– Harry Charlesworth -responde George automáticamente, como si estuviera delante de la tía abuela Stoneham, o de Greenway y Stentson-. Bueno, en la escuela ocupábamos pupitres contiguos. Me hice pasar por amigo suyo. Éramos los primeros de la clase. Mi padre me reprendía por no ser más amigable con los hijos de los granjeros, pero la verdad es que no era posible tener mucho contacto. Harry Charlesworth dirige ahora la lechería de su padre. Tiene fama de honrado.
– ¿Dice que tenía poco trato social con el pueblo?
– Y el pueblo conmigo. Lo cierto, sir Arthur, es que después de licenciarme siempre intenté vivir en Birmingham. Entre nosotros, Wyrley me parecía un lugar aburrido y atrasado. Al principio seguí viviendo en casa, tenía miedo de dar la noticia a mis padres, y sólo me servía del pueblo para cosas necesarias. Reparar unas botas, por ejemplo. Y luego, poco a poco, me vi… no exactamente atrapado, pero sí tan metido en la vida familiar que cada vez se me hacía más cuesta arriba la sola idea de marcharme. Y estoy muy unido a mi hermana Maud. En esta situación estaba hasta que… me hicieron lo que usted sabe. Después de salir de la cárcel me resultó imposible volver a Staffordshire. Así que ahora vivo en Londres. Me hospedo en Mecklenburgh, en casa de la señorita Goode. Mi madre pasó conmigo las primeras semanas después de mi liberación. Pero mi padre la necesita en casa. Viene cuando puede para ver cómo estoy. Mi vida -George hace una pausa-, mi vida, como usted ve, está en suspenso.
Arthur vuelve a reparar en la precisión y la cautela con que George se expresa, ya describa grandes o pequeñas cuestiones, emociones o hechos. Es un testigo excelente. No es culpa suya no ver lo que otros ven.
– Señor Edalji…
– George, por favor.
Sir Arthur ha reincidido en la pronunciación de E-dal-ji, y a su nuevo valedor hay que ahorrarle la molestia.
– Usted y yo, George, usted y yo somos… ingleses no oficiales.
A George le sorprende esta observación. Considera que sir Arthur, en realidad, personifica al inglés oficial: su nombre, su porte, su fama, su aire de sentirse perfectamente a gusto en este gran hotel de Londres, e incluso el tiempo que ha hecho esperar a George. Si no le hubiese parecido que sir Arthur formaba parte de la Inglaterra oficial, tal vez no le habría escrito. Pero parece descortés cuestionar la categoría en que alguien se incluye a sí mismo.
Reflexiona sobre su propio estatus. ¿En qué es inferior a un inglés pleno? Él lo es por nacimiento, por ciudadanía, por educación, por religión y por profesión. ¿Quiere decir sir Arthur que cuando le privaron de la libertad y le inhabilitaron para ejercer, le borraron asimismo del registro de ciudadanos ingleses? En tal caso, no tiene otro país. No puede retroceder dos generaciones. Difícilmente podría volver a la India, un país que nunca ha visitado y que no tiene un gran interés en visitar.
– Sir Arthur, cuando… empezaron mis problemas, mi padre me llevaba a veces a su estudio y me hablaba de los logros de parsis famosos. De que uno de ellos llegó a ser un empresario próspero y de que otro llegó a parlamentario. Un día, aunque no me interesan nada los deportes, me habló de un equipo parsi de criquet que vino de Bombay de gira por Inglaterra. Parece ser que fue el primer equipo indio que visitó estas costas.
– En 1886, creo. Jugó alrededor de treinta partidos y sólo ganó uno, me temo. Disculpe…, en mis horas libres me dedico a leer el Wisden. Volvieron un par de años más tarde, con mejores resultados, me parece recordar.
– Ya ve, sir Arthur, está usted más informado que yo. Y no puedo fingir que soy lo que no soy. Mi padre me educó como un inglés y cuando las cosas se ponen difíciles, no puede tratar de consolarme con cosas en las que nunca hizo hincapié antes.
– ¿Su padre era de…?
– Bombay. Lo convirtieron unos misioneros. Escoceses, por cierto. Como mi madre.
– Comprendo a su padre -dice; sir Arthur. George se da cuenta de que es la primera vez en su vida que oye esta frase-. Las verdades de una raza y las de la religión no siempre se encuentran en el mismo valle. A veces es necesario cruzar en invierno un risco alto y nevado para descubrir una verdad más grande.
George rumia este comentario como si fuera una declaración jurada.
– Pero en ese caso, ¿no tienes el corazón dividido ni estás aislado de tu gente?
– No; entonces tu deber es hablarle del valle que hay al otro lado del risco. Miras al pueblo de donde has partido y observas que te saludan con la bandera porque se figuran que alcanzar esa cresta es ya un triunfo. Pero no lo es. Así que levantas el bastón de esquiar y se lo señalas. Allá abajo, les indicas, allí abajo está la verdad, allí, en el valle siguiente. Seguidme, traspasad el risco.
George acudió a la cita en el Grand Hotel convencido de que examinarían detenidamente las pruebas de su caso. La conversación ha adoptado sesgos inesperados. Se siente un poco desorientado. Sir Arthur percibe cierta desazón en su nuevo amigo. Se siente responsable; se ha propuesto alentarlo. Basta ya de reflexiones; es tiempo de acción. Y también de rabia.
– George, los que le han apoyado hasta ahora, el señor Yelverton y los demás, han hecho una labor inestimable. Han sido totalmente diligentes y correctos. Si el Estado inglés fuera una institución racional, usted ya estaría de nuevo en su bufete de Newhall Street. Pero no lo es. Mi plan, por tanto, no consiste en repetir la tarea del señor Yelverton, expresar las mismas dudas razonables y hacer las mismas peticiones razonables. Yo voy a hacer algo diferente. Voy a hacer mucho ruido. A los ingleses, los ingleses oficiales, no les gusta el ruido. Lo consideran vulgar; les molesta. Pero si la razón apacible no ha surtido efecto, les daré una razón ruidosa. No usaré la puerta de atrás, sino la entrada principal. Tocaré un gran tambor. Tengo intención de sacudir bastantes árboles, George, y veremos qué fruta podrida cae.
Sir Arthur se levanta para despedirse. Domina con su estatura al pequeño abogado. Pero no lo ha hecho durante la conversación. A George le asombra que un hombre tan célebre sepa escuchar y a la vez despotricar, ser suave y también enérgico. A pesar de las últimas palabras de sir Arthur, siente la necesidad de una comprobación básica.
– Sir Arthur, puedo preguntarle…, por decirlo sin rodeos…, ¿cree que soy inocente?
Sir Arthur le dirige una mirada clara y serena.
– George, he leído los artículos de prensa y ahora le he conocido en persona. Así que mi respuesta es: no, no pienso que usted sea inocente. No, no creo que sea inocente. Sé que es inocente.
A continuación le tiende una mano grande, atlética, endurecida por numerosos deportes absolutamente desconocidos para George.
En cuanto Wood se hubo familiarizado con el expediente, lo envió en calidad de explorador. Tenía que inspeccionar la zona, calibrar el talante de los lugareños, beber con moderación en tabernas y establecer contacto con Harry Charlesworth. Sin embargo, no debía jugar a los detectives y tenía que mantenerse lejos de la vicaría. Arthur no había decidido aún su plan de campaña, pero sabía que la mejor manera de cegar las fuentes de información sería subirse a una tarima y pregonar que Woodie había ido a demostrar la inocencia de George Edalji. E, implícitamente, la culpabilidad de algún otro convecino. No quería alarmar a los intereses de la falsedad.
Se documentó, enfrascado en la biblioteca de Undershaw. Averiguó que la parroquia de Great Wyrley comprendía una serie de residencias y granjas bien edificadas; que su suelo era de cieno y arena, con un subsuelo de arcilla y grava, que sus cosechas principales eran trigo, cebada, nabos y remolacha. La estación, a quinientos metros hacia el noroeste, estaba en el ramal de Walsall, Cannock y Rugeley del ferrocarril noroccidental de Londres. La vicaría, con un valor anual de 265 libras, incluida la residencia, la ocupaba desde 1876 el reverendo Shapurji Edalji, del St. Augustine's College, de Canterbury. El Instituto del Obrero, con sede en Landywood, disponía de 250 butacas para conferencias o conciertos y estaba bien provisto de periódicos y semanarios. Samuel John Mason era el director de la escuela de enseñanza primaria, construida en 1882. El director de la estafeta de correos era William Henry Brookes, que era también tendero, mercero y ferretero; el jefe de estación era Albert Ernest Merriman, que obviamente había heredado la gorra ferroviaria de su padre, Samuel Merriman. Había tres minoristas de cerveza en el pueblo: Henry Badger, la señora Ann Corbett y Thomas Yates. El carnicero era Bernard Greensill. El gerente de la empresa minera de Great Wyrley era William Browell, y su secretario se llamaba John Boult. William Wynn era el fontanero, decorador, operario de gas y dueño de almacén. Todo parecía tan normal; tan ordenado, tan inglés.
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