El humo se desvanece, se apagan todos los sonidos, pero el soldado aparece tendido de lado con la chaqueta del uniforme desgarrada.
Durante unos segundos su cuerpo parece totalmente ileso, luego la sangre comienza a escaparse por los desgarrones de la tela como crecientes manchas negras.
El soldado cierra los ojos, agonizante.
– ¡Diablos! -se dice Nils en voz baja.
Lo ha hecho. Ha disparado, y además al soldado equivocado. No ha sido el soldado de delante el que se ha metido la mano en el bolsillo, pero es él quien está tendido en el suelo, ensangrentado.
Nils ha disparado a una persona como si fuera un conejo; él, y sólo él, ha sido quien ha disparado.
El soldado del suelo parpadea despacio, sus brazos se agitan débilmente y se esfuerza en levantar la cabeza, pero no lo logra.
Espira con cortos jadeos, tose, espira, pero nunca inspira. La sangre le cubre el uniforme.
Su mirada vaga alrededor, de un lado a otro, y finalmente se clava en el cielo.
Detrás de él el otro soldado, el que se palpaba el bolsillo con la mano, aprieta los labios con la mirada perdida. Permanece completamente inmóvil, pero sujeta algo entre el pulgar y el índice de su mano izquierda. El objeto que ha sacado del bolsillo justo antes de que tronara el disparo.
No es un arma, es algo mucho más pequeño. Parece una pequeña piedra granate que brilla y resplandece, a pesar de que en el lapiaz no luce el sol.
Nils sujeta la escopeta, el soldado sujeta su pequeña piedra. Ninguno de los dos baja la mirada.
Nils ha disparado, ha matado. Desaparece la primera sensación de pánico y le embarga una fría tranquilidad. Ahora ha recuperado el control.
Nils espira, da un paso adelante hacia el soldado y asiente sin quitar los ojos de la pequeña piedra.
– Dámela -dice tranquilamente.
Gerlof no respondió a la pregunta de Julia sobre Nils Kant. Se limitó a señalar por encima del hombro de su hija, la oscuridad al otro lado de la ventana.
– La familia Kant vivía justo allí abajo -indicó-. En la gran casa amarilla. Estaban aquí antes de que nosotros construyéramos esta casa.
– Recuerdo que cuando era niña allí vivía una señora mayor -rememoró Julia.
– Era Vera, la madre de Nils -explicó Gerlof-. Murió a principios de los años setenta. Llevaba muchos años viviendo sola. Era rica… Su familia era dueña de un aserradero en Småland y ella poseía muchas tierras a lo largo de la costa, pero me parece que su dinero nunca le dio la felicidad. Según creo, sus parientes aún andan peleándose por lo que queda de herencia, pues la casa está vacía y en ruinas. O quizá nadie se atreva a vivir allí.
– Vera Kant… -repitió Julia-. La recuerdo vagamente. No caía muy bien, ¿verdad?
– No, estaba demasiado amargada, y era muy rencorosa -respondió Gerlof-. Si tu abuelo le había hecho algo malo, odiaba a tu madre y también a ti, incluso a tu perro, para siempre jamás. Era orgullosa y malhumorada. Cuando murió su marido, enseguida volvió a adoptar su nombre de soltera.
– ¿Y nunca paseaba por la aldea?
– No. Vera era un alma solitaria -dijo Gerlof-, Se pasaba la mayor parte del tiempo sentada en su casa, añorando a su hijo.
– ¿Y qué hizo él? -volvió a preguntar Julia.
– Bastantes cosas… -respondió Gerlof-. Cuando era niño la gente sospechó que había matado a su hermano pequeño en la playa. Al parecer, Nils y su hermano estaban solos cuando ocurrió, y él dijo que había sido un accidente…, así que nunca sabremos la verdad.
– ¿Erais amigos?
– No, qué va. Era unos cuantos años menor que yo, y yo embarqué muy joven. Así que de pequeño apenas lo traté.
– ¿Y de mayor?
Gerlof estuvo a punto de esbozar una sonrisa, pero hablar de Nils Kant no le hacía ninguna gracia.
– En absoluto -dijo finalmente-. Como te he dicho, se marchó de la aldea. -Levantó la mano y señaló hacia la pequeña librería en una esquina de la habitación-. Allí hay un libro sobre Nils Kant. En la tercera estantería empezando por arriba: ese del delgado lomo amarillo.
Julia se levantó y fue hacia la librería. Buscó y finalmente sacó un libro de la tercera estantería. Leyó el título.
– Cr í menes de Öland .
Lanzó una mirada inquisitiva a Gerlof.
– Ése es -dijo él-. Lo escribió hace unos años un colega de Bengt Nyberg, del Ölands-Posten . Léelo y podrás enterarte de casi todo.
– Vale. -Miró el reloj-. Pero esta noche no.
– No. Vámonos a la cama -convino Gerlof.
– Me gustaría dormir en mi habitación -apuntó Julia-. Si puedo.
Sí que podía. Gerlof escogió el dormitorio contiguo, el que Ella y él habían compartido durante años. Su cama de matrimonio ya no estaba, pero las nuevas ocupaban el mismo lugar. Mientras Gerlof estaba en el baño Julia le hizo la cama, una actividad para la que él ya no estaba capacitado.
Cuando ella terminó y se fue a su habitación, Gerlof se quitó los calzoncillos largos y la camiseta y se metió en la cama. El colchón era más duro que al que ahora estaba acostumbrado.
Permaneció tumbado en la oscuridad, pensando, pero allí ya no se sentía en casa igual que en su habitación de Marnäs. Había dado un gran paso al reconocer que era demasiado viejo para vivir solo en Stenvik y mudarse, pero quizás había sido una buena decisión. Allí no tenía que lavar los platos ni hacerse el café.
Gerlof escuchó durante un rato el viento entre los árboles y luego se durmió. Y en algún momento de la noche soñó que yacía en una cama de dura piedra en la cantera.
Encima de él, el cielo era azul oscuro, hacía viento, pero sobre el suelo flotaba una extraña y tenue niebla.
Ernst Adolfsson estaba en el borde del precipicio y miraba la cantera con las cuencas vacías.
Gerlof abría la boca para preguntarle a su amigo si había sido él quien había tirado la escultura a la cantera y en ese caso qué había querido decir, pero al oír un susurro Ernst se daba la vuelta.
«Yo los maté a todos.»
Era Nils Kant quien había susurrado.
«Gerlof… Tu nieto te manda saludos.»
Nils Kant había venido caminando por el lapiaz con su escopeta humeante, y ahora estaba al otro costado de la casa de Ernst. Pronto llegaría a su lado. Gerlof alzó la cabeza y contuvo la respiración, lleno de expectación; por fin vería cómo era Nils Kant de adulto, de hombre mayor. ¿Todavía tendría pelo? ¿Sería canoso? ¿Tendría barba?
En lugar de eso, Ernst se dio la vuelta y desapareció al doblar por la esquina; se deslizó lentamente en la niebla como un silencioso barco fantasma. Gerlof le llamó a gritos, pero Ernst ya no estaba.
Cuando al fin despertó la pena por su amigo se había tornado en inmenso dolor.
– Gira a la derecha -le indicó Gerlof a Julia en el coche al día siguiente.
Julia lo miró y frenó.
– Vamos a Marnäs, ¿verdad? -inquirió Julia-. A la residencia.
– Luego. Todavía no -replicó Gerlof-. Había pensado que antes podríamos tomar un café en Stenvik.
Julia se lo quedó mirando unos segundos y luego giró a la izquierda. Volvieron a la carretera que discurría por encima de la costa. Gerlof dirigió automáticamente la vista hacia su cobertizo para controlar que los cristales no estuvieran rotos.
– Gira otra vez a la izquierda -dijo a continuación, y señaló con la mano una casa en el camino de la costa-. Allí es donde vamos.
Julia frenó y giró por la carretera sin mirar si venía tráfico por el carril opuesto o echar un vistazo al retrovisor.
– Aquí vive una señora mayor -comentó ella cuando el coche se detuvo frente a la casa-. La vi anteayer. Paseaba con su perro.
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