Podmore se había mostrado extrañamente negativo sobre aquella casa; sospechaba que algún socio del anfitrión estaba escondido detrás de los paneles. A la sazón, Arthur aceptó este dictamen. Sin embargo, unos años después, un incendio la arrasó hasta los cimientos; y -lo que es aún más significativo- fue exhumado en el jardín el esqueleto de un niño no mayor de diez años. Para Arthur, aquello lo cambiaba todo. En los casos en que una joven vida es arrebatada de una forma violenta, a menudo brota una reserva de vitalidad no utilizada. En momentos así, lo desconocido y lo maravilloso nos presionan por todos los lados; se yerguen formas fluctuantes y nos avisan de las limitaciones de lo que llamamos materia. Aquello fue para Arthur una explicación irrefutable; Podmore, por su parte, se había negado a una rectificación retrospectiva de su informe. De hecho, se había conducido en todo momento más como un maldito escéptico materialista que como un experto encargado de autentificar fenómenos paranormales. Con todo, ¿por qué preocuparse de los Podmore de este mundo cuando tienes a Crookes y a Myers, a Lodge y a Alfred Russel Wallace? Arthur se repitió la fórmula: es increíble pero cierto. La primera vez que oyó estas palabras, le parecieron una paradoja flexible; ahora se estaban consolidando como una certeza férrea.
Se entrevistó con Wood en el hotel Imperial Family de Temple Street. Era menos probable que le reconocieran aquí que en el Grand, donde normalmente se hubiera alojado. Tenían que minimizar las posibilidades de que apareciera un titular jocoso en los ecos de sociedad de la Gazette o el Post: ¿QUÉ SE TRAE ENTRE MANOS SHERLOCK HOLMES EN BIRMINGHAM?
Tenían previsto una incursión en Great Wyrley para última hora de la tarde siguiente. Al socaire del anochecer decembrino, irían a la vicaría con el mayor anonimato posible y volverían a Birmingham en cuanto hubieran terminado su tarea. Arthur se empeñó en visitar una tienda de vestuario de teatro para dotarse de una barba postiza durante la expedición, pero Wood le disuadió. Le dijo que así llamarían más la atención; de hecho, su presencia en aquella tienda daría pie a párrafos inoportunos en la prensa local. Una bufanda y un cuello vuelto, junto con el parapeto de un periódico en el tren, bastarían para llegar indemnes a Wyrley; después recorrerían el camino a la vicaría por la carretera mal iluminada como si…
– ¿Como si fuéramos qué? -preguntó Arthur.
– ¿Necesitamos camuflarnos?
Wood no comprendía por qué su patrono insistía tanto en que se disfrazaran; primero un disfraz material, luego uno psicológico. A su entender, era un derecho inalienable de un inglés decir a otros, en especial al típico entrometido, que no se metiera donde no le llamaban.
– Desde luego. Lo necesitamos. Tenemos que considerarnos…, hum… Ya sé: emisarios de la inspección eclesial, que venimos a verificar el informe del vicario sobre la estructura de St. Mark.
– Es una iglesia relativamente nueva y de construcción sólida -contestó Wood. Luego captó la mirada de su patrono-. Bueno, si insiste, sir Arthur.
A última hora de la tarde siguiente, en New Street, eligieron un vagón que los dejase lo más lejos posible del edificio de la estación de Wyrley y Churchbridge. Mediante esta estratagema proyectaban eludir la mirada curiosa de otros pasajeros que se apeasen allí. Pero resultó que nadie más bajó del tren y, en consecuencia, los impostores clericales fueron escrutados más a fondo por el jefe de estación. Arthur casi se sintió como si estuviese de juerga cuando, para defenderse, se tapó el bigote con la bufanda. «Tú no me conoces -pensó-, pero yo sí te conozco a ti: Abert Ernest Merriman, el hijo de Samuel. ¡Vaya aventura!»
Siguió a Wood a lo largo de un camino oscurecido; en algún punto orillaron una taberna, pero el único indicio de actividad era un hombre repantigado en la entrada y concentrado en mordisquearse la gorra. Al cabo de ocho o nueve minutos, en que sólo les molestó alguna que otra farola de gas, llegaron a la fea mole de St. Mark, con su alto tejado a dos aguas. Wood guió a su patrono a lo largo del muro meridional, tan pegado a la pared que Arthur no advirtió que la piedra grisácea tenía vetas de un rojo violeta. Cuando rebasaron el pórtico, a unos treinta metros más allá del extremo oeste de la iglesia surgieron dos edificios: a la derecha, un aula de ladrillo oscuro con un débil diseño de rombos incrustado en un ladrillo más claro; a la izquierda, la vicaría, más voluminosa. Unos instantes después, Arthur estaba mirando el amplio umbral donde, quince años antes, habían depositado la llave de la escuela de Walsall. Al levantar la aldaba y calcular la suavidad con que debería dejarla caer, se imaginó la llegada más tempestuosa del inspector Campbell con su grupo de agentes especiales y el alboroto que había causado en aquel hogar tranquilo.
El vicario, su mujer y su hija les estaban esperando. Sir Arthur reconoció de inmediato el origen de los buenos y sencillos modales de George, y también de su reserva. La familia se alegró de su llegada, pero no le recibió con efusión; conscientes de su fama, pero no intimidados por ella. A Arthur le alivió por una vez verse delante de tres personas de las que hubiese apostado que no habían leído ni uno solo de sus libros.
El vicario tenía la tez más clara que su hijo, la parte superior de la cabeza plana y entradas en la frente, y un aspecto fuerte, como de bulldog. La boca era idéntica a la de George, pero a Arthur le pareció que era más agraciado y occidental que su hijo.
Trajeron dos gruesas carpetas. Arthur sacó un papel al azar: una carta doblada en una sola hoja y compuesta de cuatro páginas de letra apretada.
«Mi querido Shapurji -leyó-, ¡¡¡tengo el gran placer de informarte de que nos proponemos reanudar el acoso del vicario!!! (vergüenza de Great Wyrley).» Era una letra más pasable que pulcra, pensó. «… un determinado manicomio a menos de ciento cincuenta kilómetros de tu casa tres veces maldecida… y de la que serás expulsado por la fuerza si profieres cualquier opinión firme.» Hasta aquí tampoco había faltas de ortografía. «Enviaré en tu nombre y en el de Charlotte el doble de postales infernales a la menor oportunidad que se presente.» Se suponía que Charlotte era la mujer del vicario. «Venganza contra ti y Brookes…» Este nombre le resultaba familiar a Arthur, gracias a sus pesquisas. «… he enviado al mensajero una carta en su nombre diciendo que no será responsable de las deudas de su mujer… Repito que no hará falta que la locura se encargue de ti porque esas personas están seguras de que te habrán detenido.» Y a continuación, en cuatro líneas descendentes, una despedida burlona:
Te desea feliz Navidad y Año Nuevo,
siempre tuyo,
tu Satán,
Satán Dios
– Venenoso -dijo sir Arthur.
– ¿De quién es esa carta?
– Es una de Satán.
– Sí -dijo el vicario-. Un corresponsal prolífico.
Arthur inspeccionó algunos documentos más. Una cosa era oír hablar de cartas anónimas, y hasta leer extractos de ellas en la prensa. Así parecían bromas infantiles. Y otra cosa muy distinta, comprendió, tenerlas en la mano y estar sentado con sus destinatarios. Aquella primera carta era un texto inmundo, con su canallesca referencia a la mujer del vicario por su nombre de pila. Obra de un lunático, quizá, aunque dotado de una letra clara y bien formada, capaz de expresar con lucidez su odio retorcido y sus planes vesánicos. A Arthur no le sorprendió que los Edalji cerraran con llave las puertas por la noche.
– «Feliz Navidad» -leyó en voz alta Arthur, todavía medio incrédulo-. ¿Y no tiene sospechas de quién podría haber escrito estas groserías?
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