Julian Barnes - Metrolandia

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Dos disparatados adolescentes, Christopher y su amigo Toni, se dedican a observar, con agudo ojo cínico, los diversos grados de chifladura o imbecilidad de la gente que les rodea: aburridos padres y fastidiosos hermanos; futbolistas de tercera y visitantes de la National Gallery; futuros oficinistas y bancarios empedernidos; y, sobre todo, esa fauna que viaja cada día en la Metropolitan Line del metro de Londres.
Es la comedia del despertar sexual de la generación inglesa de los sesenta.
La primera novela del autor (1980) merece la lectura, y no solamente por interés de documentarse.

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– Pues que si vamos y nos echamos un polvo. -(¿Qué edad tendría ella, por Dios? ¿Veinte, veintiuno?)

– Bueno, no sé -respondí, enrojeciendo repentinamente como a los quince años, casi estirándome la enagua almidonada.

– ¿Por qué no? ¿Te asusta meter la polla donde tienes puesta la boca? -Se inclinó hacia mí rápidamente y me besó en los labios.

Hacía años que no sentía semejante pánico. Pensé: «Seguro que su pintalabios es de ese nuevo tipo indeleble.» Miré a mi alrededor para ver si alguien se había dado cuenta. Parecía que nadie lo había notado. Volví a mirar a mi alrededor otra vez, intentando encontrarme con la mirada de alguien, de quien fuera. No pude. Lo que hice fue bajar la voz y decir con firmeza:

– Estoy casado.

– No tengo prejuicios.

Lo curioso era que no me parecía en absoluto estar metido en un brete por razones de conciencia (quizá sólo la había deseado a medias), tan sólo en una situación social difícil, de la cual no era fácil salir bien parado. Recuperé un poco de mi aplomo.

– Me alegro. Pero verás, «estoy casado» era taquigrafía.

– Suele serlo. ¿Qué quiere decir en esta ocasión? ¿Te follaré pero no quiero meterme en líos; o te follaré y me gustas, pero creo que deberíamos hablar claro antes; o mi esposa no me entiende y no sé si follarte, pero quizá podríamos ir a un sitio y limitarnos a charlar; o es, lisa y llanamente, no te voy a follar?

– Si esas son todas las categorías posibles, escojo la última.

– En ese caso -se inclinó hacia mí al tiempo que yo me apartaba hacia un lado-, no deberías hacerle cosquillas al primer coño que ves.

Dios. Su displicente desfachatez se tornaba agresiva. ¿Es así como hablan todas hoy en día? De pronto, diez años me parecieron muchísimo tiempo. Pensé: «Reflexiona un poco, soy yo el que se supone que está en su mejor momento, soy yo el que tiene experiencia aunque sea una experiencia predecible, soy una persona con principios pero flexible. Ese soy yo.»

– No seas ridícula.

– No me negarás que estabas… ¿cómo decirlo?… intentando engatusarme.

– Hum, no más que tú a mí. -(Cualquiera decía un piropo a una chica hoy día; te juzgaban por incumplimiento de promesa.)

– Pero yo intentaba largarme contigo, ¿no?

– Admito que estaba… coqueteando.

– Bueno, entonces eres un calientacoños. -Y repitió, en el tono breve y condescendiente que se adopta para adoctrinar a un niño-: No calientes coños.

Lo extraño era que aún la encontraba atractiva (aunque por asociación sus rasgos parecían haberse vuelto más afilados). Hasta cierto punto, todavía quería cautivarla.

– Pero ¿por qué todo tiene que ser tan legal e indivisible? ¿No te pasa a veces que sólo quieres oír una canción de todo un disco? Si tú… no sé… abres un paquete de dátiles, ¿te los zampas todos?

– Gracias por las comparaciones. No es una cuestión de grado, tan sólo de honestidad en la intención. Has sido poco honesto. Eres…

– De acuerdo, de acuerdo. -(No quería que me pusiera otra vez el pie en el cuello para volverme a restregar la palabra por las narices)-. Admito haberte decepcionado ligeramente. Pero no más que si te hubiese preguntado en qué trabajas, y después de contestarme te hubiera dicho «qué interesante», aunque diera la casualidad de que me pareciera el trabajo más aburrido del mundo. Es tan sólo una cuestión de protocolo social.

Me miró con una expresión medio escéptica medio despectiva, y luego se fue. ¿Por qué se me acusaba de engaño?, me decía yo dolido en mi lealtad hacia mí mismo. ¿Y por qué se daban tantos malentendidos sobre el sexo?

Más tarde, en el tren de vuelta a casa, recordé la Teoría del Sexo en las Afueras, que Toni elaboró cuando ambos teníamos dieciséis años y estábamos a punto de entrar en tierra sin señalizar.

El poder y la industria y el dinero y la cultura y todo lo valioso, importante y ventajoso se centraban en Londres, explicaba él. Por consiguiente, ex hypothesi, también el sexo. Para empezar mira el número de prostitutas con cadenas de oro; y mira cualquier vagón de metro, lleno de chiquillas con vestidos ajustados, apretujadas contra caricaturas de Grosz. La proximidad, el sudor, la urgencia de la ciudad, todo era estrepitoso Sexo para cualquier observador con sensibilidad. Pero esa energía sexual, me aseguraba, se disipaba gradualmente al ir saliendo de la metrópoli. Cuando se llegaba a Hitchin y Wendover y Haywards Heath, la gente tenía que consultar en los libros para averiguar en qué sitio se metía cada cosa. Así se explicaba el extendido abuso sexual de animales en el campo. Simple ignorancia. No se abusa de los animales en la ciudad.

Pero en las zonas residenciales, continuaba Toni (ayudándome, probablemente, a entender a mis padres), uno se encuentra en un área extraña e intermedia de crepúsculo sexual. Se podía creer que en las afueras -por ejemplo, en Metrolandia-, el erotismo era soporífero. No obstante, el más apremiante deseo dominaba a la gente que uno menos esperaba. Nunca sabías a qué atenerte: una chica podía dejarte plantado; la mujer de un jugador de golf podía arrancarte el uniforme del colegio sin pedirte permiso y hacerte cosas perversas y extravagantes; los empleados de las tiendas de ropa podían actuar de maneras insospechadas. El Papa había prohibido formalmente a las monjas que vivieran en las afueras de las grandes ciudades. Toni estaba bastante seguro de eso. Era en esos suburbios, mantenía, donde ocurría lo verdaderamente interesante del sexo.

Aquella noche pensé que, después de todo, algo de verdad había en esa Teoría.

4. ¿Es el sexo un viaje?

Hacía meses que Marion y yo no habíamos visto al tío Arthur cuando Nigel llamó para decirnos que había muerto. No puedo decir que la familia se sumiera en el luto. Ninguno de nosotros fue capaz de experimentar un sentimiento más próximo al dolor que la sorpresa. Los últimos quince años no me hicieron sentir más cariño por él; lo más que puede decirse es que llegué a respetar la honestidad de su sincera aversión por mí y a valorar su afectada autosuficiencia.

Conforme fue envejeciendo, Arthur se volvió más transparente e insultantemente mendaz. En la flor de su vida, sus estratagemas fueron siempre preparadas con esmero: primero hacía constar el entumecimiento de su rodilla y la fragilidad de su columna vertebral, consecuencias ambas de su vida de soldado. La sinceridad de su luminosa mirada hacía sospechar que estaba mintiendo, pero no se podía estar seguro. Al cabo de un rato hacía referencia a alguna tarea imposible de realizar con una espalda que «carecía de acero» o unas rodillas que parecían «de madera de teca». Entonces asumías tu derrota con una sonrisa.

Pero durante los últimos años Arthur actuó sin un mínimo de sutileza. No hizo ninguna concesión al estilo ni a la cortesía. «¿Os apetece un té?», empezaba. Luego, levantándose apenas unos centímetros del refugio acolchado de su sillón, dejaba escapar un perezoso «Aay», y se hundía en su asiento de nuevo.

– Es increíble este/a rodilla/pie/hígado que tengo -le aclaraba a Marion, y ya no se molestaba ni en darle las gracias exageradamente (cosa que antes le divertía), cuando ella se levantaba y se dirigía a la cocina.

Otros defectos físicos -algunos tan viejos como sueños recurrentes, otros como novedosas libélulas de una tarde- le impedían cambiar enchufes, llegar a los estantes más altos, zurcirse la ropa, lavar los platos o acompañarnos hasta la puerta. Un día, después de quejarse de artritis en un pulgar, vista borrosa y posibilidad de un pie gangrenado en menos de media hora, Marion sugirió que lo viera un médico.

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