Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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– Yo tampoco, y es… -Guardó silencio-. Martin no quiso decir nada cuando se la enseñé, pero yo… Se me ocurrió que él la guardaba como una especie de garantía. ¿Pudo haber sido así?

– ¿Una garantía?

– Por si acaso -dijo Ann-Britt-. No sé.

Gerlof la miró.

– ¿Te contó Martin algo de los Kant? ¿De la familia Kant?

Ann-Britt vaciló, y luego asintió sin mirar a Gerlof.

– Sí, pero sólo acerca de los negocios que tenían juntos. Vera Kant invirtió dinero en el barco de Martin.

– ¿Vera de Stenvik? -preguntó Gerlof-. ¿No sería August?

Ann-Britt negó con la cabeza.

– Vera Kant invirtió dinero en el primer barco a motor de Martin. A él le hacía mucha falta, de eso estoy segura.

Gerlof apenas asintió. Sólo le quedaba por formular una última pregunta; después abandonaría aquella casa grande y sombría.

– Poco antes de que Martin te diera el sobre, ¿recibió alguna visita?

– No solemos tener visitas -repuso Ann-Britt.

– Me parece que recibisteis la visita de alguien de Stenvik -dijo Gerlof-. Un viejo cantero… Ernst Adolfsson.

– Ernst, sí -dijo Ann-Britt-. Le compramos unas cuantas obras en piedra; ha muerto. Pasó por aquí, sí…, pero creo que fue a principios de verano.

Ernst se le había vuelto a adelantar, pensó Gerlof.

– Gracias -dijo, y cogió su abrigo, que ahora le pareció pesado como una armadura-. ¿Cuándo internarán a Martin?

– No irá a ningún hospital -contestó Ann-Britt-. Los médicos vienen a verlo aquí.

Al salir a la escalera, una ráfaga de viento le sacudió y le hizo tambalearse. Se sentía extenuado. Además, había comenzado a lloviznar. Cuando la calle se vació de coches entrecerró los ojos para afrontar el frío, pero entonces vio el coche de John aparcado a unos metros.

Cuando abrió la puerta del copiloto y se sentó, John le saludó con un movimiento de la cabeza.

– Ya está -dijo Gerlof.

– Bien -repuso John.

Sólo entonces Gerlof advirtió que había alguien sentado detrás de John; una figura de anchos hombros acurrucada y semioculta en el asiento posterior. Era Anders, el hijo de John.

– He ido al apartamento -dijo éste-. Anders vuelve a casa. Lo han soltado.

– Qué bien. Hola, Anders.

El hijo de John apenas hizo una seña con la cabeza.

– Qué suerte has tenido de que la policía te creyera -comentó Gerlof.

– Sí -repuso Anders.

– Nunca más entrarás en la casa de Vera Kant, ¿verdad?

– No. -Anders negó con la cabeza-. Está embrujada.

– Eso he oído -dijo Gerlof-. ¿Y no pasaste miedo?

– No -contestó Anders-. Ella nunca salía de su habitación.

– ¿Ella? ¿Te refieres a Vera?

Anders asintió.

– Está amargada.

– ¿Amargada?

– Se siente engañada.

– Vaya -dijo Gerlof.

Pensó en las dos voces masculinas que Maja Nyman había oído hablando en la cocina de Vera. ¿Habría sido la de Martin Malm una de las voces?

Seguía lloviendo; John puso en marcha el limpiaparabrisas y arrancó.

– He pensado quedarme un par de horas en Borgholm con Anders -anunció-. Vamos a tomar café con su madre. Si quieres, puedes acompañarnos.

– No, tengo que volver a la residencia -replicó Gerlof-. Si no, a Boel le dará un ataque de nervios.

– De acuerdo -repuso John.

– Puedo coger el autobús hasta Marnäs -sugirió Gerlof-. ¿No sale uno a las tres y media?

– Podemos mirarlo en la estación -dijo John.

Gerlof permaneció sentado en silencio mientras recorrían las calles de Borgholm. Como de costumbre, tuvo la sensación de haberse olvidado algo en casa de Martin, de haber planteado las preguntas equivocadas y no haber entendido las pocas respuestas correctas que había recibido. Debería haber tomado notas.

– Martin ya no puede hablar -dijo, y suspiró.

– Vaya -replicó John.

Cuando en la plaza el coche torció a la derecha, Gerlof volvió la cabeza y de repente vio a Julia a través de una ventana al otro lado de la calle.

Estaba sentada con el policía Lennart Henriksson en un restaurante junto a la iglesia. A Gerlof no le sorprendió verlos juntos.

«Julia miraba a Lennart y parecía tranquila», pensó mientras el coche se alejaba de la ventana del restaurante. Contenta quizá no, pero serena. Y Lennart también parecía más vivo que nunca. Se alegró.

– ¿Seguro que prefieres coger el autobús? -preguntó John.

Gerlof asintió con la cabeza.

– Me encuentro mucho mejor -dijo. En parte era cierto; por lo menos podía caminar. Añadió-: Y tenemos que apoyar el transporte público. Si no, acabarán clausurando también las líneas de autobuses.

John giró en dirección al norte, hacia la vieja estación de autobuses de Borgholm. Antes había sido estación de ferrocarril; allí terminaba su recorrido el tren donde Nils Kant viajara cuando mató al policía; pero ahora sólo se detenían en esa estación autobuses y taxis.

Entraron en el aparcamiento. John se bajó y rodeó el coche hasta la puerta del copiloto para abrirla.

– Gracias -dijo Gerlof, y se apeó con piernas temblorosas.

Le dijo adiós con la cabeza a Anders.

Había sido un día agotador; aun así, se esforzó por caminar firme y dignamente hacia los autobuses aparcados en la parte trasera de la estación, con la cartera en una mano y el bastón en la otra. La llovizna se intensificó. El autobús con destino a Byxelkrok vía Marnäs ya había llegado; sentado al volante, el conductor leía el periódico.

Gerlof se detuvo ante la puerta del autobús.

– Bueno, hemos llegado al final -dijo-. Hemos hecho lo que hemos podido. Martin tendrá que vivir con lo que ha hecho. Lo que le reste de vida.

– Sí. No le queda otra.

– Por cierto… -continuó Gerlof-. ¿Sabes si alguno de sus conocidos se llama Fridolf?

John negó con la cabeza.

– ¿Fridolf? ¿Cómo el Pequeño Fridolf?

– Sí. O quizá fuera Fritiof -apuntó Gerlof-. Fridolf o Fritiof.

– No me suena. ¿Es importante?

– No. No estoy seguro.

Los dos ancianos se quedaron frente a frente durante unos segundos sin decirse nada; dos quinceañeros con anoraks negros y el pelo rapado pasaron por su lado apresuradamente y se subieron al autobús de un salto sin dedicarles una sola mirada.

Gerlof comprendió que el hecho de que hubiera desenmascarado a un asesino no tenía ninguna importancia. Nada cambiaba sustancialmente. La vida continuaba como de costumbre, y Öland seguiría siendo una isla escasamente poblada.

Se sintió deprimido. Quizá sufriera la crisis de los ochenta.

– Gracias por todo -le dijo a John-. Te llamaré cuando llegue.

– Sí, hazlo.

John asintió con la cabeza y le sostuvo el bastón a Gerlof mientras éste subía los altos escalones del autobús. Recogió el bastón, abonó el billete de jubilado al conductor y se sentó en el lado derecho junto a una ventanilla. Observó cómo su amigo regresaba a su viejo coche y se sentaba al volante.

Gerlof se recostó, cerró los ojos y oyó el motor del autobús. Lentamente, como un viejo barco, abandonaba la estación.

«Fridolf o Fritiof», pensó. Y una reunión en Ramneby, donde Ernst había pasado la infancia.

¿Fridolf? ¿Fritiof?

Gerlof no conocía a nadie en Öland con esos nombres.

28

– No, no estoy casado -dijo Lennart-. Ni ahora ni lo he estado nunca.

– ¿Tienes hijos? -preguntó Julia.

Lennart negó con la cabeza.

– Tampoco. -Bajó la mirada y observó su vaso de agua medio vacío-. Sólo he tenido una relación seria en mi vida, que duró casi diez años. Se acabó hace cinco… Ahora ella vive en Kalmar y seguimos siendo amigos. -Sonrió a Julia-. Desde entonces he dedicado toda mi energía a la casa y el huerto.

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