorme peso.
– Sobre todo será un alivio enorme para usted, sin Adrian toda esperanza de poder proseguir sus investigaciones se habría desvanecido, ¿verdad?
– Me preocupaba de verdad su recuperación. ¿Cree si no que me habría arriesgado a ir a visitarlo?
– Pues quizá no debería haberlo hecho. Temo que hayamos hablado demasiado cerca de su cama, parece que le han llegado retazos de nuestras conversaciones.
– ¿Y las recuerda? -quiso saber Ivory.
– Son reminiscencias demasiado vagas como para que les conceda importancia; lo he convencido de que estaba delirando.
– Es una torpeza imperdonable, no he sido prudente.
– Quería verlo sin ser visto, y los médicos nos aseguraron que estaba inconsciente.
– La medicina sigue siendo una ciencia algo aproximativa. ¿Está usted seguro de que no sospecha nada?
– Quédese tranquilo, Adrian tiene otras cosas en qué pensar.
– ¿Era ésta la noticia que iba a contrariarme?
– No, lo que me preocupa es que está decidido a marcharse a China. Se lo dije, nunca se quedará dieciocho meses de brazos cruzados esperando a que vuelva Keira. Preferirá pasarlos bajo la ventana de su celda. Mientras esté presa, sólo le interesará su liberación. En cuanto le den el alta, cogerá un avión para Pekín.
– Dudo mucho que obtenga un visado.
– Iría a Garther cruzando Bután a pie si fuera necesario.
– Tiene que reanudar la investigación, no puedo esperar dieciocho meses.
– Me ha dicho exactamente lo mismo con respecto a la mujer a la que quiere; y mucho me temo que, como él, tendrá usted que esperar y tener paciencia.
– A mi edad, dieciocho meses tienen un valor muy distinto, ignoro si puedo presumir de tener una esperanza de vida así.
– Vamos, vamos, si está usted hecho un chaval. Y la vida es mortal en el cien por cien de los casos -añadió Walter-, a mí podría atropellarme un autobús al salir de esta cabina.
– Reténgalo cueste lo que cueste, disuádalo de hacer lo que sea en los próximos días. Sobre todo no permita que se ponga en contacto con un consulado, y menos aún con las autoridades chinas.
– ¿Por qué?
– Porque el juego que nos traemos entre manos exige diplomacia, y no se puede decir que Adrian sea brillante en ese terreno.
– ¿Se puede saber lo que trama usted?
– En el ajedrez, a esta jugada se la llama enroque; le daré más detalles dentro de un par de días. Adiós, Walter, y tenga cuidado al cruzar la calle…
Una vez terminada la conversación, Walter salió de la cabina y se marchó a dar un paseo.
Londres, Saint James Square
El taxi negro se detuvo delante de la elegante fachada victoriana de un palacete. Ivory se bajó, pagó la carrera, cogió su equipaje y esperó a que el coche se alejara. Tiró de una cadena que colgaba del lado derecho de una puerta de hierro forjado. Tintineó una campanilla, Ivory oyó pasos que se acercaban y un mayordomo le abrió la puerta. Ivory le entregó una tarjeta de visita con su apellido.
– Si es tan amable, entréguele esto al señor, por favor, y dígale que quisiera que me recibiera. Se trata de un asunto relativamente urgente.
El mayordomo se lamentó de que el amo no estuviera en la ciudad, y temía que le fuera imposible contactar con él.
– Ignoro si sir Ashton se encuentra en su residencia en Kent, en su pabellón de caza o en casa de alguna de sus amantes y, si quiere que le diga la verdad, me trae sin cuidado. Lo que sé es que si me voy de aquí sin que me haya recibido, el amo, como usted lo llama, podría reprochárselo durante mucho tiempo. De modo que le invito a contactar con él; voy a dar mía vuelta a su noble manzana de casas y cuando vuelva a llamar a esta puerta me comunicará usted la dirección en la que sir Ashton desea reunirse conmigo.
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