– Tu otra hija -respondió Julia-. Manda saludos.
– Ah -dijo Gerlof-. ¿Quiere que vuelvas a casa?
– Sí. Quiere vigilarme.
Julia se sentó en la esquina opuesta al sillón de Gerlof. Su infusión de flor de saúco y miel la esperaba sobre la mesa. Se había enfriado, no obstante se la bebió.
– ¿Está preocupada por ti?
– Un poco -respondió Julia.
«Al menos preocupada por su coche», pensó ella.
– Esto es bastante más seguro que Gotemburgo -señaló Gerlof, y sonrió.
Pero debió de recordar lo que había sucedido durante el día en la cantera y la sonrisa desapareció de su rostro. Bajó la vista y guardó silencio. Julia tampoco dijo nada.
La casa se caldeaba lentamente. La noche caía al otro lado de las ventanas; pronto serían las diez. Julia se preguntó si habría sábanas en la casa. Debería haberlas.
– No temo a la muerte -dijo Gerlof de pronto-. Le tuve miedo durante muchos años en el mar, cuando era joven, miedo a encallar y a las minas y a las tormentas, pero ahora soy demasiado viejo… Y gran parte del miedo se esfumó cuando Ella fue al hospital. Ese otoño en que se quedó ciega y desapareció de nuestro lado poco a poco.
Julia asintió en silencio. Tampoco quería pensar en la muerte de su madre.
Ese día de septiembre Jens había podido salir de la casa e internarse en la niebla por dos razones. Una, porque Gerlof no estaba en casa. Y la otra, porque Ella, su abuela, se había ido a dormir la siesta. Aquel verano, un cansancio crónico se había apoderado de Ella insidiosamente y había podido con su habitual energía. No le encontraron ninguna explicación hasta que, al año siguiente, los médicos le diagnosticaron diabetes.
Jens había desaparecido y Ella, su abuela, lo había sobrevivido unos pocos años. Se fue marchitando, atormentada por la pena y la mala conciencia por haberse quedado dormida ese día.
– Cuando eres viejo, la muerte se convierte en una amiga -prosiguió Gerlof-. Una conocida, al menos. Sólo quiero que lo sepas, para que no creas que me costará superar… la muerte de Ernst.
– Bien -dijo Julia.
Pero en realidad no había tenido tiempo de pensar cómo se sentía Gerlof.
– La vida sigue -comentó éste, y bebió un sorbo de la infusión.
– En cierta forma -convino Julia.
Reinó el silencio durante unos minutos.
– ¿Querías que te preguntara algo? -dijo Julia al rato.
– Claro. Pregunta.
– ¿Qué?
– Bueno… Quizá quieras saber cómo se llamaba la escultura redonda que alguien tiró a la cantera. -Gerlof miró a Julia-. Esa piedra informe… Quizá la policía de Borgholm te preguntó por ella. O Lennart Henriksson.
– No -repuso Julia. Y recapacitó-. Ni siquiera creo que la hayan visto, sólo han mirado desde lejos, y la escultura de la torre de iglesia y… -Guardó silencio-. Yo tampoco he pensado en la piedra. ¿Qué tiene de especial?
– Es una buena pregunta -dijo Gerlof-. Pero lo más curioso es su nombre.
– ¿Cómo se llama?
Gerlof inspiró hondo y se recostó en el sillón. Soltó un profundo suspiro.
– En realidad Ernst no se había quedado muy contento con ella -dijo-. Se le había partido y no le gustaba el resultado. Así que la llamó «la Piedra de Kant». En recuerdo a Nils Kant.
De nuevo se hizo un silencio. Gerlof miró a Julia para ver su reacción, pero ella no supo por qué.
– Nils Kant -repitió, lacónica-. Vaya.
– ¿Habías oído antes el nombre? -quiso saber Gerlof-. Quizás alguien lo nombrara cuando eras pequeña.
– No lo recuerdo -dijo Julia-. Pero alguna vez he oído el apellido Kant.
Su padre asintió con la cabeza.
– La familia Kant vivía en Stenvik -explicó a continuación-. Nils era el hijo, la oveja negra…, pero cuando tú naciste, después de la guerra, ya no estaba aquí.
– Ah.
– Se había marchado -añadió Gerlof.
– ¿Qué espantoso crimen cometió Nils Kant? -preguntó Julia-. ¿Mató a alguien?
Öland , mayo de 1945
Nils Kant apunta con la escopeta a los dos soldados extranjeros y tiene el dedo en el gatillo. El viento y el trino de los pájaros se han detenido en el lapiaz. El paisaje se ha vuelto borroso; Nils sólo ve a los soldados y la boca de los dos cañones de su escopeta apuntándoles todo el rato.
Como si obedecieran una orden, los soldados se levantan despacio. Las piernas parecen flaquearles; necesitan apoyar las manos en la hierba para poder erguirse, y luego levantan las manos. Pero Nils no baja el arma.
– ¿Qué hacéis aquí? -pregunta.
Los hombres no contestan, sólo le miran con las manos alzadas por encima de su cabeza y no responden.
El que está delante retrocede medio paso, choca con el otro y se detiene. Parece más joven que el otro, pero los dos lucen una máscara grisácea de polvo y barro, y una barba negra de varios días, y es difícil calcular su edad. Tienen los ojos inyectados en, sangre y están tan cansados que parecen centenarios.
– ¿De dónde venís? -pregunta Nils.
No hay respuesta.
Nils baja la mirada rápidamente y ve que los soldados no tienen equipaje. Los uniformes gris verdoso tienen las rodillas desgastadas y las costuras descosidas, y el soldado más próximo luce un desgarrón en la pernera.
Nils sostiene la escopeta, pero eso no le tranquiliza. Intenta respirar lentamente por la nariz para evitar que le tiemblen los brazos y el cañón de la escopeta oscile en todas direcciones. Una cinta de hierro invisible le aprieta cada vez con más fuerza la cabeza por encima de las orejas; el dolor le impide pensar con claridad.
– Nicht schiessen -jadea de nuevo el soldado que está delante.
Nils no entiende las palabras, pero le parece que hablan el mismo idioma que Adolf Hitler en la radio. Así que son alemanes de la gran guerra. ¿Cómo han llegado hasta aquí?
«En barco -piensa-. Han debido de llegar en barco, cruzando el Báltico.»
– Tenéis que… seguirme -dice.
Habla lentamente para que los soldados le entiendan. Debe tomar el mando, al fin y al cabo el que tiene la escopeta en las manos es él.
Los mira y asiente con la cabeza.
– ¿Entendéis lo que digo?
Hablar le sienta bien, aunque no le entiendan. Mitiga el miedo y combate la parálisis de su cerebro. Nils podría llevarlos a Stenvik, podría convertirse en un héroe. Lo que piense la gente de la aldea no tiene importancia, pero su madre estaría orgullosa.
El soldado de delante asiente a su vez y baja lentamente los brazos.
– Wir wollen nach England fahren -dice-. Wir wollen in die Freiheit.
Nils le mira. La única palabra que ha entendido es «England», que en sueco suena igual, pero está seguro de que los soldados no son ingleses. Está casi seguro de que son alemanes.
El soldado que está detrás baja una de sus manos hacia el bolsillo de su uniforme.
– ¡No!
Él corazón de Nils late con fuerza, abre la boca.
El soldado introduce la mano en el bolsillo. Sus manos se mueven con rapidez; la mirada de Nils no puede seguirlas. Tiene que hacer algo y dice:
– Arriba las ma…
Un estruendo ahoga el final de la palabra. La escopeta sufre una sacudida.
El humo de la pólvora florece en la boca del cañón; durante un instante borra a los hombres que tiene delante.
Nils no ha tenido intención de disparar; sólo ha acariciado la escopeta con demasiada fuerza para señalar con ella, señalar hacia arriba. Pero la escopeta se ha disparado y ha dejado escapar una lluvia de plomo, que ha golpeado al soldado de delante y lo ha derrumbado.
Nils lo ve como una sombra tras la humareda de pólvora, una sombra que se desploma y se agita y queda tendida en la hierba.
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