– ¿Sospechas? Ninguna.
– ¿Y aquella criada a la que tuvo que despedir?
– Se marchó del distrito. Se fue hace mucho.
– ¿Y su familia?
– Su familia es gente decente. Sir Arthur, como puede imaginar, hemos pensado mucho en esto desde el principio. Pero no tengo sospechas. No escucho los chismes y rumores, y si lo hiciera, ¿de qué me serviría? Los chismes y rumores son los responsables de que encarcelaran a mi hijo. No desearía que le hicieran a otro lo que le hicieron a él.
– A no ser que fuera el culpable.
– Sí.
– Y ese Brookes, ¿es el tendero y el ferretero?
– Sí. También recibió cartas anónimas durante una época. Pero se lo tomó con más calma. O con más pereza. En todo caso, no quiso recurrir a la policía. Había habido en el ferrocarril algún incidente relacionado con su hijo y otro chico…; ya no recuerdo los detalles. Brookes nunca habría hecho causa común con nosotros. Tengo que decirle que en esta zona no sienten mucho respeto por la policía. Es una ironía que de todos los habitantes del pueblo fuéramos los más dispuestos a confiar en la policía.
– Excepto en el jefe.
– Su actitud no fue… servicial.
– Señor A y dlji -Arthur hizo un esfuerzo específico para pronunciarlo bien-, tengo el propósito de descubrir por qué. Voy a remontarme al comienzo del caso. Dígame, aparte de las persecuciones directas, ¿ha sufrido alguna otra acción hostil desde que vino aquí?
El vicario dirigió a su mujer una mirada inquisitiva.
– Las elecciones -contestó ella.
– Sí, es cierto. Más de una vez he prestado el aula para reuniones políticas. Los liberales tenían problemas para encontrar salas. Yo también soy liberal… Hubo quejas de algunos de los parroquianos más conservadores.
– ¿Más que quejas?
– Es verdad que uno o dos dejaron de venir a St. Mark.
– ¿Y usted siguió prestando el aula?
– Desde luego. Pero no quiero exagerar. Estoy hablando de protestas, expresadas con firmeza pero con educación. No hablo de amenazas.
Sir Arthur admiró la precisión del vicario; también, que no se compadeciera de sí mismo. Había advertido las mismas cualidades en George.
– ¿Participó el capitán Anson?
– ¿Anson? No, fue algo mucho más local. Sólo intervino más tarde. He incluido sus cartas para que las vea.
Arthur pidió a la familia que repasara los sucesos ocurridos desde agosto hasta octubre de 1903, atento a cualquier incoherencia, detalle pasado por alto o evidencias discordantes.
– En retrospectiva, es una lástima que no despacharan al inspector Campbell y a sus hombres hasta que tuviesen una orden de registro, y que no aguardasen su regreso en presencia de un abogado.
– Pero eso habría sido la conducta de personas culpables. No teníamos nada que ocultar. Sabíamos que George era inocente. Cuanto más pronto registrase la policía la casa, antes podrían dar a su investigación un rumbo más fructífero. De todos modos, el inspector Campbell y sus hombres se comportaron con toda corrección.
«No todo el tiempo», pensó Arthur. Había algo en el caso que no entendía, algo relacionado con la visita de la policía.
– Sir Arthur -era la voz baja de la señora Edalji, delgada, de pelo blanco-. ¿Puedo decirle dos cosas? Una, qué agradable es volver a oír una voz escocesa en estas regiones. ¿Detecto acaso un acento de Edimburgo?
– En efecto, señora.
– Y la segunda se refiere a mi hijo. Usted ha conocido a George.
– Me impresionó mucho. Conozco a muchas personas que no se habrían mantenido tan fuertes de cuerpo y mente después de tres años en Lewes y Portland. Debe de estar orgullosa.
La señora Edalji sonrió fugazmente ante el cumplido.
– Lo que más desea George es que le permitan volver a su trabajo de abogado. Es lo que siempre ha querido. Quizá sea peor para él ahora que cuando estuvo en la cárcel. Entonces las cosas estaban más claras. Ahora vive en un compás de espera. El Colegio de Abogados no puede readmitirle hasta que hayan lavado la mancha de su nombre.
No había nada que galvanizase más a Arthur que el ruego de una suave y anciana voz femenina escocesa.
– Tenga la seguridad, señora, de que pienso hacer un ruido tremendo. Voy a remover las cosas. Unas cuantas personas no dormirán ya en su cama tan a pierna suelta cuando les haya dado su merecido.
Pero esto no parecía ser la promesa que quería la señora Edalji.
– Eso espero, sir Arthur, y se lo agradecemos. Lo que estoy diciendo es algo distinto. George es, como habrá observado, un chico…, un joven, mejor dicho, muy resistente. Para serle sincera, su resistencia nos sorprendió a los dos. Le creíamos más frágil. Está resuelto a reparar esta injusticia. Pero sólo quiere eso. No quiere notoriedad. No quiere convertirse en abogado de ninguna causa concreta. No representa a ninguna. Quiere volver a trabajar. Quiere una vida ordinaria.
– Quiere casarse -intervino la hija, que hasta el momento no había abierto la boca.
– ¡Maud! -en el tono del vicario hubo más sorpresa que reproche-. ¿Cómo es posible? ¿Desde cuándo? Charlotte… ¿Sabías algo de esto?
– Padre, no te alarmes. Me refiero a que quiere casarse en general.
– Casarse en general -repitió el vicario. Miró a su distinguido visitante-. ¿Cree que eso es posible, sir Arthur?
– Yo, por mi parte -contestó Arthur, riéndose-, sólo he estado casado en particular. Es el método que entiendo, y el que recomendaría.
– En ese caso -y el vicario sonrió por primera vez-, tenemos que prohibir a George que se case en general.
De nuevo en el hotel Imperial Family, Arthur y su secretario tomaron una cena tardía y se retiraron a un salón fumador desocupado. Arthur encendió la pipa y observó cómo Wood prendía un cigarrillo de alguna marca barata.
– Una excelente familia -dijo sir Arthur-. Modesta, admirable.
– En efecto.
Arthur tuvo una aprensión súbita, generada por las palabras de la señora Edalji. ¿Y si su llegada al escenario de los hechos ocasionaba nuevas persecuciones? Al fin y al cabo, Satán -es decir, el Satán Dios- estaba allí fuera afilando su lápiz y su instrumento curvo con los lados cóncavos. Satán Dios: qué singularmente repulsivas eran las perversiones de una religión institucional en cuanto empezaba su declive irreversible. Cuanto antes demolieran todo aquel edificio, mejor.
– Woodie, déjeme utilizarle como caja de resonancia. -No esperó una respuesta; tampoco el secretario pensó que la esperase-. Hay tres aspectos del caso que de momento no comprendo. Hay algunas lagunas. Y la primera es por qué Anson cogió ojeriza a George Edalji. Ya ha visto las cartas que le escribió al vicario. Amenazando a un colegial con trabajos forzados.
– Sí.
– Anson es un hombre notable. Me he documentado. El segundo hijo del segundo conde de Lichfield. Ex artillero real. Jefe de la policía desde 1888. ¿Por qué un hombre así escribiría semejante carta?
Wood se limitó a carraspear.
– ¿Y bien?
– No soy un investigador, sir Arthur. Le he oído decir que en el oficio de detective hay que eliminar lo imposible, y lo que queda, por improbable que sea, tiene que ser la verdad.
– Ay, esa formulación no es mía. Pero la respaldo.
– Por eso no valgo para investigador. Si alguien me pregunta algo, sólo busco la respuesta obvia.
– ¿Y cuál sería la respuesta obvia en el caso del capitán Anson y George Edalji?
– Que siente aversión por las personas de color.
– Eso, en efecto, es muy obvio, Alfred. Tanto, que no puede ser así. Por muchos defectos que tenga, Anson es un caballero inglés y un jefe de la policía.
– Ya le he dicho que no soy un investigador.
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