– No nos rindamos tan pronto. Veremos lo que se le ocurre respecto a mi segunda laguna. Que es la siguiente. Dejando aparte aquel episodio temprano con la criada, el hostigamiento de los Edalji tiene lugar en dos capítulos separados. El primero va de 1892 al principio mismo de 1896. Es intenso y creciente. De repente cesa. Durante siete años no ocurre nada. Después vuelve a empezar y destripan al primer caballo. Febrero de 1903. ¿Por qué ese intervalo? Es lo que no entiendo, ¿por qué ese intervalo? Investigador Wood, ¿qué opina usted?
El secretario no disfrutaba mucho de este juego; le parecía ideado de tal modo que únicamente podía perder.
– Quizá porque el culpable, fuera quien fuese, no estaba allí.
– ¿Dónde?
– En Wyrley.
– ¿Dónde estaba?
– Se había ido.
– ¿Adonde?
– No lo sé, sir Arthur. Quizá estuviera en la cárcel. Quizá se marchara a Birmingham. Quizá se embarcara.
– Lo dudo mucho. De nuevo, es demasiado obvio. La gente de la comarca lo habría notado. Habría habido habladurías.
– Los Edalji dicen que no oyeron ninguna.
– Hum. Veamos si las oyó Harry Charlesworth. Ahora bien, el tercer punto que no entiendo es la cuestión de los pelos en la ropa. Si en este punto pudiésemos eliminar lo obvio…
– Gracias, sir Arthur.
– Oh, por el amor de Dios, Woodie, no se ofenda. Es demasiado valioso para ofenderse.
Wood reflexionó que siempre había tenido alguna simpatía por el personaje del doctor Watson.
– ¿Cuál es el problema, señor?
– El problema es el siguiente. La policía examinó la ropa de George en la vicaría y dijo que había pelos en ella. El vicario, su mujer y su hija examinaron la ropa y dijeron que no los había. El médico de la policía, el doctor Butter, y estos médicos son, según mi experiencia, los más escrupulosos, declaró que había encontrado veintinueve pelos «de longitud, color y textura similares» a los del pony mutilado. Aquí hay, por tanto, un conflicto claro. ¿Cometieron perjurio los Edalji para proteger a George? Cabría pensar que es lo que creyó el jurado. La explicación de George fue que quizá se hubiera apoyado en un cercado donde había vacas pastando. No me sorprende que el jurado no le creyera. Suena como la declaración de alguien vencido por el pánico, no una descripción de algo que ocurrió. Además, sigue dejando a los familiares como perjuros. Si había pelos en la ropa, los habrían visto, ¿no?
Aquí Wood se tomó su tiempo. Desde que empezó a trabajar para sir Arthur, había ido adquiriendo funciones nuevas. Secretario, amanuense, falsificador de firma, copiloto, compañero de golf, adversario de billar; ahora, caja de resonancia y enunciador de obviedades. Además de alguien dispuesto a hacer el ridículo. Pues que así fuera.
– Si los pelos no hubieran estado en la ropa cuando los Edalji la examinaron…
– Sí…
– Y si no estaban allí antes porque George no se había recostado en ningún cercado…
– Sí…
– Entonces tuvieron que llegar allí después.
– ¿Después de qué?
– Después de que la ropa saliera de la vicaría.
– ¿Quiere decir que los puso el doctor Butter?
– No. No lo sé. Pero si quiere la respuesta obvia, es que llegaron a la ropa después. De una forma u otra. Y, en tal caso, la policía miente. O alguien de la policía.
– Lo cual no es imposible. ¿Sabe, Alfred? No está necesariamente equivocado, se lo aseguro.
Un cumplido, reflexionó Wood, que el doctor Watson habría recibido con orgullo.
Al día siguiente volvieron a Wyrley sin hacer tanto hincapié en que no les vieran, y visitaron a Harry Charlesworth en su lechería. Conteniendo la respiración, pasaron por entre los desechos de una manada de vacas y entraron en un pequeño despacho, en un anexo de la parte trasera de la casa. Había tres sillas desvencijadas, un pequeño escritorio, una estera de rafia embarrada y un calendario del mes anterior en un rincón de la pared. Harry era un joven rubio y de cara franca que parecía alegrarse de aquella interrupción en el trabajo.
– ¿Así que vienen por lo de George?
Arthur miró enfadado a Wood, que movió la cabeza desmintiéndolo.
– Fueron a la vicaría anoche.
– ¿Nosotros?
– Bueno, en todo caso vieron a dos desconocidos que iban a la vicaría después de anochecer, y uno de ellos era un caballero alto que se tapaba el bigote con la bufanda, y el otro uno más bajo y con un sombrero hongo.
– Vaya -dijo Arthur.
Quizá, al fin y al cabo, debería haberse comprado un disfraz.
– Y ahora esos mismos caballeros, aunque bastante menos disfrazados, vienen a verme para hablar de un asunto que me dijeron que era confidencial pero que enseguida van a revelarme.
Harry Charlesworth se estaba divirtiendo mucho. También le hacía feliz rememorar.
– Sí, de niños fuimos compañeros de clase. George siempre fue muy callado. Nunca se metía en líos, no era como los demás. Y era inteligente. Más que yo, y yo era listo en aquel entonces. Ahora ya no se me nota. Ya ven, pasarse el día mirando el trasero de una vaca desgasta la inteligencia.
Arthur pasó por alto este desvío hacia una vulgar autobiografía.
– Pero ¿George tenía enemigos? ¿Le tenían inquina… por el color de su piel, por ejemplo?
Harry reflexionó un momento.
– No, que yo recuerde. Pero ya sabe lo que pasa con los chicos: tienen gustos y aversiones distintas de los adultos. Y cambian de un mes a otro. Si a George le tenían inquina, era más por ser inteligente. O porque su padre era el vicario y desaprobaba las diabluras que suelen tramar los chicos. O porque era miope. El maestro le colocó delante para que viese el encerado. Quizá pensaron que era un favoritismo. Un motivo más normal para tenerle manía que el color de su piel.
El análisis de Harry de las atrocidades de Wyrley no fue complejo. La acusación contra George era una tontería. La policía era tonta. Y la estupidez más grande de todas era la idea de que una banda misteriosa merodease de noche al mando de un misterioso capitán.
– ¿Cómo lo sabe?
– Harry, tendremos que entrevistarnos con el soldado Green, porque es la única persona de la región que se ha confesado culpable de destripar a un caballo.
– ¿Les apetece hacer un largo viaje?
– ¿Adonde?
– A Sudáfrica. Ah, no lo sabían.
Harry Green sacó un pasaje para Sudáfrica un par de semanas después de que terminara el juicio. Era un billete de ida.
– Interesante. ¿Tiene idea de quién se lo pagó?
– Bueno, Harry Green no fue, eso seguro. Alguien interesado en quitarle de en medio.
– ¿La policía?
– Es posible. Por la época en que se marchó no es que estuvieran muy contentos con él. Se retractó de su confesión. Dijo que él no había mutilado a un caballo y que la policía le forzó a confesar.
– Demonios, ¿sí? ¿Qué le parece, Woodie?
Wood, como era de esperar, declaró lo más obvio.
– Bueno, yo diría que mintió la primera o la segunda vez. O -añadió con un deje malicioso- quizá las dos veces.
– Harry, ¿puede averiguar si el señor Green tiene una dirección de su hijo en Sudáfrica?
– Puedo intentarlo.
– Y otra cosa. ¿Se habló en Wyrley de quién pudo haberlo hecho, ya que George no lo hizo?
– Siempre hay habladurías. Hablar no cuesta dinero. Lo único que yo diría es que tiene que ser alguien que sepa tratar a los animales. No puedes acercarte a un caballo, a una oveja o a una vaca y decirle, no te muevas, preciosa, mientras te saco las tripas. Me gustaría ver a George Edalji entrar en la lechería y tratar de ordeñar a una de mis vacas… -Harry se regodeó un instante con esta idea-. Lo mataría a coces o caería en la mierda antes de haber podido ponerle el taburete debajo.
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