Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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– ¿Qué pienso de los animales? ¿Si me gustan? No, en general no me gustan.

– Era de esperar.

– No, inspector, déjeme explicarme. -George había intuido que Campbell endurecía su actitud y le pareció una buena táctica relajar sus normas de combate-. Cuando tenía cuatro años me llevaron a ver una vaca. Se ensució encima. Es casi mi primer recuerdo.

– ¿El de una vaca que se ensucia?

– Sí. Creo que desde aquel día desconfío de los animales.

– ¿Desconfía?

– Sí. De lo que pueden hacer. No son fiables.

– Ya veo. ¿Y dice que es su primer recuerdo?

– Sí.

– Y desde entonces desconfía de los animales. De todos.

– Bueno, no del gato que tenemos en casa. Ni del perro de la tía Stoneham. Les tengo mucho cariño.

– Ya veo. Pero no a los animales grandes. Como las vacas.

– Exacto.

– ¿Los caballos?

– Sí, los caballos no son de fiar.

– ¿Las ovejas?

– Las ovejas sólo son estúpidas.

– ¿Los mirlos? -pregunta el sargento Parsons.

Son las primeras palabras que ha dicho.

– Los mirlos no son animales.

– ¿Los monos?

– No hay monos en Staffordshire.

– De eso estamos segurísimos, ¿eh?

George siente que su ira crece. Aguarda adrede antes de contestar.

– Inspector, permítame decirle que las tácticas de su sargento son desatinadas.

– Oh, no creo que sean tácticas, señor Edalji. El sargento Parsons es un buen amigo del sargento Robinson, de Hednesford. Alguien ha amenazado al sargento Robinson con pegarle un tiro en la cabeza.

Silencio.

– Alguien ha amenazado también con cortar en rodajas a veinte mozas del pueblo donde usted vive.

Silencio.

– Bueno, no parece que le inmuten estas informaciones, sargento. Por lo visto no son una gran sorpresa.

Silencio. George pensó: «Es un error darle algo. Todo lo que no sea una respuesta directa a una pregunta directa es darle algo. No lo hagas».

El inspector consultó una libreta que tenía delante.

– Cuando le hemos detenido ha dicho: «No me sorprende. Lo llevo esperando desde hace algún tiempo». ¿Qué quería decir?

– Quería decir lo que he dicho.

– Bueno, déjeme que le diga cómo he interpretado yo lo que ha dicho, y cómo lo ha interpretado el sargento Parsons, y cómo lo interpretaría el hombre de la calle. Que al fin le han atrapado y que es un alivio que lo hayan hecho.

Silencio.

– Entonces, ¿por qué cree que está aquí?

Silencio.

– Quizá piense que es porque su padre es indio.

– Mi padre, en realidad, es parsi.

– Sus botas están manchadas de barro.

Silencio.

– Su navaja tiene rastros de sangre.

Silencio.

– Su abrigo tiene pelos de caballo.

Silencio.

– No le ha sorprendido que le detuvieran.

Silencio.

– No creo que nada de esto tenga que ver con el hecho de que su padre sea indio, parsi u hotentote.

Silencio.

– Bueno, parece que se ha quedado sin palabras, sargento. Debe de guardarlas para los instructores de Cannock.

George fue conducido de nuevo a su celda, donde le esperaba un plato de comida fría. La desdeñó. Cada veinte minutos oía el chirrido de la mirilla; cada hora -o eso calculó- abrían la puerta y un policía le inspeccionaba.

En su segunda visita, el carcelero, que a todas luces se ajustaba a un guión, dijo:

– Bueno, señor Edalji, lamento que esté aquí, pero ¿cómo se las arregló para burlar a todos nuestros colegas? ¿A qué hora destripó al caballo?

Como George nunca le había visto, la expresión conmiserativa le hizo poca mella y no le arrancó una respuesta. Una hora después, el policía dijo:

– Francamente, mi consejo, señor, es que descubra el pastel. Porque si no usted, alguien se verá obligado a hacerlo.

En la cuarta visita, George preguntó si aquellas comprobaciones constantes continuarían durante toda la noche.

– Las órdenes son órdenes.

– ¿Y tiene orden de mantenerme despierto?

– Oh, no, señor. Tengo orden de mantenerle vivo. Me juego el cuello si usted se causa algún daño.

George comprendió que con protestas no conseguiría que cesaran las interrupciones cada hora. El agente prosiguió:

– Desde luego, si se internara sería más fácil para todos, incluido usted mismo.

– ¿Internarme? ¿Dónde?

El carcelero se removió ligeramente.

– En un lugar seguro.

– Ah, ya -dijo George, recobrando de repente la cólera-. Quiere que diga que soy un chiflado.

Empleó la palabra aposta, recordando claramente la censura de su padre.

– Suele ser más fácil para toda la familia. Piénselo, señor. Piense en cuánto afectará a sus padres. Tengo entendido que son algo mayores.

La puerta de la celda se cerró. Tumbado en el catre, George estaba tan exhausto y furioso que no podía dormir. Volvió con el pensamiento a la vicaría, al aldabonazo y la casa llena de policías. Pensó en su padre, su madre, Maud. En su bufete de Newhall Street, ahora vacío y cerrado con llave; en la secretaria, enviada a su casa hasta nuevo aviso. En su hermano Horace abriendo un periódico a la mañana siguiente. En sus colegas de Birmingham comunicándose por teléfono la noticia.

Pero por debajo de la extenuación, la ira y el miedo, descubrió otro sentimiento: alivio. Por fin le había sobrevenido: tanto mejor. Había podido hacer bien poco contra los bromistas, los acosadores y los remitentes de basura anónima, y no mucho más cuando la policía empezó a desbarrar: sólo pudo ofrecerles un consejo sensato que ellos habían menospreciado. Pero sus torturadores y las pifias policiales le habían conducido a un lugar seguro. A su segundo hogar, las leyes de Inglaterra. Ahora sabía dónde estaba. Aunque su trabajo rara vez le llevaba a un tribunal, los conocía como una parte de su territorio natural. Había atendido suficientes casos para haber visto a particulares con la boca reseca de pánico, apenas capaces de testificar en presencia del solemne esplendor de la ley. Había visto a policías, al principio todo botones de latón y aplomo, reducidos a botarates mentirosos por un defensor medianamente decente. Y había observado -no, más que observado, presentido, casi tocado- aquellos hilos invisibles, irrompibles, que unían a todos los que tenían por oficio impartir justicia. Jueces, instructores, abogados, actuarios, ujieres: aquello era su feudo, donde hablaban entre sí una lingua franca que a menudo otros apenas entendían.

Claro que el asunto no llegaría hasta los jueces y los abogados de rango superior. La policía no tenía pruebas en su contra y él disponía de la coartada más sólida que se podía tener. Un clérigo de la Iglesia anglicana juraría sobre la Santa Biblia que su hijo dormía como un leño en un dormitorio cerrado con llave a la hora en que se estaba cometiendo el delito. En vista de lo cual, los instructores [10]se mirarían unos a otros y ni siquiera se molestarían en retirarse a deliberar. El inspector Campbell recibiría un severo rapapolvo y ahí quedaría todo. Por descontado, él tendría que contratar al abogado idóneo, y para aquel asunto pensó en Litchfield Meek. Caso sobreseído, costas concedidas, liberado sin una mancha en su reputación, la policía acerbamente criticada.

No, se estaba exaltando. Además, iba muy por delante de los acontecimientos, como cualquier espectador ingenuo. En todo momento debía pensar como un abogado. Tenía que prever lo que la policía alegaría, lo que su defensor necesitaba saber, lo que el tribunal admitiría. Tenía que recordar con absoluta certeza dónde estaba, qué hizo y qué dijo, y qué le dijo quién, a lo largo del período completo de la supuesta actividad delictiva.

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