Al volver a Undershaw vio en el correo de la tarde una comunicación del señor Kenneth Scott, de Manchester Square.
– ¡Ya lo tenemos! -gritó mientras abría de una patada la puerta de Wood-. ¡Ya lo tenemos!
Su secretario miró el papel que sir Arthur le puso delante. Leyó:
Ojo derecho:
8,75 diopt. esfér.
1,75 diopt. cilín. eje 90'
Ojo izquierdo:
8,25 diopt. esfér.
– Verá, le pedí a Scott que paralizase el ajuste con atropina, para que los resultados fueran totalmente independientes del paciente. Por si alguien trataba de alegar que George fingía ceguera. Es el resultado exacto que yo esperaba. ¡Roca sólida! ¡Incontrovertible!
– ¿Puedo preguntar qué significa exactamente eso? -dijo Wood, que encontraba más fácil ese día el papel de Watson.
– Significa, significa…; en todos los años en que ejercí de oftalmólogo, no recuerdo una sola vez en que corrigiera una graduación tan alta de miopía astigmática. Mire, escuche lo que escribe Scott. -Recuperó la carta-. «Como todos los miopes, al señor Edalji le tiene que resultar difícil en todo momento ver con claridad objetos situados a más de unos centímetros, y en la oscuridad le sería prácticamente imposible orientarse en cualquier lugar que no conociese a la perfección.»
»En otras palabras, Alfred, en otras palabras, señores del jurado, está tan ciego como un topo. Salvo, por supuesto, en que el topo, a diferencia de nuestro amigo, sabría orientarse en un campo una noche oscura. Ya sé lo que haré. Lanzaré un desafío. Me brindaré a encargar unas gafas con esta receta, y aseguraré que si algún defensor de la policía se las pusiera de noche, no sabría encontrar el camino desde la vicaría hasta el campo y vuelta en menos de una hora. Apostaré mi reputación. ¿A qué viene esa expresión de duda, señor del jurado?
– Sólo le estaba escuchando, sir Arthur.
– No, expresaba duda. Reconozco esa expresión cuando la veo. Vamos, hágame la pregunta obvia.
Wood suspiró.
– Sólo me estaba preguntando si la vista de George no podría haberse deteriorado durante tres años de trabajos forzados.
– ¡Aja! He adivinado que pensaría eso. No es en absoluto el caso. La ceguera de George es un estado estructural permanente. Es oficial. Era tan grave en 1903 como ahora. Y ni siquiera tenía gafas entonces. ¿Alguna otra pregunta?
– No, sir Arthur.
No obstante, le rondaba una observación que no le pareció conveniente formular. Su patrono, en efecto, bien podía no haberse encontrado con una miopía astigmática tan grande en toda su época de oculista. Por otra parte, Wood le había oído muchas veces obsequiar a los comensales de una cena con la baladronada de que había tenido la sala de espera más vacía de la ciudad en Devonshire Place, y de que aquella falta absoluta de pacientes le había concedido el tiempo para escribir sus libros.
– Creo que pediré tres mil.
– ¿Tres mil qué?
– Libras, hombre, libras. Baso mis cálculos en el caso Beck.
La expresión de Wood equivalía a una pregunta.
– El caso Beck, ¿no recuerda el caso Beck? ¿En serio?
Sir Arthur movió la cabeza, fingiendo reprobación.
– Adolf Beck. De origen noruego, que yo recuerde. Condenado por estafas a mujeres. Le confundieron con un ex convicto llamado…, ¿puede creerlo?, John Smith, que ya había estado en la cárcel por delitos parecidos. A Beck lo sentenciaron a siete años de trabajos forzados. Le dieron la libertad condicional hará unos cinco años. Tres años después volvieron a detenerlo. Lo condenaron de nuevo. El juez tuvo dudas, pospuso la sentencia, y ¿quién diría usted que apareció en el ínterin? El estafador original, John Smith. Recuerdo este detalle del caso. ¿Cómo supieron que Beck y Smith no eran la misma persona? Uno estaba circunciso y el otro no. De detalles así depende a veces la justicia.
»Ah. Parece usted más perplejo que al principio. Es muy comprensible. El punto… Hay dos puntos. Primero, Beck fue condenado porque numerosas testigos se equivocaron al identificarle. Diez u once mujeres, de hecho. Sin comentarios. Pero también le condenaron por el claro testimonio de cierto experto en escritura falsificada y anónima. Nuestro viejo amigo Thomas Gurrin. Se vio obligado a comparecer ante el comité de investigación Beck y admitir que su testimonio había condenado por dos veces a un hombre inocente. Y apenas un año antes de esta confesión de incompetencia había estado jurando por todos los santos en contra de George Edalji. A mi entender, habría que erradicarle del banco de los testigos y revisar todos los casos en los que haya participado.
»En fin, segundo punto. En cuanto el comité hizo su informe, indultaron a Beck y el tesoro público le pagó cinco mil libras. Cinco mil libras por cinco años de cárcel. Calcule usted la tarifa. Yo pediré tres mil.
La campaña avanzaba. Escribiría al doctor Butter solicitando una entrevista, al director de la escuela de Walsall para recabar información sobre el joven Speck, al capitán Anson para pedirle el expediente policial sobre el caso, y a George para preguntarle si alguna vez había tenido algún contencioso en Walsall. Consultaría el informe Beck para confirmar la magnitud de la humillación de Gurrin y exigir formalmente al ministro del Interior una investigación nueva y completa de todo el asunto.
Proyectaba consagrar los dos días siguientes a las cartas anónimas, para intentar que no lo fueran tanto y progresar desde la grafología a la psicología y a la posible identidad. Después entregaría el expediente al doctor Lindsay Johnson para un cotejo profesional con muestras de la letra de George. Johnson era la máxima autoridad europea y había sido convocado por el maitre Labori en el caso Dreyfus. «Sí -pensó-: cuando yo haya acabado, haré que el caso Edalji cause una conmoción tan grande como el revuelo que produjo en Francia el caso Dreyfus.»
Se sentó a su escritorio con los fajos de cartas, una lupa, un cuaderno y el portaminas. Respiró hondo y a continuación, despacio, con cautela, como vigilando para que no se escapara un espíritu maligno, soltó las cintas de los paquetes del vicario y el bramante del paquete de Brookes. Las cartas del vicario estaban fechadas a lápiz y numeradas por orden de recepción; las del ferretero no seguían un orden evidente.
Al leerlas captó todo su odio ponzoñoso y su obscena familiaridad, su fanfarronería y su cuasidemencia, sus afirmaciones grandiosas y su trivialidad. «Soy Dios soy Dios todopoderoso soy un idiota un mentiroso una víbora oh voy a hacerle la vida difícil al cartero.» Era irrisorio, pero a fuerza de risible adquiría una crueldad diabólica que hasta podría haber quebrantado la mente de las víctimas. A medida que iba leyendo, la ira y el asco empezaron a amainar y procuró empaparse de las expresiones. «Tú sucia serpiente mereces doce años de trabajos forzados… Soy todo lo agudo que se puede ser… Tú grandullón granuja estás aviado conmigo sucio canalla puñetero mono… Conozco a todos los señorones y si tengo cara de atrevido no es peor que la tuya… Quién birló los huevos la noche del miércoles vaya tú fuiste o tu padre pero no creo que me colgasen…»
Leyó y releyó, clasificó carta tras carta, analizó, comparó, anotó. Poco a poco, los atisbos se tornaron sospechas y después hipótesis. De entrada, hubiese o no una banda de destripadores, parecía haber, por lo menos, una banda de escritores. Tres, conjeturó. Dos adultos jóvenes y un niño. A veces parecía que los adultos se mezclaban pero, a su modo de ver, había que hacer una distinción. Uno sólo era malévolo; el otro, en cambio, tenía arranques de manía religiosa que oscilaba desde la piedad histérica a la blasfemia atroz. Era el que firmaba Satán, Dios y su fusión teológica: Satán Dios. En cuanto al chico, tenía un lenguaje realmente soez, y Arthur le calculó una edad entre los doce y los dieciséis años. Los adultos también se jactaban de sus dotes de falsificación. «¿Crees que no podríamos imitar la letra de tu chico?», le había escrito uno de ellos al vicario, en 1892. Y, para demostrarlo, había una página entera cubierta con las firmas verosímiles y enrevesadas de toda la familia Edalji, de la familia Brookes y de otros vecinos.
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