Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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– ¿Qué es una liña?

– Una hebra, una hebra suelta. Todo el mundo lo ve, cualquiera que haya cosido alguna vez.

Campbell no había cosido en su vida, pero detectaba el pánico en la voz de una muchacha.

– Y mire estas manchas, sargento.

En la manga derecha había dos regueros separados, uno blanquecino, el otro tirando a oscuro. Ni el inspector ni Parsons hablaron, pero los dos estaban pensando lo mismo. Blanquecina, la saliva del pony; oscura, su sangre.

– Ya le he dicho que no es más que un abrigo viejo. Nunca saldría con él. No, desde luego, para ir a ver al botero.

– ¿Entonces por qué está húmedo?

– No está húmedo.

La hija adujo otra explicación provechosa para su hermano.

– Quizá a usted le parece húmedo sólo porque estaba colgado junto a la puerta trasera.

Nada impresionado, Campbell recogió el abrigo, las botas, el pantalón y otras prendas que consideraron habían sido usadas la noche anterior; también se llevó las navajas. Ordenó a la familia que no estableciera contacto con George hasta que la policía les autorizase. Apostó un hombre fuera de la vicaría y a los demás les ordenó que se repartieran el terreno. Después volvió con Parsons al campo, donde Lewis había concluido su examen y solicitaba permiso para sacrificar al pony. Campbell tendría el informe del veterinario al día siguiente. El inspector le pidió que le cortara una tira de piel al animal muerto. El agente Cooper habría de llevarla, junto con la ropa, al doctor Butter en Cannock.

En la estación de Wyrley, Markew informó de que el abogado, cortante, había desobedecido su petición de que esperase. Por consiguiente, Campbell y Parsons tomaron el primer tren disponible a Birmingham: el de las 9.53.

– Extraña familia -dijo el inspector, cuando cruzaban el canal entre Bloxwich y Walsall.

– Muy extraña. -El sargento se mordió el labio un rato-. Si me permite decírselo, señor, parecen bastante sinceros.

– Sé lo que quiere decir. Es algo que los criminales harían bien en estudiar.

– ¿Qué, señor?

– No mentir más de lo que necesitan.

– Eso será cuando las ranas críen pelo -se rió Parsons-. Con todo, hay que compadecerles, en un sentido. Que le ocurra a esa clase de familia. Una oveja negra, si me permite la expresión.

– Claro que se la permito.

Poco después de las once de la mañana, los dos policías se presentaron en el 54 de Newhall Street. Era una oficina pequeña, de dos habitaciones, con una secretaria que custodiaba la puerta del abogado. George Edalji estaba sentado pasivamente ante su escritorio, y tenía mala cara.

Campbell, alerta ante cualquier movimiento súbito del hombre, dijo:

– No queremos registrarle aquí, pero tendrá que entregarme su pistola.

Edalji le miró sin expresión.

– No tengo pistola.

– ¿Qué es eso, entonces?

El inspector señaló con un gesto un objeto largo y reluciente que George tenía delante, sobre la mesa. El abogado habló con una voz cansadísima.

– Eso, inspector, es la llave de la puerta de un vagón de tren.

– Era una broma -contestó Campbell. Pero estaba pensando: «llaves». La llave de la escuela de Walsall de tantos años atrás, y ahora había otra. Intuía en aquel hombre algo muy raro.

– La uso como pisapapeles -explicó el abogado-. Como quizá recuerde, soy una autoridad en materia de legislación ferroviaria.

Campbell asintió. Después informó de sus derechos al abogado y le detuvo. En el trayecto en coche hacia el calabozo de Newton Street, Edalji dijo a los oficiales:

– Esto no me sorprende. Lo llevo esperando desde hace algún tiempo.

Campbell miró de soslayo a Parsons, que tomó nota en el acto de aquellas palabras.

George

En Newton Street le quitaron el dinero, el reloj y una navaja pequeña. También intentaron quitarle el pañuelo, por si trataba de estrangularse. George objetó que era de lo más inadecuado para semejante propósito y le permitieron conservarlo.

Le tuvieron una hora en una celda clara y limpia y luego fueron a buscarlo para llevarlo en el tren de las 12.40 de New Street a Cannock. George pensó: «13.08: salida de Walsall. Birchills: 13.12. Bloxwich: 13.16. Wyrley y Churchbridge: 13.24. Cannock: T3.29». Los dos policías dijeron que no le esposarían durante el trayecto, y George se lo agradeció. Aun así, cuando el tren llegó a Wyrley, bajó la cabeza y levantó una mano hasta la mejilla por si Merriman o el maletero se fijaban en el uniforme del sargento y divulgaban la noticia.

En Cannock le trasladaron a la comisaría en un carruaje. Allí midieron su estatura y tomaron nota de sus datos personales. Le examinaron en busca de manchas de sangre. Un oficial le pidió que se quitara los gemelos y luego le inspeccionó los puños. Dijo:

– ¿Llevaba esta camisa en el campo anoche? Tiene que habérsela cambiado. Aquí no hay sangre.

George no contestó. No le vio sentido. Si respondía que no, daría pie al oficial para que dijera: «Así que admite que estuvo en el campo anoche. ¿Qué camisa llevaba?». George pensó que hasta aquel momento había cooperado en todo; en adelante contestaría únicamente a preguntas que fueran necesarias y no capciosas.

Le encerraron en una celda con poca luz y menos aire, y que olía como un urinario público. Hasta carecía de agua para lavarse. Le habían quitado el reloj pero calculó que serían alrededor de las dos y media. «Quince días antes -pensó-, sólo quince días, Maud y yo habíamos terminado nuestro pollo asado y la tarta de manzana en el Belle Vue y caminábamos por Marine Terrace hacia los jardines del castillo, donde hice una pequeña observación sobre la ley de venta de bienes y un transeúnte intentó señalar el Snowdon.» Ahora estaba sentado en el catre de un calabozo, respirando lo más brevemente que podía y a la espera de lo que se avecinara. Al cabo de un par de horas le llevaron a la sala de interrogatorios, donde le aguardaban Campbell y Parsons.

– Bien, señor Edalji, ya sabe por qué estamos aquí.

– Sé por qué está usted aquí. Y se pronuncia Aydlji, no E-dal-ji.

Campbell hizo caso omiso. Pensó: «Te llamaré como quiera a partir de ahora, señor abogado».

– ¿Y conoce sus derechos legales?

– Creo que sí, inspector. Conozco las normas del procedimiento policial. Conozco las leyes de pruebas y el derecho de los acusados a guardar silencio. Conozco las reparaciones previstas en casos de detención ilegal y prisión errónea. Conozco, en efecto, las leyes de la difamación. Y también conozco el plazo de que dispone para acusarme y el plazo con que cuenta después para presentarme ante los instructores.

Campbell había esperado cierto grado de desafío, aunque no del tipo normal, que muchas veces había que reducir con ayuda de un sargento y de varios agentes.

– Bueno, eso también nos facilita las cosas a nosotros. Sin duda nos informará de si rebasamos la raya. Entonces ya sabe por qué está aquí.

– Estoy aquí porque usted me ha detenido.

– Señor Edalji, no sirve de nada hacerse el listo conmigo. He lidiado con casos mucho más duros que usted. Ahora dígame por qué está aquí.

– Inspector, no tengo intención de responder a los comentarios de orden general que con toda seguridad usted emplea para embaucar a delincuentes comunes. Tampoco responderé si usted emprende lo que la judicatura desestimaría como un tanteo del terreno. Contestaré, con la mayor veracidad posible, a cualquier pregunta específica y pertinente que quiera formular.

– Muy amable por su parte. Hábleme del Capitán.

– ¿Qué capitán?

– Dígamelo usted.

– No conozco a nadie llamado el Capitán. A no ser que se refiera al capitán Aston.

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