Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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Frisando los cincuenta: la segunda mitad de su vida a punto de empezar, aunque con retraso. Había perdido a Touie y encontrado a Jean. Había abandonado el materialismo científico y había abierto una rendija de la gran puerta que daba al más allá. A los ingeniosos les gustaba repetir que los ingleses, como carecían de todo instinto espiritual, habían inventado el criquet para otorgarse un sentido de la eternidad. Los observadores cegatos se imaginaban que el billar era la misma carambola ejecutada una y otra vez. Majaderías, las dos ideas. Los ingleses no eran efusivos, cierto -no eran italianos-, pero tenían tanto carácter espiritual como la tribu de al lado. Y no había dos carambolas iguales, así como tampoco había dos almas iguales.

Visitó la tumba de Touie en Grayshott. Depositó flores, lloró y cuando se dio media vuelta para irse, se preguntó, sorprendido, cuándo volvería la próxima vez. ¿La semana siguiente o dentro de dos semanas? ¿Y después de eso? ¿Y después? En algún momento ya no habría más flores y sus visitas se irían espaciando. Emprendería una nueva vida con Jean, quizá en Crowborough, cerca de sus padres. Sería… inconveniente visitar a Touie. Se diría a sí mismo que bastaría con pensar en ella. Jean, Dios mediante, podría darle hijos. ¿Quién visitaría a Touie entonces? Movió la cabeza para ahuyentar este pensamiento. No tenía sentido prever la culpa futura. Tenías que actuar de acuerdo con tus principios, y afrontar lo que viniese con todas sus consecuencias.

No obstante, una vez en Undershaw -de nuevo en la casa vacía de Touie- se sintió atraído hacia el dormitorio de la difunta. No había dado instrucciones de que lo reorganizaran o lo volviesen a decorar: ¿cómo iba a hacerlo? Allí estaba, pues, la cama en que ella había muerto a las tres de la mañana, con el olor de violetas en el aire y la mano frágil descansando en la manaza torpe del marido. Mary y Kingsley, en sus asientos, guardaban una compostura exhausta y asustada. Touie se incorporó, casi en su aliento postrero, y le dijo a Mary que cuidase de Kingsley… Suspirando, Arthur cruzó el dormitorio hasta la ventana. Diez años atrás había elegido aquella habitación para ella porque tenía la mejor vista del jardín y del estrecho valle privado donde los bosques convergían. Su dormitorio, su cuarto de enferma, su lecho de muerte: él siempre procuró que fuese lo más agradable e indoloro posible.

Era lo que se había dicho, a sí mismo y a otros, con tanta frecuencia que había terminado por creerlo. ¿Siempre se había engañado a sí mismo? Porque la alcoba era la misma donde, unas semanas antes de su muerte, Touie le había dicho a su hija que su padre volvería a casarse. Cuando Mary refirió esta conversación, él había intentado tomarla a la ligera…, una decisión estúpida, comprendía ahora. Debería haber aprovechado la oportunidad de ensalzar a Touie y también de preparar el terreno; en cambio, el pánico lo había empujado a la jocosidad y preguntó algo como: «¿Y ya había pensado en alguna candidata?». A lo cual Mary había exclamado: «¡Padre!». Y había pronunciado la palabra con un tono de censura inconfundible.

Siguió mirando por la ventana del dormitorio, más allá de la pista de tenis descuidada, al valle que una vez, en un momento de fantasía, le había parecido reminiscente de un cuento popular alemán. Ahora sólo parecía el paisaje de Surrey que era en realidad. Apenas podía reanudar la conversación con Mary. Pero una cosa era cierta: si Touie lo sabía, entonces él estaba destruido. Si Touie y Mary sabían, entonces estaba doblemente acabado. Si Touie sabía, Hornung tenía razón. Si Touie sabía, la madre de Arthur se equivocaba. Si Touie sabía, él había sido el hipócrita más burdo del mundo con Connie y había manipulado de una forma vergonzosa a la anciana señora Hawkins. Si Touie sabía, era una farsa todo el concepto que tenía Arthur de una conducta honorable. En el páramo encima de Masongill, le había dicho a su madre que el honor y el deshonor estaban tan cerca el uno del otro que era difícil separarlos, y ella había respondido que por eso era el honor tan importante. ¿Y si había estado chapoteando en el deshonor todo aquel tiempo, engañándose a sí mismo pero a nadie más? ¿Y si el mundo le tomaba por un adúltero normal y, aunque no lo fuese, era como si lo hubiese sido? ¿Y si Hornung estaba en lo cierto y no había diferencia entre la culpabilidad y la inocencia?

Asentó en la cama todo el peso del cuerpo y pensó en aquellos viajes ilícitos a Yorkshire: no podían alegar inocencia, puesto que él y Jean llegaban y partían en trenes distintos. Ingleton estaba a cuatrocientos kilómetros de Hindhead; allí estaban a salvo. Pero él había confundido la seguridad con el honor. En el curso de los años había llegado a ser una evidencia para todo el mundo. ¿No eran los pueblos ingleses un torbellino de chismorreos? Por mucha carabina que acompañase a Jean, por muy claro que estuviese que Jean y él nunca se alojaban bajo el mismo techo, allí estaba el famoso Arthur Conan Doyle, casado en la iglesia de la parroquia, paseando por los páramos con otra mujer al lado.

Y además estaba Waller. En todo aquel tiempo, en su risueña suficiencia, Arthur nunca se había preguntado qué pensaría Waller. Bastaba con que la madre hubiera aprobado su línea de conducta. No importaba lo que pensase Waller. Y como Waller era un hombre tranquilo y tratable, nunca había sido grosero. Se había comportado como si creyese de pe a pa cualquier historia que le contaran. Que los Leckie eran viejos amigos de los Doyle; que la madre de Arthur tenía mucho cariño a la hija de los Leckie. Waller nunca había dicho ni más ni menos de lo que dictaban la cortesía y la prudencia ordinarias. Cuando jugaban al golf, no intentaba entorpecer el swing de Arthur con algún comentario de que Jean Leckie era una joven hermosa. Pero Waller habría visto el subterfugio de inmediato. Quizá -Dios no lo quisiera- lo había hablado con la madre a espaldas de Arthur. No, no soportaba esta idea. Pero en todo caso Waller habría visto, habría sabido. Y -Arthur comprendía ahora que esto era lo peor- Waller habría podido mirarle con una inmensa satisfacción. Mientras cazaban perdices juntos y salían a cazar con hurones, se habría acordado de aquel colegial que al volver de Austria le miraba como a un usurpador, y que a pesar de su ignorancia desangelada albergaba una conjetura y una vergüenza virulentas. Y luego los años habían pasado y Arthur empezó a visitar Masongill en busca de unas horas a solas con Jean. Y ahora Waller, en silencio, sin el más leve murmullo -lo cual, por supuesto, empeoraba las cosas, y era una actitud tanto más superior-, podía tomarse su revancha moral. ¿Te atreviste a criticarme? ¿Te atreviste a pensar que tú entendías la vida? ¿A poner en entredicho el honor de tu madre? ¿Y ahora vienes aquí y me utilizas a mí y a tu madre y a todo el pueblo para encubrir tus citas? Tomas el carro tirado por el pony y pasas por delante de St. Oswald's con tu enamorada al lado. ¿Crees que el pueblo no se entera? ¿Te imaginas que tu padrino es amnésico? ¿Te dices a ti mismo, y dices a los demás, que tu comportamiento es honorable?

No, debía parar. Ya conocía muy bien aquella espiral, conocía la pendiente de sus tentaciones y sabía con exactitud dónde llevaba: al letargo, la desesperación y el autodesprecio. No; debía aferrarse a los hechos conocidos. La madre había aprobado sus actos. Todo el mundo los había aprobado, menos Hornung. Waller no había dicho nada. Touie se había limitado a prevenir a Mary de que no se escandalizara si su padre volvía a casarse: las palabras de una madre y esposa amante y considerada. Touie no había dicho nada más y, por consiguiente, no sabía nada más.

Mary no sabía nada. Que él se torturase no beneficiaba ni a los vivos ni a los muertos. Y la vida debía proseguir. Touie sabía aquello y no le había dolido. La vida tenía que seguir.

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