Pelos/Butter. ¡W. probablemente en lo cierto! (si no, los Edalji perjuros).*. después. ¿Intencionado, involuntario? ¿Quién? ¿Cuándo? ¿Cómo? ¿Butter? Entrevista. También: pelos encontrados, ¿cualquier latitud/ambigüedad? ¿O tiene que ser pony?
Cartas. Examinar: papel/material, ortografía, estilo, contenido, psicología. Gurrin, fraudulencia de. Caso Beck. Proponer mejor experto (¿Buena/mala táctica?) ¿Quién? ¿El amigo Dreyfus? También: ¿un escritor, más? También, ¿escritor = destripador? ¿Escritor X destripador? ¿Conexión/solapamiento?
Vista . Informe de Scott. ¿Suficiente? ¿Otros? Testimonio de la madre. ¿Efecto de oscuridad/noche en la vista de G E?
Green. ¿Quién le amedrentó? ¿Quién pagó? Averiguar/entrevista.
Anson . Entrevista. ¿Prejuicio? ¿Pruebas retenidas? Influencia en policías. Ver Campbell. ¿Pedirle fichas policiales?
Una de las ventajas de la celebridad, reconocía Arthur, era que su nombre abría puertas. Necesitara un experto en lepidópteros o en la historia del arco con flechas, necesitara un médico o un jefe de la policía, su petición de una entrevista solía ser acogida con una sonrisa. Era en parte gracias a Sherlock Holmes, aunque a Arthur no le resultaba nada fácil agradecérselo. Poco se imaginaba él, cuando inventó al personaje, que su detective se convertiría en una llave maestra.
Volvió a encender la pipa y acometió la segunda parte de su tabla temática.
2. CULPABLE Cartas. Ver preced.
Animales . ¿Homicidas? ¿Carniceros? ¿Granjeros? Cf. casos en otros lugares. ¿Método típico/atípico? Experto: ¿quién? Chismes/sospecha (Harry C).
Instrumento. No navaja (juicio).*. ¿Qué? ¿Butter? ¿Lewis? «Curvado con los lados cónc.» ¿Cuchillo? ¿Herram. agrícola? ¿Inst. adaptado?
Interrupción. 7 años silencio 1896-1903. ¿Por qué? ¿Intencionado/no intencionado/forzado? ¿Quién ausente? ¿Quién lo sabía?
Walsall. Llave. Escuela. Greatorex. Otros chicos. Ventanilla/escupitajo. Brookes. Wynn. Speck. ¿Relacionados? ¿No? ¿Normal? Alguna relación/asunto de G E en esto (preguntar). ¿Maestro?
Antes/después . Otras mutilaciones. Farrington.
Y esto era todo por el momento. Arthur dio una chupada a la pipa y dejó que la vista vagara por las listas, preguntándose qué puntos eran fuertes y cuáles débiles. Farrington, por ejemplo. Farrington era un minero rudo que trabajaba para la mina de Great Wyrley y había sido condenado en la primavera de 1904 -justo por la época en que a George le trasladaron de Lewes a Portland- por mutilar a un caballo, dos ovejas y un cordero. Naturalmente, la policía sostuvo que el sujeto, a pesar de ser un zafio y un analfabeto que se pasaba el día en tabernas, era un cómplice del famoso criminal Edalji. «Almas gemelas obvias», pensó Arthur con sarcasmo. ¿Farrington conduciría a algún sitio o no llevaría a ninguna parte? ¿Había delinquido por una mera emulación?
Quizá obtuviera algunas pistas del mercenario Brookes y el misterioso Speck. Un nombre raro, Speck, aunque el único lugar adonde llevaba a su cerebro era a Sudáfrica. Cuando estuvo en el país había comido cantidades de speck, como llamaban a la forma colonial de beicon. A diferencia de la versión inglesa, se obtenía de toda una serie de animales; de hecho, recordaba que en una ocasión había comido speck de hipopótamo. ¿Dónde había sido? ¿En Bloemfontein o en el viaje al norte?
Ahora su mente vagaba errática. Y Arthur sabía por experiencia que la única manera de concentrarse era despejarse. Holmes habría tocado el violín o quizá hubiera sucumbido a aquella licencia que a su creador le avergonzaba hoy día haberle atribuido. No había jeringa de cocaína para Arthur: depositaba su confianza en una bolsa de palos de golf con mango de nogal.
Siempre había considerado que, en teoría, era un juego ideal para él. Exigía una combinación de ojo, cerebro y cuerpo: idóneo para un oftalmólogo convertido en escritor que todavía conservaba el vigor físico. Así era, al menos en teoría. En la práctica, el golf te seducía y luego te esquivaba. ¡Cómo le había hecho bailar por el mundo!
Mientras se dirigía al Club Hankley al volante de su automóvil, recordó el campo de golf rudimentario que había delante del hotel Mena House. Si dabas efecto a tu chive, corrías el riesgo de que la pelota aterrizara en la tumba de algún Ramsés o Tutmosis de la antigüedad. Una tarde, un transeúnte, al ponderar el juego vigoroso pero imprevisible de Arthur, hizo el comentario cortante de que en Egipto se pagaba un impuesto especial por excavar. Pero incluso aquel recorrido fue superado en rareza por el golf que había jugado en la casa de Kipling en Vermont. Era por noviembre y había ya nieve espesa en el suelo, y apenas golpeabas una pelota se volvía invisible. Por suerte, uno de ellos -y todavía discutían sobre cuál de los dos- tuvo la idea de pintar de rojo las pelotas. Lo singular, sin embargo, no se limitó a esto, porque la costra helada de nieve daba una velocidad fantástica al más mínimo golpe decente. Hubo un momento en que él y Rudyard lanzaron un drive cuesta abajo; nada frenaba a las pelotas vistosas, que patinaron más de tres kilómetros hasta hundirse en el río Connecticut. Más de tres kilómetros: es lo que él y Rudyard siempre sostuvieron, y al diablo el escepticismo de algunos clubs de golf.
La coqueta le favoreció aquel día y al llegar a la calle dieciocho aún quedaba la oportunidad de bajar de 80. Si le salía un niblick hasta cerca del hoyo… Mientras contemplaba el tiro, de pronto cayó en la cuenta de que no jugaría muchas más veces en aquel campo. Por la sencilla razón de que tendría que abandonar Undershaw. ¿Abandonar Undershaw? Imposible, contestó maquinalmente. Sí, pero inevitable. Había construido la casa para Touie, que había sido su primera y única señora. ¿Cómo podía llevar allí a Jean recién casada? No sólo no era honorable, sino claramente indecente. Una cosa era que Touie, con toda su santidad, insinuara que quizá él volviera a casarse, y otra muy distinta llevar a la casa a su segunda esposa para gozar con ella de todos los placeres vedados a él y a Touie durante todas las noches de su vida juntos bajo aquel techo.
Estaba descartado, por supuesto. Pero qué tacto, qué inteligencia la de Jean por no habérselo señalado, por permitir que llegara él solo a esta conclusión. Era realmente una mujer extraordinaria. Y le conmovía aún más que se interesase por el caso Edalji. No era caballeroso hacer comparaciones, pero Touie, aunque aprobase su misión, habría estado igualmente contenta si él hubiera fracasado o triunfado. Lo mismo, sin duda, haría
Jean, pero su interés lo cambiaba todo. Le animaba a tener éxito en su empresa, por George, por la justicia y -para elevarlo más-por el honor de su país, pero también por su querida chica. Sería un trofeo que depositar a sus pies.
Enardecido por estas emociones, Arthur lanzó su primer putt cuatro metros y medio más allá del hoyo; el siguiente se le quedó corto de dos metros y a continuación volvió a fallar el golpe. Un 82 en vez de 79: sí, en efecto, había que mantener a las mujeres fuera del campo de golf. No sólo fuera de las calles y los greens, sino también fuera de la cabeza de los jugadores, porque de lo contrario se producía el caos, como acababa de suceder. Jean había expresado una vez el deseo de jugar al golf, y por entonces él había respondido con moderado entusiasmo. Pero era a todas luces una mala idea. Por el bien de la armonía cívica, no sólo había que excluir del sufragio al sexo débil.
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