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David Solar: El Último Día De Adolf Hitler

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David Solar El Último Día De Adolf Hitler

El Último Día De Adolf Hitler: краткое содержание, описание и аннотация

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30 de abril de 1945. Diez días después de cumplir 56 años, Adolf Hitler, doblegado por el desastre en el que sumió a la todopoderosa Alemania, asediado por las fuerzas soviéticas que se acercan a su última guarida, pone fin a su vida con un disparo de revólver, escondido en su búnker bajo las ruinas de la Cancillería, junto a Eva Braun. En este riguroso y documentado texto, David Solar desgrana minuto a minuto las últimas 36 horas de vida de Hitler. Ante el cataclismo final del que fuera su imperio, se apresta a vivir sus últimas horas: se casa con su amante Eva Braun después de quince años de relación; dicta sus testamentos, privado y político, se desespera de rabia e impotencia y, tras algún asomo de esperanza, se resigna a morir. El autor analiza en esta minuciosa reconstrucción los antecedentes biográficos y el contexto histórico, nacional e internacional, que permitió la llegada de Hitler al poder.

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En la primavera de 1918 aún no se pensaba en eso. Por entonces, en las líneas alemanas se olfateaba la victoria. Ludendorff lanzaba su ofensiva del 27 de mayo, que perforó como un estilete las líneas francesas. Dos semanas después los alemanes estaban nuevamente ante el Marne, un río que entre 1914 y 1918 llevó más sangre que agua. Aquellos días volvieron a encoger los corazones de los parisinos, pues el eco del fragor de la batalla llegaba hasta sus calles y llenaba de pánico sus noches. Pero, nuevamente, el cruce del Marne resultó un efímero sueño para los alemanes: el 19 de junio, tras haberse sostenido apenas una semana sobre su margen izquierda, las tropas de Ludendorff comenzaron a retroceder. En aquellos días, el cabo Hitler estuvo a cuarenta kilómetros de París, aunque se quedó con las ganas de desfilar triunfalmente por los Campos Elíseos. Veintidós años después vería cumplido ese sueño.

Tras el fracaso de su ofensiva, los ejércitos alemanes se repliegan lentamente, contraatacando cada vez que se les presenta la ocasión. El 31 de julio algunas compañías del regimiento List ocupan un claro en el despliegue británico y sorprenden a sus enemigos en un contraataque de flanco; infortunadamente para los alemanes, su artillería, ignorante de esa operación, comienza a bombardear sus posiciones. El «fuego amigo» ha ocasionado ya varios muertos e interrumpido el contraataque cuando el teniente Hugo Gutmann, que, ironías del destino, es judío y manda desde hace algunas semanas la compañía, ordena a Hitler que atraviese un campo batido por las ametralladoras británicas y pida la suspensión del fuego artillero, prometiéndole que solicitará para él la Cruz de Hierro de primera clase si sale airoso de la empresa. La suicida misión se cumple satisfactoriamente y en el parte del regimiento de ese día figura la siguiente citación:

«En su labor de correo ha demostrado mucha sangre fría y un valor ejemplar, tanto en la guerra de posición como en la de movimiento, y siempre se ha ofrecido voluntario para llevar mensajes en las situaciones más difíciles y con riesgo de su vida. En condiciones de gran peligro, cuando estaban rotas todas las líneas de comunicación, la incansable y valiente actividad de Hitler hizo posible que los mensajes llegaran a su destino.»

Firmaba la citación el barón Von Godin, comandante del regimiento, a recomendación del primer teniente Hugo Gutmann. Esta historia es muy poco conocida porque Hitler nunca quiso airear que debía una de las máximas condecoraciones del ejército alemán, escasísima entre la clase de tropa, a un judío.

Aunque Hitler nunca lo confiesa en sus escritos, a esas alturas hasta un soldado fanático como él debía estar hastiado de la guerra: la Cruz de Hierro de primera clase le fue impuesta el 4 de agosto y aceptó el permiso que llevaba anexo, regresando nuevamente junto a sus parientes de Spital. Este retorno era lógico, pues significaba no sólo calor familiar, alimentos sanos, lejanía del frente, sino que suponía, sobre todo, notoriedad: Adolf Hitler, estudiante calavera, artista fracasado y vagabundo perdido en los suburbios de Viena, regresaba a su tierra convertido en un héroe.

En septiembre de 1918 Hitler había retornado al frente, justo en los mismos lugares donde recibió su bautismo de fuego cuatro años antes. Lo que en 1914 él estimó como gran destrucción, era apenas un remedo de la guerra. En el otoño de 1918 se produjeron lluvias torrenciales. Los proyectiles habían dejado el campo como un enjambre de embudos llenos de agua. Las trincheras ya no podían cavarse en el suelo, sino que habían sido sustituidas por líneas de sacos terreros. El campo debía franquearse cruzando sobre pasarelas, siendo sumamente peligroso pisar un charco en el que podía ahogarse el imprudente. Los pueblos eran informes montones de escombros sobre los que crecía la hierba y nadie osaba guarecerse bajo los restos tambaleantes de un edificio pues atraería rápidamente el fuego de los cañones enemigos. En ese dantesco escenario, sembrado de hombres y bestias a medio enterrar y donde el hedor de la muerte se pegaba a la ropa, se produjo la última ofensiva de la guerra: británicos y franceses trataron de empujar a los alemanes hacia el Rin.

Allí se encontraba el regimiento List el 28 de septiembre cuando Bulgaria capituló. La noticia, que debió pasar desapercibida en el frente, conmocionó al Gobierno alemán, enterado ya de que Turquía estaba negociando su rendición e informado por Viena de que, agotados sus recursos económicos, industriales y humanos, se aprestaba a pedir el alto el fuego. No era mejor la situación alemana: el 29 de septiembre, dada la carencia de reservas, la escasez de municiones y víveres y la superioridad del enemigo, Ludendorff y Hindenburg recomendaban a su Gobierno que solicitase el armisticio según los 14 puntos formulados por el presidente de Estados Unidos, Wilson. La noticia cayó como una bomba, incluso entre el Gobierno que debía conocer la precaria situación; muchos alemanes conscientes recibieron la noticia como una liberación, pero la mayoría quedó aterrada ante la noticia: sus tropas peleaban aún sobre suelo extranjero y apenas tres meses antes amenazaban Paris; ¿qué había ocurrido para que se produjera semejante cataclismo?

Los militaristas hallaron una justificación inmediata: la «puñalada por la espalda.» El cuchillo -era evidente- lo habían empuñado la socialdemocracia, los comunistas y los judíos. La frase y la idea hicieron fortuna, con el apoyo del Ejército, que de esa forma salvaba sus responsabilidades en la derrota, y con la aquiescencia inconsciente de los vencedores, que aceptaron en el acto del armisticio de Rethondes, el 8 de noviembre de 1918, a una delegación civil acompañada de dos militares de segundo rango: el ejército salvaba la cara. Raymond Cartier lamenta ese final de la guerra y la durísima paz de Versalles, que prepararon el ascenso del nazismo y la Segunda Guerra Mundial:

«La Primera Guerra Mundial, nacida de errores y equívocos, habría debido tener como conclusión una victoria aliada indiscutible, seguida de una paz de reconciliación. Pero se haría lo contrario: de una victoria incompleta, saldría una paz ridículamente rigurosa.»

Hitler recibió la noticia del armisticio en el hospital pomeranio de Pasewalk, especializado en heridos a causa de gases. Había perdido la visión en la madrugada del 14 de octubre, cuando el puesto de mando del regimiento List , que se hallaba en una localidad llamada La Montagne, al sur de Yprés, fue objeto de un prolongado ataque británico con granadas de cloro gaseoso. Al hospital llegaban atenuadas las noticias del armisticio, de la rendición de las fuerzas armadas alemanas y de la caída y exilio del Káiser, pero Hitler escribió unos años después que cuando, el 10 de octubre, se enteró de que la guerra estaba perdida, no quiso escuchar más detalles:

«[…] la noche cayó ante mis ojos y a tientas, a tropezones, regresé al dormitorio y hundí mi cabeza ardiente bajo la manta y la almohada.»

LA AMANTE

El 21 de noviembre de 1918, hallándose plenamente recuperado, recibió el alta. Dos días más tarde regresaba a Munich en busca de su destino. Allí, poco después, Adolf Hitler nacería para la política; allí, en los años veinte, se pondrían las bases del III Reich que pretendía ser milenario y, desde allí, los nazis conquistarían el poder en la siguiente década. Munich le elevaría hasta la cúspide de sus ambiciones. Munich estaría metida hasta su médula, tanto que, en aquella madrugada del 29 de abril de 1945, cuando la derrota nazi en la Segunda Guerra Mundial era evidente, una muniquesa, Eva Braun, le decía «sí, quiero» y se convertía en su esposa en el búnker de la Cancillería de Berlín.

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