Julian Barnes - Arthur & George

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En Great Wyrley, un pequeño pueblo de Inglaterra, alguien mata caballos y ganado, y escribe anónimos en los que anuncia el sacrificio de veinte doncellas. Hay que encontrar un culpable, y George, abogado, hijo del párroco del pueblo, es el principal sospechoso. ¿Quizá porque él y su familia son los negros del pueblo? El padre de George es parsi, una minoría hindú, convertido al anglicanismo.
George es condenado, pero la campaña que proclama su inocencia llega a oídos de Arthur Conan Doyle, el creador de Sherlock Holmes, quien emprende su propia investigación sobre el caso. Arthur es, además, el reverso del opaco George Edalji, quien sólo quiere ser muy inglés y cree en las leyes. Arthur ya es un escritor famoso, deportista y tiene una mente abierta, incluso al espiritismo. Es un feliz moderno de su época.
El caso de Edalji y la intervención de Arthur Conan Doyle, ambos verdaderos, han inspirado esta novela, sostenida por una exhaustiva investigación y por una imaginación vívida.

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– Esto prueba que soy inocente, señor Meek.

– No exactamente, señor Edalji. No creo que podamos ir tan lejos.

– Pero si estoy en la cárcel…

– Lo que sólo demuestra, en opinión del tribunal, que es y tiene que ser totalmente inocente de la mutilación del caballo de Creen.

– No, demuestra que hubo una secuencia de hechos, antes y después del pony de la mina, que ahora se ha visto que no tienen absolutamente nada que ver conmigo.

– Eso lo sé, señor Edalji.

El abogado descansó la barbilla en el puño.

– ¿Pero?

– Pero siempre descubro que es útil en estos momentos imaginar lo que la acusación podría alegar en las circunstancias.

– ¿Y qué podría decir?

– Bueno, la noche del 17 de agosto, según recuerdo, cuando el acusado se alejaba andando de la casa del botero, llegó hasta la granja del señor Green.

– Sí, así fue.

– Green es vecino del acusado.

– Es cierto.

– Entonces, ¿qué podría beneficiar más al acusado en sus circunstancias actuales que el que un caballo sea mutilado incluso más cerca de la vicaría que en todos los incidentes anteriores?

Litchfield Meek observó cómo cavilaba George.

– ¿Quiere decir que después de conseguir que me detuvieran por escribir cartas anónimas acusándome de delitos que no he cometido, incito a alguien a que cometa otro para exculparme?

– Algo así, en resumidas cuentas, señor Edalji.

– Es totalmente ridículo. Y ni siquiera conozco a Green.

– Sólo le estoy diciendo cómo podría verlo el ministerio fiscal. Si se lo propusiera.

– Se lo propondrá, sin duda. Pero la policía tiene, como mínimo, que perseguir al culpable, ¿no? Los periódicos insinúan abiertamente que este suceso arroja dudas sobre la acusación. Si encontraran al hombre y confesara el rosario de delitos, ¿yo sería puesto en libertad?

– Si tal cosa ocurriera, señor Edalji, pues sí, en efecto.

– Entiendo.

– Una cosa más. ¿Le dice algo el nombre de Darby? ¿Capitán Darby?

– Darby. Darby. Creo que no. El inspector Campbell me preguntó por alguien llamado el Capitán. Quizá sea él. ¿Por qué?

– Han enviado más cartas. A todo el mundo, por lo visto. Incluso una al ministro del Interior. Todas firmadas «Darby, capitán de la banda de Great Wyrley». Diciendo que las mutilaciones continuarán. -Meek vio la expresión de la mirada de George-. Pero no, señor Edalji, esto sólo significa que el fiscal tiene que aceptar que casi con toda certeza usted no las ha escrito.

– Señor Meek, parece usted decidido a desalentarme esta mañana.

– No es mi intención. Pero debe aceptar que iremos a juicio. Y en vista de ello hemos contratado los servicios del señor Vachell.

– Oh, una excelente noticia.

– Creo que no nos defraudará. Y le secundará el señor Gaudy.

– ¿Y quién es el fiscal?

– El señor Disturnal, me temo. Y Harrison.

– ¿Disturnal es malo para nosotros?

– Para serle sincero, yo habría preferido a otro.

– Señor Meek, ahora me toca a mí darle ánimos. Por competente que sea, un letrado no puede hacer ladrillos sin paja.

Litchfield Meek le dirigió una sonrisa desencantada.

– En mis años de práctica, señor Edalji, he visto hacer ladrillos con toda clase de materiales. De algunos ni siquiera conocía la existencia. La falta de paja no supondrá un escollo para Disturnal.

A pesar de esta amenaza inminente, George pasó las semanas que faltaban en un estado de ánimo sereno en la cárcel de Stafford. Le trataban con respeto y el orden regía sus jornadas. Recibía periódicos y correo, preparaba el juicio con Meek; aguardaba novedades en el caso Green; y disponía de libros. Su padre le había llevado una Biblia, su madre un volumen de Shakespeare y otro de Tennyson. Leyó estos dos últimos; después, por ociosidad, algunos novelones que le pasó un carcelero. El hombre también le prestó una edición barata y hecha jirones de El perro de los Baskerville. A George le pareció excelente.

Abría el periódico todas las mañanas con menos aprensión, puesto que su nombre había desaparecido temporalmente de sus páginas. En cambio, leyó con interés que había nuevos nombramientos para el gobierno en Londres: que el último oratorio de Elgar se había estrenado en el festival de música de Birmingham; que Buffalo Bill hacía una gira por Europa.

Una semana antes del juicio, George conoció a Vachell, un abogado jovial y corpulento con veinte años de ejercicio en la jurisdicción de Midland.

– ¿Cómo ve mi caso, señor Vachell?

– Lo veo bien, señor Edalji, muy bien. Es decir, considero que la acusación es escandalosa y en gran parte desprovista de fundamento. Claro que no diré esto. Me concentraré en los que me parecen los puntos más sólidos de su caso.

– ¿Y cuáles son, a su entender?

– Lo expresaré del siguiente modo, señor Edalji. -El abogado le dirigió una sonrisa que casi se limitó a mostrar los dientes-. No hay pruebas de que usted cometiese este delito. No hay móvil para que usted lo cometiese. Y no hay oportunidad de que lo cometiese. Lo adornaré un poco para presentarlo al juez y al jurado. Pero eso será en esencia mi defensa.

– Tal vez sea una lástima -medió Meek- que estemos en el tribunal B.

El tono con que lo dijo desinfló el momentáneo júbilo de George.

– ¿Por qué una lástima?

– El tribunal A lo preside lord Hatherton. Que al menos posee formación jurídica.

– ¿Quiere decir que voy a ser juzgado por alguien que no conoce las leyes?

Vachell intervino.

– No le alarme, señor Meek. En mi época actué ante los dos tribunales. ¿A quién tenemos en el B?

– A sir Reginald Hardy.

La expresión de Vachell no se alteró.

– Excelente. En algunos sentidos considero una ventaja que no estemos a merced de un rigorista que aspira al Tribunal Supremo. Puedes sacar más provecho. No te paran a cada paso con rimbombantes exposiciones de ciencia procesal. En conjunto, me parece una ventaja para la defensa.

George intuyó que Meek discrepaba, pero le impresionó Vachell, con independencia de que fuera o no plenamente sincero.

– Caballeros, tengo una petición que hacerles. -Meek y Vachell cruzaron una breve mirada-. Es respecto a mi apellido. Es Aydlji. Aydlji. El señor Meek lo pronuncia más o menos correctamente, pero debería haberle mencionado antes esta cuestión, señor Vachell. A mi entender, la policía ha hecho lo imposible por desdeñar toda corrección que yo les haya propuesto. ¿Podría sugerirles que el señor Vachell hiciera un anuncio al principio del juicio sobre el modo correcto de pronunciar mi nombre? Decirle al tribunal que no es E-dal-ji, sino Aydlji.

Vachell impartió con un gesto instrucciones a Meek, que dijo:

– George, ¿cómo lo diría? Por supuesto que es su apellido, y por supuesto que el señor Vachell y yo nos esforzaremos en pronunciarlo correctamente. Cuando estemos aquí con usted. Pero en el tribunal…, en el tribunal… Creo que el argumento sería: allá donde fueres… Hacer ese anuncio sería empezar con mal pie con sir Reginald Hardy. No es probable que logremos dar lecciones de pronunciación a la policía. En cuanto a Disturnal, sospecho que disfrutaría mucho de la confusión.

George miró a los dos hombres.

– No sé si les sigo.

– Estoy diciendo, George, que deberíamos reconocer el derecho del tribunal a decidir el nombre de un acusado. No está escrito en ninguna parte, pero es más o menos un hecho establecido. Lo que para usted es una pronunciación incorrecta, para mí sería… anglicanizar más su apellido.

George tomó aliento.

– ¿Y que sea menos oriental?

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