Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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Dijo que el nombre de su compañero era Fred Wynn. Sí, era pariente del fontanero y operario de gas de Wyrley. Sobrino, quizá, o primo segundo. Wynn vivía dos pueblos más allá e iban juntos a la escuela de Walsall. No, había perdido todo contacto con él. En cuanto al incidente de tantos años atrás, lo de la carta y los escupitajos, él y Wynn habían estado en su día bastante seguros de que eran obra del chico que había roto la ventanilla del vagón y luego trató de echarles la culpa. Ellos le culparon a él, y los responsables de la compañía ferroviaria los entrevistaron a los tres, así como a los padres de Wynn y de Brookes. Pero no pudieron dilucidar quién decía la verdad, y al final reconvinieron a todos los implicados. Y ahí acabó todo. El otro chico se llamaba Speck. Vivía en algún sitio cerca de Wyrley. Pero no, hacía años que Brookes no lo veía.

Arthur anotó todo esto con su portaminas de plata. Juzgó que la información valía dos chelines y tres peniques. Frederick Brookes no puso objeciones.

Al regresar al hotel Imperial Family, entregaron a Arthur una nota de Jean.

Mi queridísimo Arthur:

Te escribo para saber cómo van tus grandes investigaciones. Ojalá estuviera a tu lado reuniendo pruebas e interrogando a sospechosos. Todo lo que haces es tan importante para mí como mi propia vida. Te echo de menos, pero me alegra pensar en lo que intentas hacer por tu joven amigo. No tardes en informar de todo lo que hayas averiguado a tu Jean, que te quiere y te adora.

Arthur se quedó desconcertado. Para ser una carta de amor, le parecía atípicamente directa. Quizá no fuera de amor. Sí, claro que lo era. Pero algo distinta. Bueno, Jean era diferente, diferente de todo lo que había conocido. Ella le sorprendía, incluso al cabo de diez años. Estaba orgulloso de ella y también de que le sorprendiera.

Más tarde, mientras él releía la nota por última vez aquella noche, Alfred Wood velaba en un dormitorio más pequeño de un piso más alto. En la oscuridad sólo distinguía, sobre el tocador, los tres paquetes envueltos que les había vendido aquel taimado ferretero. Brookes también había pedido que sir Arthur le pagara un «depósito» por el préstamo de las cartas anónimas que tenía en su poder. Wood se había abstenido adrede de todo comentario antes o después de aquello, lo cual podía ser el motivo probable de que su patrono le hubiera acusado de estar de malhumor en el tren.

Aquel día había desempeñado la función de investigador adjunto: socio, casi amigo de sir Arthur. Después de cenar, en la mesa de billar del hotel, la rivalidad había igualado a los dos hombres. Al día siguiente volvería a asumir su cometido habitual de secretario y amanuense, y a escribir al dictado como una taquígrafa. No le molestaba esta diversidad de funciones y registros mentales. Era leal a su patrono y le servía con diligencia y eficacia en cualquier desempeño que fuera necesario. Si sir Arthur le pedía que declarase obviedades, él lo haría. Si le pedía que las omitiese, enmudecería.

También esperaba de Wood que no advirtiese lo obvio. Cuando un empleado corrió hacia ellos en el vestíbulo con una carta, Wood no se fijó en que la mano de sir Arthur temblaba al recibirla, ni tampoco en que se la había guardado en el bolsillo como un colegial. Tampoco se percató del ansia con que sir Arthur se encerró en su cuarto antes de la cena, ni en la posterior alegría que mostró durante toda la cena. Era una importante aptitud profesional -observar sin fijarse-, cuya utilidad había aumentado en el curso de los años.

Pensó que quizá le costara un poco adaptarse a la señorita Leckie; dudaba, sin embargo, de que siguiera usando su nombre de soltera al cabo de los siguientes doce meses. Él serviría a la segunda lady Conan Doyle con la misma eficiencia con que había servido a la primera, aunque con un entusiasmo menos inmediato. No sabía muy bien cuánto apreciaba a la señorita Leckie. Aunque esto carecía de importancia. Al maestro de escuela no tenía por qué gustarle la mujer del director. Y nunca le preguntarían su opinión. Así que no importaba. Pero a lo largo de los ocho o nueve años en que ella había estado visitando Undershaw, él se había preguntado muchas veces si no había algo un poco falso en aquella joven. En un determinado momento ella se había dado cuenta de la importancia que tenía Wood en la vida cotidiana de Arthur; a partir de entonces se empeñó en resultarle agradable. Más que agradable. Había puesto su mano sobre el brazo de él y hasta, imitando a sir Arthur, le había llamado Woodie. Él lo consideraba una confianza que ella no se había ganado. Ni siquiera la señora Doyle -como siempre la llamaba en su fuero interno- le había llamado así. La señorita Leckie hacía un notable esfuerzo por parecer natural, como si a duras penas pudiera contener una gran cordialidad instintiva; pero para Wood era una especie de coquetería. Apostaría a cualquiera cien puntos de ventaja a que sir Arthur no lo veía así. Su patrono se complacía en sostener que el juego del golf era una coqueta; a Wood, en cambio, le parecía que los deportes jugaban más limpio que la mayoría de las mujeres.

Pero daba igual. Si sir Arthur tenía lo que quería, y Jean Leckie también, y eran felices juntos, ¿qué había de malo en ello? Pero a Alfred Wood le hacía sentirse un poco más aliviado el hecho de que él mismo nunca hubiera tenido el proyecto de casarse. No veía las ventajas de este arreglo, excepto desde un punto de vista higiénico. Te casabas con una mujer auténtica y acababas aburriéndote de ella; te casabas con una falsa y no te dabas cuenta de que te daba sopas con hondas. Al parecer, eran las dos únicas opciones de que disponía un hombre.

Sir Arthur le acusaba en ocasiones de tener mal genio. Para Wood, sin embargo, eran más bien silencios… y pensamientos obvios. Por ejemplo, sobre la señora Doyle: sobre los tiempos felices de Southsea, los atareados de Londres y los largos meses tristes del final. También tenía pensamientos acerca de la futura lady Conan Doyle y la influencia que podría ejercer sobre sir Arthur y familia. Pensamientos sobre Kingsley y Mary y sobre cómo recibirían a su madrastra o, más bien, a aquella madrastra concreta. Kingsley, sin duda, sobreviviría: poseía ya la alegre virilidad de su padre. Pero Wood temía un poco por Mary, que era una chica muy delicada y ansiosa.

Bueno, bastaba por aquella noche. Una cosa más: pensó que a la mañana siguiente quizá se dejase olvidados, por casualidad, la rasqueta y los demás paquetes.

En Undershaw, Arthur se retiró a su estudio, llenó su pipa y empezó a meditar una estrategia. Estaba claro que tendría que ser un ataque por dos flancos. La primera acometida demostraría de una vez para siempre que George Edalji era inocente; no sólo había sido condenado injustamente por medio de pruebas falsas, sino que era inocente por completo, cien por cien inocente. La segunda ofensiva descubriría al verdadero culpable, obligaría al Ministerio del Interior a admitir sus errores y daría lugar a un juicio nuevo.

Cuando se puso a trabajar, Arthur sintió que de nuevo sabía qué terreno pisaba. Era como empezar un libro: tenías la historia pero no completa, casi todos los personajes pero no todos, algunos pero no todos los nexos causales. Tenías el principio y el final. Tendrías que guardar en la cabeza al mismo tiempo un gran número de temas. Habría algunos en movimiento, otros estáticos; algunos volarían, otros opondrían resistencia a toda la energía mental que descargabas sobre ellos. Bueno, estaba acostumbrado. Y así, como en una novela, tabuló las cuestiones clave y tomó notas breves al respecto.

1. JUICIO

Yelverton. Utilizar expediente (con perm.), construir, afilar. Cauto-abogado. ¿Vachell? No; evitar repet. la defensa. Lástima no haya transcripción oficial (¿campaña para esto?). ¿Fiables los artículos de prensa? (aparte de Umpire).

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