Cesarina Vighy - El último verano

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Ser diagnosticada de Esclerosis Lateral Amiotrófica (ELA), la enfermedad que padece Stephen Hawking, lleva a la autora a repasar los puntos importantes de su vida a la vez que intercala sus sensaciones más recientes, causadas por la enfermedad. En menos de 200 páginas repasa los puntos importantes de su vida: su infancia en Venecia bajo las bombas de la II Guerra Mundial, un traumático aborto, Roma en los años setenta y el feminismo, y de la reconciliación con la vida a través de su propia hija. Y alterna esos episodios con los que nos ofrece una radiografía precisa de su transformación con el paso del tiempo por causa de la enfermedad, pero evitando en todo momento lo soez o lo patético, y mostrándonoslo con lucidez, humor e ironía.

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Puede pasarse horas esperando la breve ceremonia. Y Z. lo hace, suspendiendo sus sombríos pensamientos, admirando los bailes de las monótonas criaturas, tal y como los viajeros contemplan atónitos los de las niñas bailarinas de Bali.

Lo confieso: ni siquiera cuando estaba embarazada esperé con tanta curiosidad un nacimiento. Debe de estar a punto de producirse, pues el rito de las dos madres tiene lugar con mucha frecuencia, frenético.

¿Cuántos serán? ¿Veré esos picos siempre abiertos sobre las gargantas rosadas, bocas hambrientas, embudos impacientes pero forzosamente pacientes, ya listos para devorar la comida que la madre llevará angustiada? ¿Y los primeros vuelos vacilantes y torpes, hacia su elemento, el aire, dejándonos a nosotros la tierra?

Nada que hacer. Sin lirismos, sin tantas historias, una mañana sale de la hendidura sólo una cría, grande y rechoncha, agita las alas y se marcha para siempre. También los animales han llegado al hijo único. Bien alimentado y desagradecido.

Z., humildemente, se ha conformado con las palomas. Estas, exceptuando a los turistas que van a Venecia, no caen bien a nadie. Comen, ensucian, arrullan. Los alcaldes las mandan atrapar con redes para deportarlas, la gente pone pinchos entre las contraventanas para que no puedan nidificar en los alféizares.

Z., en cambio, al anochecer prepara un cucurucho con cosas exquisitas: galletas saladas, cacahuetes, migas, pasas. Le gusta pensar que solamente una paloma, siempre la misma, acude a comérselo todo cada amanecer. Por tanto, no se conocen. Como Chaikovski y su benefactora. Ella enviaba dinero y él escribía música, con el trato de no verse nunca. Y nunca se vieron.

Todo el mundo está esperando la Noche Blanca. La noche de los muertos vivientes, diría yo. Los zombis, que no van a un museo ni pagados, que no leen un libro desde la primaria, a los que no sacas de casa de noche porque prefieren dormirse delante de la tele, de repente, como respondiendo a una señal misteriosa, salen en masa a las calles, hacen colas larguísimas para ver los incomprensibles dibujos de la futura restauración de un mosaico, para asistir a una obra que lleva meses en cartelera, para escuchar cantos occitanos («Pero ¿dónde está Occitania? Uf, será uno de esos nuevos países de Rusia»).

Las mías sí que son auténticas noches en blanco: me duermo a las cinco, a las seis, incluso a las siete. Cuando apago el interruptor de la lámpara de la mesilla de noche se me enciende todo un teatro en los ojos cerrados: medias luces, palcos, araña de cristal, foso, acomodadores, reflectores.

La cabeza me bulle como si estuviera llena de gusanos. Que confundo con ideas.

Hija de un amable agnóstico que aseguraba carecer del órgano productor de la fe, mujer de un ateo rabioso al que le gustaría vérselas con Dios para darle una paliza, Z. se parece más a su padre. Lo cual puede hacerle a veces las cosas más fáciles, siempre más melancólicas.

He leído algo curioso. Matteo Ricci, el jesuita que quiso evangelizar China, al ponerse a reescribir el catecismo para los esperados nuevos fieles, topó enseguida con una dificultad: cómo designar a Dios. Ni el confucionismo ni el budismo ni el taoísmo tenían nada parecido. Al cabo, salió del apuro con un modesto «Tian zhu» («Señor del cielo»). Personalmente, yo habría renunciado: en el fondo, aquélla era la civilización más antigua del mundo y había vivido perfectamente durante muchos siglos encontrando lo divino en el todo y en la nada.

A los meteorólogos, que prácticamente han desaparecido de las pantallas de televisión porque se han hartado de no acertar nunca, ya nadie les hace caso. Miramos el cielo, como los apestados manzonianos, [2]con la esperanza de que lluevan cubos, toneles, cisternas. Menos, naturalmente, en la Noche Blanca.

Mi gran amiga, mi única amiga es La Cata: rechoncha, tímida tigresa parlante, me quiere más desde que estoy enferma. Pero, a diferencia de los humanos, no «a pesar» de que esté enferma, sino porque estoy enferma y paso mucho tiempo en casa y en cama. Cuando dormimos, ya no sé si su pata está sobre mi mano o mi mano sobre su pata. Cuando tiene algo que hacer, se marcha deprisa, no sin antes volver la cabeza un instante para despedirse y tranquilizarme: «Regreso enseguida».

También Stendhal, entre los extravagantes e infantiles «privilegios» que reclamaba para sí mismo, incluía en el artículo 7: «Milagro. Cuatro veces al año podrá transformarse en el animal que quiera, y luego convertirse de nuevo en hombre».

Sí. La naturaleza es realmente un templo, etc., etc., aunque sus columnas puedan ser las patas de un gato e incluso, milagro, las finísimas de una araña.

Qué suerte, qué milagro (ya es el tercero en una sola página). No lloverá sobre la Noche Blanca.

Están a salvo los zombis, los eventos, las luces, los instrumentos, los actores, los coristas, los saltimbanquis, los comerciantes, los ingresos extra de los conductores de autobús, los salchicheros y los bares; y hasta los chamanes, quienes seguramente han conseguido ahuyentar la lluvia en un verano que no ha visto ni gota de agua ni un solo día.

Y por fin hemos llegado. Después de darle tantas vueltas, esta mañana, al ver que el sol resplandecía como siempre, he decidido qué debo hacer. Basta de esnobismos, sólo pequeñas, necesarias excentricidades. Yo también tendré mi Noche Blanca, con estos andares seré la reina de los zombis, me merezco de sobra la corona, mi corona de espinas.

Sólo que la mía ha de ser la Jornada Blanca. Quiero ver bien y quiero que los demás me vean. Los demás, que me dan tanto miedo. Los demás, aquellos a los que he rehuido durante meses, encerrándome en casa, aquellos que te miran pensando en cómo eras, en cómo estás ahora, un rayo de lo más fugaz de compasión, una plegaria a su Dios para que les evite este final. Los vecinos.

Saldré. Me ayudará mi ángel irascible (por fin he comprendido que no hay solamente ángeles afables, locuaces); me sujetará del brazo y confiemos en no caer enseguida, el paseo ha de ser triunfal.

Allí están los vecinos. Lo sé todo acerca de ellos: lo que no he visto desde la ventana me lo han contado los árboles, el polvo, las sombras.

Está el octogenario que «aún conduce», a la espera de morir como un joven estrellándose en la primera curva; está la ex guapa que vive con el espejismo de que para ella no ha pasado el tiempo; está el general que nunca ha visto una gota de sangre verdadera en un campo de batalla real; está la pareja que cree tener el copyright del amor; está el chiquillo obeso al que saca a pasear su perro; están los niños a través de cuyos ojos demasiado limpios pasas como un fantasma por un cristal; está la cojita que siempre mira hacia otro lado porque ya nadie se molesta en mirarla; está la cuidadora que en vez de cuidar derrama su nostalgia sobre el móvil que lleva plantado en una oreja; está la mujer que da de comer a los gatos y que a las dos de la madrugada tiene una cita fija con sus protegidos; está su marido que la sigue angustiado escondiéndose en los portales para que ella no lo vea. Todos culpables, todos inocentes y, pues sí, todos hermanos: ¿cómo se les puede tener miedo? Saludo, sonrío, doy la vuelta al edificio con gran esfuerzo, me recojo.

Me encuentro mejor: apenas algún pensamiento molesto, algún gusano en el hervidero del cerebro.

¿Cuánto recuerda una paloma? ¿Cuánto se entristece una gata? ¿Cuántos pasos hay que dar para llegar a Jerusalén?

Sueño (o quizá no)

Sé que cuando se envejece los recuerdos retroceden, los pensamientos se van retrotrayendo paulatinamente hacia la madurez malgastada, hacia la juventud ofuscada, hacia la desgarradora adolescencia, hacia la impotente infancia.

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