Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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– Tengo veintiocho años pero parezco más joven -le comentó a Meek-. Quizá sea porque tengo veintisiete. Mi madre no es inglesa, es escocesa. Mi padre no es indio.

– Le advertí que no leyera los periódicos.

– Pero no es indio.

– Para la Gazette se aproxima bastante.

– Pero señor Meek, ¿y si yo le dijera a usted que es galés?

– No le diría que se equivoca, porque mi madre tenía sangre galesa.

– ¿O irlandés?

Meek le sonrió, nada ofendido, quizá hasta con un aire un poco irlandés.

– ¿O francés?

– Ahí, señor, va demasiado lejos. Ahí sí me provoca.

– Y yo soy impasible -continuó George, leyendo de nuevo el periódico-. ¿No es eso algo bueno? ¿No es así como debería ser el típico abogado? Y sin embargo no soy el típico abogado. Soy el típico oriental, sea lo que sea esto. En cualquier caso soy típico, ¿no? Si fuera excitable, seguiría siendo el típico oriental, ¿verdad?

– Ser impasible es bueno, señor Edalji. Y al menos no le han llamado inescrutable. O artero.

– ¿Qué significa eso?

– Oh, lleno de una astucia ruin y endemoniada. Nos gusta evitar lo endemoniado. También lo diabólico. La defensa se contentará con impasible.

George le sonrió.

– Discúlpeme, señor Meek. Y gracias por su sentido común. Me temo que tal vez necesite un poco más del que tengo.

El segundo día de la vista testificó William Greatorex, de catorce años, alumno de la escuela secundaria de Walsall. Se leyeron en la sala numerosas cartas firmadas con su nombre. Él negó tanto la autoría como el conocimiento de las mismas, y hasta pudo demostrar que había estado en la isla de Man cuando dos de ellas habían sido echadas al correo. Dijo cine tenía por costumbre tomar el tren todas las mañanas desde Hednesford a Walsall, donde estudiaba. Otros chicos que solían viajar con él eran Westwood Stanley, hijo del famoso representante de los mineros; Quibell, hijo del vicario de Hednesford; Page, Harrison y Ferriday. Los nombres de todos estos chicos se mencionaban en las cartas que acababan de leer en voz alta.

Greatorex declaró que conocía de vista al señor Edalji desde hacía tres o cuatro años. «Ha viajado con frecuencia a Walsall en el mismo vagón que nosotros. Un montón de veces, me parece.» Le preguntaron cuándo fue la última que el preso había viajado con él. «La mañana después de que mataran a dos caballos del señor Blewitt. Era el 30 de junio, creo. Vimos desde el tren a los caballos tendidos en el campo.» Preguntaron al testigo si el señor Edalji le había dicho algo aquella mañana. «Sí, me preguntó si los caballos muertos eran de Blewitt. Luego miró por la ventanilla.» Preguntaron al testigo si había tenido alguna conversación anterior con el prisionero sobre las mutilaciones. «No, nunca», respondió.

Thomas Henry Gurrin declaró que era un experto en grafología con muchos años de experiencia. Emitió su informe sobre las cartas que se habían leído en la sala. En la letra falsificada descubrió una serie de singularidades muy pronunciadas. Eran exactamente las mismas que las encontradas en las cartas del señor Edalji, que le entregaron para que las comparase.

El doctor Butter, el médico de la policía, que había examinado las manchas en la ropa de Edalji, declaró que las pruebas que había realizado revelaron rastros de sangre de mamíferos. En el abrigo y el chaleco descubrió veintinueve pelos cortos y pardos. Los comparó con los de la piel del pony de la mina mutilado la noche anterior a la detención del acusado. Vistos al microscopio descubrió que eran similares.

El señor Gripton, que se hallaba en compañía de una joven cerca de Coppice Lane, en Great Wyrley, la noche de autos, testificó que había visto a Edalji y que se cruzó con él alrededor de las nueve de la noche. No se acordaba con exactitud de dónde.

– Bueno -preguntó el abogado de la policía-, díganos el nombre del local público más próximo al lugar donde le vio.

– La antigua comisaría -contestó Gripton, alegremente.

El policía detuvo con expresión severa la risa que acogió a esta frase.

La señorita Biddle, que deseaba dejar claro que era la prometida de Gripton, también había visto a Edalji; lo mismo aseguraron otros testigos distintos.

Facilitaron detalles de la mutilación: dijeron que la herida infligida al pony de la empresa minera tenía treinta y ocho centímetros de largo.

También testificó el padre del preso, el vicario indio de Great Wyrley.

El acusado declaró: «Soy totalmente inocente y me reservo mi defensa».

El viernes, 4 de septiembre, se dictó auto de procesamiento contra George Edalji por dos cargos que se verían en el tribunal de los Quarter Sessions [11]de Stafford. A la mañana siguiente, George leyó en la Daily Gazette de Birmingham:

Sentado en su silla, en el centro de la sala, con el semblante fresco y alegre, Edalji mantenía una animada conversación con su abogado, dando muestras de una aguda comprensión de los testimonios, fruto de su sólida formación jurídica. La mayor parte del tiempo, sin embargo, permaneció sentado con las piernas y los brazos cruzados, mirando a los testigos con un interés impasible, y su bota levantada exhibía ante el espectador el claro y curioso desgaste de un tacón, uno de los eslabones más fuertes en la cadena de pruebas circunstanciales contra él.

George aún se alegraba de que le considerasen imperturbable y se preguntó si le permitirían cambiar de calzado antes de las sesiones del proceso.

También tomó nota de la descripción que otro diario había hecho de William Greatorex como «un saludable chico inglés, con una cara franca y bronceada y un porte agradable».

Litchfield Meek confiaba en una absolución final.

La señorita Sophie Frances Hickman, la médico, seguía en paradero desconocido.

George

George pasó las seis semanas que transcurrieron entre la instrucción del sumario y el juicio en el ala hospitalaria de la cárcel de Stafford. No estaba descontento; consideraba que rechazar la fianza había sido la decisión correcta. A duras penas habría podido ejercer la abogacía con unos cargos como los que pesaban sobre él; y si bien añoraba a su familia, juzgaba que lo mejor para todos era que permaneciera confinado en un lugar seguro. La información sobre el gentío que asediaba la vicaría le había alarmado, y se acordaba de los puños que aporrearon las puertas del carruaje que le conducía a la audiencia de Cannock. No podría considerarse a salvo si aquellos exaltados le buscaban por los caminos de Great Wyrley.

Pero había otro motivo por el que prefería estar encarcelado. Todo el mundo sabía que lo estaba; no había un momento en el día en que no le espiaran y certificasen su presencia. Por lo tanto, si se producía una nueva mutilación, la secuencia completa de sucesos probaría que no tenían nada que ver con él. Y si se juzgaba insostenible la primera acusación, también tendrían que retirar la segunda: la absurda pretensión de que había amenazado con asesinar a un hombre al que no conocía. Resultaba extraño que él, un abogado, deseara en efecto que mutilasen a otro animal, pero la comisión de un nuevo delito le parecía la vía más rápida para recuperar la libertad.

Con todo, aun si el caso iba a ser juzgado, no cabía duda sobre el veredicto. Había recobrado tanto la compostura como el optimismo; no tenía que fingir con el señor Meek ni con sus padres. Se imaginaba ya los titulares. ABSUELTO EL ACUSADO DE GREAT WYRLEY. VERGONZOSA PERSECUCIÓN DE UN ABOGADO LOCAL. LOS TESTIGOS DE LA POLICÍA DECLARADOS INCOMPETENTES. Quizá incluso DIMITE EL JEFE DE POLICÍA.

Meek le había más o menos convencido de que importaba poco el modo en que le retratasen los periódicos. Pareció importar aún menos el 21 de septiembre, cuando encontraron rajado y eviscerado a un caballo en la granja del señor Green. George recibió la noticia con una especie de exultación cautelosa. Oía ya las llaves girando en la cerradura, olía el aire de la mañana temprano y los polvos de maquillaje de su madre cuando la abrazase.

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