Julian Barnes - Metrolandia

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Dos disparatados adolescentes, Christopher y su amigo Toni, se dedican a observar, con agudo ojo cínico, los diversos grados de chifladura o imbecilidad de la gente que les rodea: aburridos padres y fastidiosos hermanos; futbolistas de tercera y visitantes de la National Gallery; futuros oficinistas y bancarios empedernidos; y, sobre todo, esa fauna que viaja cada día en la Metropolitan Line del metro de Londres.
Es la comedia del despertar sexual de la generación inglesa de los sesenta.
La primera novela del autor (1980) merece la lectura, y no solamente por interés de documentarse.

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– ¿Qué pasa, vais detrás de mi dinero? Son todos unos carniceros. Les interesa que sigas enfermo, cualquier imbécil puede darse cuenta de eso. Así pueden pedir más dinero al Ministerio de Sanidad.

– Pero Arthur -protestó Marion -, quizá sea algo grave.

– Nada que otro cojín -(pretendiendo intentar alcanzar uno)-… no pueda aaah, aaaajj… gracias, chica.

Luego añadió sumiso:

– Condenada rodilla.

Su tacañería, antes disfrazada de modestia, asumió gradualmente la condición de un desenfrenado placer. Su perro Ferdinand murió poco después de que Arthur decidiera que había más carne de la necesaria en las comidas para perros. Un cincuenta por ciento de carne de lata y un cincuenta por ciento de virutas de madera fue suficiente para Ferdinand. Arthur le habría aguado el agua si hubiera sabido cómo hacerlo.

Al envejecer fue perdiendo amigos. No arreglaba las vallas del jardín, nunca corría las cortinas, y le gustaba ofender a sus vecinos rascándose con virulencia ante las ventanas. Las postales de Navidad que enviaba eran siempre recicladas, con una ostentosa tachadura sobre la firma del remitente anterior. A veces, con una especie de humor retorcido, nos enviaba, a Marion y a mí, la misma felicitación que le habíamos enviado nosotros a él las Navidades anteriores.

El resto de su correspondencia iba dirigida, principalmente, a los directores de las compañías de venta por correspondencia, a quienes lograba timar con bastante éxito. Su técnica consistía en encargar productos que requerían su visto bueno antes de concretar la compra definitiva. Cuando los recibía esperaba un mes, enviaba un cheque e, inmediatamente después, ordenaba a su banco que no lo pagase. Cuando la firma en cuestión le pedía explicaciones, contestaba en seguida (pero fechando la carta dos días antes, para que pareciese que se habían cruzado), quejándose de la calidad del artículo, exigiendo que se lo reemplazasen antes de devolver el objeto defectuoso, y pidiendo un reembolso por adelantado por los gastos de embalaje y envío. Tenía otras técnicas aún más bizantinas para ganar tiempo y, con frecuencia, acababa ganando un capote de un ex oficial de la Royal Navy, o un par de podadoras de jardín con mango de plástico que se autoafilaban, por el precio de unos pocos sellos usados despegados con vapor y unos sobres aprovechados.

Algunas de las dolencias de Arthur, sin embargo, debían de ser reales -aunque me pregunto si él mismo sabía la diferencia- y se aliaron para producir el ataque de corazón que resultó fatal. Su muerte no me conmovió demasiado, ni la soledad de las circunstancias en que se produjo tampoco. El lo había querido así. Lo que me afectó, cuando Nigel y yo fuimos a vaciar la casa, fue el pathos de los objetos. Mientras Nigel charlaba incesantemente sobre los brutales aspectos de la muerte que le interesaban a él, me fui poniendo melancólico a medida que veía la serie de cosas que habían quedado a medias y que una muerte te hace observar. La pila de platos sucios era normal en casa de Arthur, quien una vez intentó que le hicieran descuento en la factura del agua basándose en que sólo lavaba los platos cada dos semanas, y luego utilizaba el líquido sobrante para regar sus rosas. Pero por todas partes me asaltaban objetos diferentes que parecían recién abandonados, entreabiertos, desechados. Un paquete medio vacío de limpiadores de pipa, con uno -el que habría usado la siguiente vez- asomando de la caja. Señaladores (o para ser exacto trozos de periódico) marcando tristemente la página más allá de la cual Arthur nunca llegaría (cosa que, hasta cierto punto me tenía sin cuidado). Ropas que otros habían desechado ya, pero que Arthur había usado sus buenos cinco años más. Relojes que ahora se detendrían sin que a nadie se le ocurriera ponerlos en marcha. Un diario dado por terminado el 23 de junio.

La incineración no fue peor que una navidad familiar, o que un encuentro en los vestuarios con un equipo de rugby con el que juegas de mala gana. Después, las doce personas, aproximadamente, que convocó la muerte de Arthur, salimos en fila para encontrarnos con un cálido atardecer. Deambulamos por allí, incómodos, leyendo las notas que acompañaban las coronas y comentando los modelos de coche que teníamos cada uno. Advertí que algunas coronas no llevaban tarjeta. Quizá fuera la contribución del personal del crematorio para que no nos deprimiera la modestia de nuestro cortejo.

Mientras Marion conducía hasta casa, yo llevaba a Amy en brazos y escuchaba el parloteo de una pareja de parientes a medias identificados que provenía del asiento trasero. Meditaba, a ratos, sobre la muerte de Arthur, sobre el hecho tan simple de que ya no existiera. Luego, dejé que mi cabeza divagara sobre mi propia y futura no existencia. No había pensado en ella durante años. Me di cuenta, repentinamente, de que podía considerarla casi sin temor. Comencé de nuevo, más seriamente esta vez, con masoquismo, a tratar de disparar el terror y el pánico antes tan familiares. Pero no pasó nada. Me sentiría tranquilo. Amy gorjeaba feliz, dialogando con las alternativas acelerones y frenazos del coche. Era como cuando se alejan los indios en una película del oeste.

Esa noche -Marion cosía y yo leía un libro-, acudió a mi memoria la conversación que mantuve con Toni en el jardín. Me preguntaba cuánto me faltaría para que me alcanzara la muerte: ¿treinta, cuarenta, cincuenta años? Y hasta ahora, ¿había sido fiel a mi mujer porque todavía disfrutaba haciendo el amor con ella (¿por qué ese todavía?)? ¿Es la fidelidad una mera función del placer sexual? ¿Si el deseo disminuía o el timor mortis aumentaba, entonces qué? ¿Y qué pasaría en el futuro si de pronto me acababa aburriendo del mismo círculo de amigos de siempre? El sexo, después de todo, es un viaje.

– ¿Te acuerdas de la fiesta de Tim Penny? -Había llegado el momento, pensé, de refutar algunas de las suposiciones de Toni respecto a nuestro matrimonio.

– Hmmm. -Marion continuó dando primorosas puntadas.

– Me sucedió algo esa noche. -(Pero ¿por qué estaba nervioso?)

– ¿Hmmm?

– Conocí… a una chica que intentó enrollarse conmigo. -Marion me miró burlonamente. Luego volvió a la aguja.

– Bueno, me alegra no ser la única persona que te encuentra atractivo.

– No, quiero decir que lo intentó a fondo.

– No tengo razón para reprochárselo.

Era extraño. Cada vez que Marion y yo empezamos a hablar de asuntos realmente serios, nunca puedo predecir qué rumbo tomará la conversación. No quiero decir que no me comprenda, quizá sea que lo hace demasiado bien. Pero siempre tengo la sensación de que me está manipulando. Y sé que no es así.

– Quiero decir que a mí no me interesó.

– …

– Era muy guapa, la verdad.

– …

– Me puso un poco incómodo, eso es todo.

Mierda, sonó poco convincente.

– Chris, compórtate como una persona adulta, por favor. Te gustó y eso es todo.

– No es verdad… pero pensaba, bueno, que si ahora los dos tenemos alrededor de los treinta… hablo realmente en términos generales… me preguntaba si alguna vez acabaríamos acostándonos con otro.

– Quieres decir que te preguntabas si tú acabarías haciéndolo.

Era como si alguien fuera continuamente cambiando las cosas de sitio mientras tú ibas poniendo la mesa.

– Y la respuesta es: claro que sí -dijo ella mirándome.

– Oh, venga… -Pero ¿por qué miré hacia otro lado? Ya me sentía culpable, como si ella me estuviese enseñando tranquilamente fotos de mi culo subiendo y bajando a toda velocidad.

– Claro que sí. Probablemente ni ahora ni aquí… eso le pido a Dios que no sea nunca en esta casa. Pero alguna vez será. Nunca lo he dudado. Alguna vez. Es demasiado interesante para no hacerlo.

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