Cesarina Vighy - El último verano

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Ser diagnosticada de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), la enfermedad que padece Stephen Hawking, lleva a la autora a repasar los puntos importantes de su vida a la vez que intercala sus sensaciones más recientes, causadas por la enfermedad. En menos de 200 páginas repasa los puntos importantes de su vida: su infancia en Venecia bajo las bombas de la II Guerra Mundial, un traumático aborto, Roma en los años setenta y el feminismo, y de la reconciliación con la vida a través de su propia hija. Y alterna esos episodios con los que nos ofrece una radiografía precisa de su transformación con el paso del tiempo por causa de la enfermedad, pero evitando en todo momento lo soez o lo patético, y mostrándonoslo con lucidez, humor e ironía.

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Entonces muchos emprenden un viaje en busca de su tierra natal (que los desilusionará: todo se ha encogido como un jersey lavado muchas veces), otros miran fotografías, leen cartas, despejan armarios buscando la ropa que en su época estaba de moda (algo muy peligroso: en los armarios se encuentran a lo sumo esqueletos). Fingen experimentar una dulce añoranza, pero no es cierto: la sensación es la de visitar el museo de cera de la audaz Madame Toussaud.

Los más vanidosos se dedican a fastidiar a bibliotecarios y archiveros, en la inútil búsqueda de antepasados nobles. Durante años fui bibliotecaria, me encantaban los lectores y les hacía las pesquisas más complejas, hasta que retrocedían asustados (¡tampoco hay que pasarse, oiga!), pero detestaba a aquella especie de genealófilos, poseedores de muy pocos conocimientos y, en cambio, sobrados de tiempo libre. ¿Acaso no saben que, según vamos ascendiendo ramas, constatamos que todos somos hijos de puta?

Los pervertidos (los que quieren jubilarse antes de empezar a trabajar) se disfrazan de tíos bonachones y se hacen pederastas.

Los menos valientes sólo se entregan al Viagra y a las cubanas.

Los vigorosos hacen footing, trekking, stretching: grandes palizas y soponcios (siempre me río del chiste de un famoso cardiólogo, quien, al preguntarle alguien qué deporte practicaba, respondió: «Doy paseos al cementerio para acompañar a los amigos muertos haciendo jogging»).

¿Y las mujeres? Las mujeres, dado que ya conocen aquel infierno en la tierra que para ellas es la vejez, están más tranquilas. Invisibles desde los sesenta años (un charcutero, sin duda para felicitarme el día que cumplía esos años, le dio la enhorabuena al señor, más bajo que yo, que estaba en la cola detrás de mí), aprovechan a veces esta peculiaridad suya para hacer bromas de brujas; al fin y al cabo, no se exponen a rechazos, de entrada ya se les rechaza, ni de aburrirse porque en casa, incluso con el hombre más aburrido del mundo, siempre hay algo que hacer, aunque sólo sea un arroz con berzas.

Paso por alto a las damas devotas, materia que desconozco, aunque rezar, confesarse y hacer viajecitos con el cura y las amigas de la parroquia debe de dar también algún gustillo (¡Qué guapo está el padre Pío con su máscara de silicona! ¡Qué buena es el agua de Lourdes para los reumatismos: mejor que el Voltaren!).

Ahora bien, no nos olvidemos de la única clase de mujeres realmente feliz: las viudas alegres. Nada que ver con la opereta ni con sus hábitos, por norma morigerados («nosotras tenemos un estatus, no somos mujeres separadas»). Por fin manejan un poco de dinero, se conservan bien, se tiñen de rubio (precisamente, las peluqueras denominan «rubio menopausia» a aquel especial matiz que llena los teatros en las matinés), asisten a conferencias, a exposiciones, a universidades surgidas expresamente para ellas ya que «no han podido estudiar». Constituyen el público ideal para profesores de instituto sin laureles académicos más prestigiosos, jovenzuelos presumidos con artículos incomprensibles escritos en ordenador, presentaciones de libros que probablemente nunca leerán pero que están dispuestas a comprar con tal de que el autor les firme un autógrafo o mejor aún una dedicatoria. En efecto, el directorio de las viudas es la institución cultural más codiciada, para la que se celebran actos en los que quedan vacíos muchos sillones dorados.

Sin embargo, su auténtica pasión son los viajes, detrás de cuyos cultos fines (visitar los jardines de Francia, zigzaguear por abadías medievales, escuchar conciertos en el lago de Constanza) brilla la promesa de copiosas comidas con langostas sabrosas, moluscos limpios, ostras garantizadas.

Aún no he mencionado a las personas instruidas, que, si además tienen un poco de seso, son las más tristes.

Se disponen a escribir la novela que nunca han tenido tiempo de componer: los primeros días el entusiasmo es desbordante, se pone una rosa recién cortada en un vaso, se empieza a primera hora de la mañana. Luego se va alargando el reposo nocturno remoloneando un poco en la cama, el agua de la rosa ya puede cambiarse cada dos días, se tienen ideas pero plasmarlas resulta harto difícil y además no se puede perder la concentración (es imposible que todos seamos como el santo mártir de la pluma, Flaubert, que escribía a su ansiosa amante: «Nos veremos cuando llegue a la página 94»). Lo cierto, como reconocen los más honestos, es que lo que faltaba no era tiempo, sino talento.

Útiles, en cambio, son los que llevan un diario o redactan sus recuerdos, máxime si lo hacen sin pretensiones. Aunque todos sigan el recorrido de la misma historia, ninguno de ellos coincide en sus apreciaciones, como los testigos de un accidente automovilístico.

¿Y yo? ¿La más mala, la más esnob?

¿Que si he comprendido que el paseo alrededor del edificio y la tierna piedad exhibida hacia mis vecinos-hermanos era una estratagema para engañarme a mí misma, a la manera en que el kajal vuelve más profunda la mirada o el carmín da un apariencia de salud?

Sí, hermanos, pero como Caín y Abel, de entre los cuales, dicho sea de paso, nunca hemos sabido bien cuál fue más desdichado. Pues, ¿por qué tenía Caín que ser culpable de que a Dios le gustaran más los corderos que la fruta y la verdura?

Una cosa es cierta.

Los viejos me dan repulsión; los enfermos, miedo.

Los antiguos creían que los sueños los mandaban los dioses, quienes, en su infinita malignidad, hacían pasar los verdaderos por una puerta de hojas en forma de cuerno; para los engañosos, en cambio, las hojas eran de marfil. De esa manera, no resultaba fácil distinguirlos.

Hoy se piensa que la materia del sueño está en la profundidad de nuestro interior, como un bolo rumiado e irreconocible: sólo (?) se necesita un poco de maña para recuperar el hilo.

Los antiguos ignoraban que los hombres de hoy fingirían no saber que la materia alquímica, capaz de transformarse en cualquier cosa, existe. Es el plástico: así, el marfil ha adquirido la oscura tristeza del cuerno, el raciocinio se ha manchado con la sangre del corazón.

Sueño, sueño, sueño. Este verano he reunido material onírico para diez años. En los jirones de sueño nocturno, en los largos sopores diurnos, he visto a todos los que se han ido para siempre. A veces, con una amabilidad inusitada, me han dejado en ese estado de felicidad absoluta que nunca experimento en la realidad; otras veces, el rostro sombrío y severo, me han reprochado sin palabras pero con miradas tan gélidas que he deseado un rápido regreso al mundo, que llame vida a la que tengo, hecha de medicinas, de pies arrastrados con dificultad, de labios que ya no saben articular una frase, de pañuelos apretados contra la boca a lo Mimí para que nadie vea que se me está cayendo la saliva.

Tras uno de los sueños «buenos», de los que no quería salir, le dije a mi ángel enfermero que habría preferido quedarme a aquel lado. Él, sabio, me aconsejó el fifty-fifty: «No te quedes más de un cincuenta por ciento y todo irá bien».

Pero ¿por qué esta gente viene a verme constantemente? ¿Qué quiere?

Mamá y papá, padre y madre, amores tontos, amores que hacen daño, amores no correspondidos, amores dolorosos.

Cuanto más se crece, menos se entiende: sólo destellos en la oscuridad, jirones de realidad, retazos de verdad arrancados con los dientes.

Puede que no sean sino los años que cargamos a cuestas y que el deseo de todo el mundo sea sentirse más ligero, dejar el equipaje en casa.

El idioma, el gran espía, te lo deja claro: babear, chochear, no son en realidad verbos tan despectivos si dejan en la boca un sabor infantil a pirulí.

El feo término «cuidadora», [3]que en un primer momento hizo poner el grito en el cielo tanto a los puristas como a los que no lo son, en el fondo recuerda a los jardines públicos con bancos a la sombra que permiten colocar a esos niños gordos de tez áspera y dejar de cuidarlos, incluso cuando el sol, girando, ha llegado hasta allí, para abrasarlos, para hacerles probar un pizca de infierno, así se acostumbran.

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