– No es tan mayor -respondió Gerlof-. Astrid Linder sólo tiene sesenta y siete o quizá sesenta y ocho años. Acaba de jubilarse; fue médico en Borgholm durante muchos años. Pero se crió aquí.
– ¿Y vive en Stenvik todo el año?
– Ahora sí. Yo dejé la casa de verano, pero Astrid, al enviudar, hizo lo contrario. Se mudó a la suya -Gerlof abrió la puerta; al inclinarse le dolieron las articulaciones y suspiró-. Pero ella está más en forma que yo, claro.
Gerlof sacó las piernas, pero Julia tuvo que rodear el coche y ayudarle a apearse. Le dio las gracias con un asentimiento de la cabeza y juntos se dirigieron a la casa.
Gerlof miró alrededor.
– Siempre que regreso a Stenvik hago como si en todas las casas viviera gente durante todo el año. A veces me parece que las cortinas se mueven. Veo sombras paseando por el camino, miro de reojo y capto pequeños movimientos… Los fantasmas se ven mejor por el rabillo del ojo.
Julia no respondió.
Abrió la puerta de madera del muro bajo de piedra. El jardín estaba vacío, pero tenía muebles.
En una terraza de piedra caliza ante la casa había cuatro sillas de plástico alrededor de una mesa también de plástico, y a su lado un pequeño enano de porcelana con caperuza verde contemplaba la bahía con una sonrisa afectada.
Se oyeron excitados ladridos de perro desde la casa antes de que llegaran a la entrada y llamaran al timbre.
– ¡Silencio, Willy! -gritó una voz de mujer, pero el perro no se tranquilizó.
Cuando la puerta se abrió, se lanzó como un pequeño rayo blanco y marrón contra las piernas de Julia y Gerlof, que tuvo que sujetarse a su hija para no perder el equilibrio.
– ¡Tranquilo, tontorrón! -gritó Astrid de nuevo.
Se encontraba en el umbral de la puerta, bajita y con el pelo blanco, y atractiva a los ojos de Gerlof.
– Hola, Astrid.
Ella cogió la correa del fox terrier, lo sujetó y alzó la vista.
– Hola, Gerlof, ¿has vuelto a casa? -Luego divisó a Julia y preguntó rápidamente-: Vaya, ¿tienes una nueva novia?
Aunque el sol brillaba débilmente, el viento otoñal que soplaba en la isla era constante y helador. Aun así Astrid Linder sirvió el café en la terraza, buscó una manta con la que tapar a Gerlof y ella se puso un grueso jersey verde de lana.
– Necesito un jersey -observó Gerlof.
– No, hombre, no. Se está muy bien, y el aire es muy puro -replicó Astrid, y fue a buscar el café y las galletas, que no eran caseras.
No le gustaba hacer galletas. Sirvió el café y se sentó.
Gerlof había presentado a Julia como su hija pequeña, ella y Astrid se habían saludado, habían comentado la increíble energía que tenía Willy y observado cómo se calmaba lentamente y se tumbaba debajo de la mesa. Ninguno había mencionado a Ernst.
Gerlof no creía que Astrid recordara a Julia. Ésa fue la razón de que se sorprendiera cuando ella dijo en voz baja de pronto:
– Seguramente no te acuerdes de mí, Julia, pero… participé en la búsqueda por la playa ese día. Mi marido y yo.
Gerlof se percató de que su hija se ponía rígida al otro lado de la mesa y abría la boca lentamente buscando las palabras.
– Gracias -dijo finalmente-. No lo recuerdo. Ese día fue todo tan confuso…
– Lo sé, lo sé -asintió Astrid, y bebió un sorbo de café-. Todo el mundo estuvo dando vueltas. La policía envió barcos al estrecho, pero nadie sabía adónde ir. Mandaron a un grupo de aldeanos a recorrer la playa hacia el sur y nosotros fuimos con otro grupo hacia el norte. Caminamos sin parar por la costa, miramos en el agua y debajo de todas las barcas que había en la playa, y detrás de cada roca. Al final se hizo de noche y ya no se veía nada, ni siquiera podíamos vernos las manos, así que tuvimos que dar media vuelta. Fue horrible.
– Sí -convino Julia, y bajó la mirada-. Todo el mundo salió en su búsqueda aquella tarde. Hasta que anocheció.
– Fue terrible -recordó Astrid-. Y no fue ni el primero ni el último que desapareció en el estrecho.
Se hizo el silencio en torno a la mesa. El viento soplaba débilmente. Willy bufó y se movió inquieto entre los pies de Astrid.
– Ahora ha aparecido la sandalia del niño -anunció Gerlof al rato.
Se dirigía a Astrid pero observó la mirada sorprendida de Julia por el rabillo del ojo.
– ¡Dios mío! -exclamó Astrid-. ¿Estaba en el mar?
– No -respondió Gerlof-. En tierra. Alguien la ha debido de guardar durante todos estos años, pero hasta el momento no sabemos quién.
– Pero ¡cómo! -exclamó Astrid-. ¿No se había… ahogado?
Julia dejó su taza de café sobre la mesa pero no dijo nada.
– Al parecer, no -continuó Gerlof-. Es complicado. Aún no sabemos mucho.
– Gerlof, el hombre que nombraste ayer -intervino Julia-, Nils Kant, ¿podría saber algo de Jens? ¿Tú crees?
– ¿Nils Kant? -repitió Astrid, y miró a Gerlof-. ¿Por qué habláis de él?
– Ayer lo nombré por casualidad.
Julia desvió su mirada insegura de Astrid a Gerlof, como si hubiera dicho algo inadecuado.
– Sólo pensaba… que quizás estuviera involucrado. Puesto que parece que causó muchos problemas antes.
Astrid suspiró.
– Creía que a estas alturas Nils Kant ya estaba olvidado -se lamentó-. Al marcharse de Stenvik…
– Está olvidado, en principio -interrumpió Gerlof-. Al menos Julia no había oído hablar de él hasta ayer.
– Era un poco mayor que yo -continuó Astrid-, no obstante fuimos a la misma clase en el instituto. Siempre estaba de mal humor, nunca lo vi contento. No paraba de buscar pelea y era un muchacho grande. Las chicas le teníamos miedo… y los chicos también. Aunque era él quien empezaba las peleas, siempre le echaba la culpa a algún otro.
– Yo me libré de él en la escuela; era mayor que Kant -dijo Gerlof-, pero John Hagman me ha hablado de sus peleas.
– Después comenzó a trabajar en la cantera de la familia -prosiguió Astrid-, pero eso tampoco fue bien.
– Allí también tuvo sus altercados. Un capataz casi se ahoga. -Negó con la cabeza-. ¿Te acuerdas, Astrid, de que la noche en que Nils dejó de trabajar allí un barco de carga se incendió? Se llamaba Isabell. Estaba al resguardo del viento en el puerto de Långvik y el capitán se despertó por el fuego. Tuvieron el tiempo justo de remolcarlo hasta el otro lado del faro del puerto antes de que ardiera por completo. «Combustión espontánea» determinó la investigación, pero aquí en Stenvik muchos pensaron que Nils Kant le había prendido fuego. Tuvo que ser entonces cuando empezó todo.
Julia le lanzó una mirada inquisitiva.
– ¿El qué?
– Bueno… Nils Kant se convirtió en el chivo expiatorio de Stenvik -explicó-. Le echaban la culpa de todas las desgracias que ocurrían.
– No todas -intervino Astrid-. Sólo de los crímenes. Incendios, robos y animales heridos…
– También de los accidentes -añadió Gerlof-. Si se quebraban las aspas de los molinos o si las redes se rompían o si las barcas se soltaban y se iban a la deriva…
– Se merecía que todo el mundo sospechara de él -justificó Astrid-. Se lo ganó a pulso.
– Pero tenía su historia -arguyó Gerlof-. Un padre estricto que murió cuando él era pequeño y una madre que le decía sin cesar que él era mejor que todos los de la aldea. No tuvo una educación muy sana, la verdad.
Astrid asintió con la cabeza, pero permaneció en silencio y pensativa un rato antes de preguntar en voz baja.
– Oí lo del accidente ayer en la radio local. ¿Cuándo será el entierro, Gerlof?
De pronto había cambiado de tema, pensó él: A no ser que Astrid también creyera que Nils Kant y la muerte de Ernst tenían algo que ver.
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