– Bueno, entonces vamos -dijo Ljunger-. A Marnäs.
Apretó el acelerador a fondo, y el vehículo salió disparado con tal fuerza que Gerlof se quedó pegado al asiento.
– ¿Tienes que cumplir algún horario, Gerlof? -preguntó Ljunger.
Éste negó con la cabeza.
– No, pero me gustaría…
– Bien, entonces nos dará tiempo a ver una cosa.
Llegaron a la carreta nacional, que estaba tan desierta como antes. Ljunger torció en dirección sur.
– No creo que pueda… -comenzó Gerlof, pero Ljunger lo interrumpió:
– ¿Qué tal los barcos?
– Bien -contestó Gerlof, a pesar de que la última semana no había trabajado ni un minuto (ni siquiera había pensado en ellos)-. Puedes pasar por la residencia de Marnäs antes de Navidad, y les echaremos una ojeada…
Ljunger asintió. Condujo un centenar de metros por la carretera antes de torcer de nuevo. Entró en un pequeño camino de piedras sin señalizar, que corría entre campos roturados y un viejo muro de piedra. Conducía en dirección este, hacia el mar.
– Había pensado… ¿Es demasiado tarde para pedirte que les pintes el casco totalmente de rojo? -preguntó Ljunger-. Quedaría bonito, si fuera posible.
– Sí. Es posible -Gerlof asintió, y tomó aliento-. Gunnar, ¿adónde vamos?
– Aquí al lado -señaló Ljunger-. Casi hemos llegado.
Después no dijo nada más sino que dejó que el coche se deslizara lentamente por el angosto sendero. Lo único que Gerlof podía hacer era dejarse llevar y seguir con los ojos el monótono movimiento del limpiaparabrisas sobre el cristal.
Miró el espacio entre los asientos y vio el teléfono móvil de Gunnar, negro con rayas plateadas y mucho más pequeño que los que Gerlof había visto hasta entonces; medía la mitad que el de Julia.
– ¿Adónde vamos, Gunnar? -preguntó en voz baja.
Ljunger no respondió: era como si ya no escuchara a Gerlof. Sólo miraba el camino encharcado ante el coche y esquivaba los hoyos y baches con habilidad. Esbozó una sonrisa.
Gerlof tenía la frente perlada de sudor.
Debería decir algo, algo ligero y cotidiano. Quizá podía formular una pregunta de cortesía sobre la situación del negocio hostelero. Pero estaba cansado y no se le ocurría ningún asunto banal.
Al final le vino una pregunta a la cabeza:
– ¿Has estado alguna vez en Sudamérica, Gunnar?
Ljunger negó con la cabeza; todavía esbozaba una sonrisa.
– Por desgracia, no -repuso, y añadió-: Lo más cerca que he estado de allí ha sido Costa Rica.
Öland, septiembre de 1972
Sentado en el asiento del copiloto de un Volvo azul, en la parte más alta del puente, Nils Kant se inclina hacia el parabrisas y observa el estrecho de Kalmar al atardecer. Una bruma se extiende por el mar; un espeso banco de niebla, que se ha formado en el estrecho y se aproxima a la isla.
– Esta noche habrá niebla -anuncia.
– Contábamos con ella -contesta Fritiof junto a él.
– ¿Contábamos? -pregunta Nils-. ¿Hay más gente?
Fritiof asiente con la cabeza.
– Dentro de poco los conocerás.
Nils intenta relajarse y mira por encima de la barandilla del puente. Casi puede verse a sí mismo cuando era joven, nadando por el estrecho y luchando contra la muerte hacia el continente; apenas tenía veinte años.
¿Cómo pudo aguantar tanto tiempo en el agua fría? Ahora tiene cuarenta y seis años y apenas podría nadar cien metros.
El puente de Öland es enorme, una gran estructura de varios kilómetros y toneladas de acero y cemento levantada sobre el mar, tan ancha como una autovía. Nils nunca podría haber imaginado una conexión de tal calibre entre su isla y el continente.
– ¿Cuántos años tiene este puente? -pregunta.
– Es completamente nuevo -responde Fritiof al volante.
Desde la llegada de Nils a Jönköping la noche anterior se ha mostrado muy lacónico. Le ha proporcionado ropa oscura para el viaje y un gorro de lana negro para calárselo sobre la frente, pero apenas ha abierto la boca.
El alegre y encantador Fritiof Andersson que fue a buscarlo a Costa Rica hace más de diez años se ha esfumado; en realidad desapareció cuando el tipo de Småland se ahogó en la playa del norte de Limón. Desde aquella noche Fritiof ha tratado a Nils como si fuera un paquete; lo ha trasladado de una ciudad a otra y de un país a otro, ha alquilado pequeños apartamentos o habitaciones individuales en hoteles de barrios decadentes, y sólo se ha puesto en contacto con él por teléfono un par de veces al año.
La noche anterior al viaje a Öland, Fritiof empezó a preguntarle por el tesoro una vez más. ¿Dónde está? ¿Dónde lo has escondido, Nils? ¿En casa?
Nils negó con la cabeza. Pero al final se lo contó.
– Está enterrado en el lapiaz, al este de Stenvik. Junto al viejo mojón. Podemos ir juntos a buscarlo.
Fritiof asintió con la cabeza.
– De acuerdo, así lo haremos.
Nils lleva mucho tiempo esperando el momento de emprender este último viaje. Por fin está aquí.
– Ahora me quedaré en casa -le dice a Fritiof.
Cierra los ojos cuando abandonan el puente y entran en tierra firme, al norte de Färjestaden. Al fin está de vuelta en Öland.
– Me quedaré en casa -repite Nils-. Me quedaré en casa con mi madre y procuraré que nadie me vea. -Hace una pausa y pregunta-: ¿Vera aún se encuentra bien?
– Sí, claro.
Fritiof Andersson asiente y acelera mientras conducen por el gran lapiaz hacia Borgholm.
Nils se da cuenta de que Öland ha cambiado mucho desde la época de su juventud. Hay más matorrales y árboles en la isla, y la estrecha carretera de grava que llevaba a Borgholm se ha convertido en una carretera nacional asfaltada, tan llana y recta como el puente. La línea de tren que cruzaba la isla de norte a sur debe de estar cerrada pues Nils no ve raíles en el lapiaz. Las hileras de molinos que se alzaban junto a la playa para aprovechar el viento del estrecho también han desaparecido; sólo quedan unos pocos.
Parece haber menos gente en la isla, aunque hay muchas construcciones nuevas junto a la costa. Nils las señala con la cabeza.
– ¿Quién vive en todas esas casas? -pregunta.
– Los veraneantes -responde Fritiof, lacónico-. Se ganan la vida en Estocolmo y compran casas en Öland. Cruzan el puente en coche y toman el sol durante las vacaciones, luego regresan rápidamente a casa para ganar más dinero. No quieren quedarse aquí en invierno; es demasiado frío y triste.
Parece como si en parte los comprendiera.
Nils no dice nada. Fritiof debe de tener razón sobre los veraneantes, pues casi todos los coches que ve conducen en sentido contrario y se marchan de la isla. El verano ha terminado; ha llegado el otoño.
Por lo menos las ruinas del castillo aún siguen en pie y no han cambiado, con sus ventanas dominando Borgholm desde lo alto del peñasco.
En cuanto pasan el castillo se encuentran a las puertas de la ciudad, y la niebla empieza a colmarlo todo lentamente. Fritiof reduce la velocidad y gira en un pequeño aparcamiento junto al límite de Borgholm, a la vista de las ruinas del castillo. Detiene el coche sin dar explicaciones.
– Bien -dice simplemente-. Ya te he dicho que tendríamos compañía.
Abre la puerta del coche y saluda con la mano.
Nils mira alrededor. Alguien se acerca lentamente por el camino: un hombre que aparenta cincuenta años. Viste un jersey de lana gris, pantalones de tela de gabardina y relucientes zapatos de cuero que parecen caros. Saluda con la cabeza a Fritiof.
– Llegáis tarde.
El hombre lleva un sombrero calado hasta la frente. Va sin equipaje. Sólo sostiene un cigarrillo a medio fumar en la mano. Le da una última calada, lo tira al suelo y lanza una mirada tensa alrededor antes de acercarse al coche.
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