Un gran porcentaje de las cartas estaban escritas en el mismo papel y habían llegado en sobres similares. A veces empezaba un redactor y luego seguía otro: las parrafadas de Satán Dios iban seguidas, en la misma página, de los garabatos toscos y los dibujos groseros -en todo sentido- del chico. Esto propiciaba la presunción de que los tres vivían bajo el mismo techo. ¿Qué techo podría ser? Puesto que una serie de cartas había sido entregada en propia mano a sus víctimas en Wyrley, era razonable suponer una proximidad no mucho mayor que dos o tres kilómetros.
A continuación, ¿qué clase de techo guarecería a los tres escribas? ¿Algún centro de hospedaje para jóvenes varones de edades diferentes? ¿Una academia, quizá? Arthur consultó directorios educativos, pero no encontró nada situado a una distancia aceptable. ¿Serían los malhechores tres oficinistas o tres dependientes de comercio? Cuanto más reflexionaba tanto más se sentía empujado a concluir que eran miembros de una misma familia, dos hermanos mayores y uno más pequeño. Algunas cartas eran larguísimas, lo que apuntaba a una familia de personas ociosas que disponían de tiempo.
Necesitaba datos más concretos. Por ejemplo, la escuela de Walsall parecía ser un factor constante en el caso, pero ¿qué importancia tenía ese factor? ¿Y aquella carta? El maníaco religioso aludía claramente a Milton. El paraíso perdido, libro primero: la caída de Satán y el lago hirviendo del infierno, que el redactor anunciaba que era su destino final. Lo sería desde luego, si Arthur se salía con la suya. Así pues, había otra pregunta para el director de la escuela: si El paraíso perdido había estado en el programa de estudios y, de ser así, cuántos chicos lo habían estudiado, y si había habido alguno que se lo tomase especialmente a pecho. ¿Se estaba agarrando a un clavo ardiendo, o explorando cada posibilidad? Era difícil decirlo.
Leyó las cartas de la primera a la última y de la última a la primera; las leyó en un orden aleatorio; las barajó como una baraja de naipes. Y entonces su mirada captó algo, y cinco minutos después aporreó de tal manera la puerta de su secretario que parecía que iba a arrancarla de sus goznes.
– Alfred, le felicito. Ha dado en el mismísimo clavo.
– ¿Si?
Arthur arrojó la carta al escritorio de Wood.
– Mire aquí. Y aquí y aquí.
El secretario siguió el dedo que apuntaba, sin enterarse de nada.
– ¿Qué clavo era?
– Mire, hombre, aquí: «Hay que hacer embarcar al chico». Y aquí: «Las olas te pasan por encima». Es la primera carta de Greatorex, ¿no lo ve? Y aquí también: «No creo que me colgasen, sino que me embarcarían».
La expresión de Wood pone de manifiesto que lo obvio se le escapa.
– La interrupción, Woodie, la interrupción. Los siete años. «¿Por qué el intervalo, me preguntaba, por qué el intervalo?» Y usted respondió: «Porque él estaba fuera». Y yo dije: «¿Adonde se ha ido?». Y usted contestó: «Quizá se embarcara». Y ésta es la primera carta anónima al cabo de un intervalo de siete años. Lo comprobaré, pero le apuesto el sueldo a que no hay una sola referencia en todas las cartas al acoso anterior.
– Bueno -dijo Wood, concediéndose una pizca de satisfacción-, parecía una explicación posible.
– Y el remache, por si aún le caben dudas -aunque el secretario, tras haber sido felicitado por su brillantez, no se sentía inclinado a dudar-, es de donde llegó la última broma.
– Me temo que tendrá que recordármelo, sir Arthur.
– Diciembre de 1895, ¿se acuerda? Un anuncio en un periódico de Blackpool ofreciendo a la venta en una subasta el contenido completo de la vicaría.
– ¿Si?
– Venga, hombre, venga. Blackpool, ¿qué es Blackpool? El centro de recreo de Liverpool. Allí tomó el barco, en Liverpool. Está más claro que el agua.
Alfred Wood tuvo trabajo esa tarde. Había una carta al director de la escuela de Walsall preguntando acerca del estudio de Milton; otra a Harry Charlesworth encargándole que averiguara cuántos lugareños se habían embarcado entre los años 1896 y 1903, y también que siguiera el rastro de un hombre llamado Speck; y otra al doctor Lindsay Johnson solicitando una comparación urgente entre las cartas adjuntas al expediente y las ya facilitadas con la letra de George Edalji. Entretanto Arthur escribió a su madre y a Jean para informarlas de sus progresos en el caso.
En el correo de la mañana siguiente llegó una carta en un sobre familiar. El matasellos era de Cannock:
Honorable señor:
Unas líneas para decirle que somos soplones de los detectives y sabemos que Edalji mató al caballo y escribió aquellas cartas. De nada sirve culpar a otros. Es Edalji y lo demostraremos porque no es de los nuestros ni…
Arthur dio la vuelta a la página, siguió leyendo y emitió un rugido:
… en Walsall no enseñaban nada cuando aquel puñetero cerdo de Aldis era el jefe del instituto. Le pusieron de patitas en la puñetera calle cuando mandaron cartas sobre él a los directores. Ja, ja.
Cursaron una petición adicional al director de la escuela de Walsall, preguntando acerca de las circunstancias en que su antecesor dejó el puesto; después, esta última prueba fue enviada al doctor Lindsay Johnson.
Undershaw estaba tranquilo. Los niños estaban fuera: Kingsley interno en Eton y Mary en Prior's Field, en Godalming. El clima era lúgubre; Arthur tomaba sus comidas solo junto a una chimenea encendida; por la noche jugaba al billar con Woodie. Veía su quincuagésimo cumpleaños en el horizonte, si dos meros años de distancia podían considerarse un horizonte. Todavía jugaba al criquet, y de cuando en cuando los capitanes rivales tenían la amabilidad de comentar sus preciosos drives que desbordaban la línea. Pero más a menudo se quedaba en la línea, veía llegar a un lanzador irrespetuoso que movía los brazos como aspas, sentía un impacto sordo en las rodilleras, miraba al arbitro al fondo del campo y oía, desde una distancia de veintidós metros, el pesaroso veredicto: «Lo siento mucho, sir Arthur». Una decisión contra la que no se podía recurrir.
Era hora de admitir que su época gloriosa había pasado. Siete a 6T contra Cambridgeshire una temporada, y el wicket de W. G. Grace en la siguiente. Cierto que el gran hombre ya había marcado una centena cuando Arthur salió en el quinto cambio de lanzador y lo despachó con una off-theory [20] , una artimaña que usaban las maletas. Pero aun así: W. G. Grace catcher, W. Storer bowler, A. I. Conan Doyle no. Para celebrarlo había escrito un falso poema épico en diecinueve estrofas; pero ni sus versos ni la gesta que cantaban bastó para salir en el Wisden. ¿Capitán del equipo de Inglaterra, como Partridge había vaticinado un día? Más indicado para él fue capitanear, el verano anterior en el Lord's, al equipo de autores contra el de actores. Aquel día de junio, había empezado a batear con Wodehouse, que fue eliminado cómicamente sin marcar un tanto. Arthur, por su parte, se anotó dos, y Hornung ni siquiera entró en la primera tanda. Horace Bleakley había marcado cincuenta y cuatro puntos. Quizá cuanto mejor era como escritor, peor como jugador de criquet.
Y lo mismo ocurría con el golf, donde la sima entre sueño y realidad se ensanchaba cada año. Pero el billar…, el billar era un juego donde el declive no era sistemáticamente el orden del día. Los jugadores seguían jugando sin dar muestras visibles de decadencia hasta los cincuenta, los sesenta e incluso los setenta. La fuerza no era primordial; contaban más la experiencia y la táctica. Carambola directa, carambolas a dos, a tres bandas, massé, piqué: qué juego. ¿Había algún motivo para que, con un poco más de práctica y quizá el consejo de un profesional, no pudiese jugar el campeonato inglés de aficionados? Por supuesto, tendría que mejorar algunas tacadas. Se las recordaba a sí mismo una y otra vez.
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