John dobló por el pequeño sendero que conducía hasta la meseta elevada sobre la cantera y Gerlof observó las huellas de varios coches en el barro. Entonces vio el automóvil de Julia y el de Ernst; tras ellos había dos coches de policía y un vehículo más, un reluciente Volvo azul. Junto a él se hallaba un hombre de mediana edad con gorra y una cámara sobre la barriga.
– Bengt Nyberg se ha vuelto a comprar un coche -expuso Gerlof.
– Los redactores tienen un buen sueldo -constató John.
– ¿De verdad? -preguntó Gerlof, y John frenó a la altura de la señal «PIEDRA ARTESANAL – BIENVENIDOS», y apagó el motor.
Se hizo el silencio.
Gerlof se bajó del coche con dificultad; tenía las articulaciones entumecidas como de costumbre, y éstas protestaban ante los movimientos inusuales. Apoyó el bastón, estiró la espalda y saludó con la cabeza al redactor del Ölands-Posten, que se acercaba a ellos con una mano sobre la cámara.
– Se lo ha llevado la ambulancia -anunció Nyberg.
– Lo sabemos -replicó Gerlof.
– También me lo he perdido. He sacado unas fotos de los policías y del lugar, pero no creo que las podamos publicar. Aunque eso lo decidirán en Borgholm.
Parecía estar hablando de las fotografías de un coche en la cuneta o de una ventana rota. A Gerlof el reportero siempre le había parecido un hombre insensible.
– Será mejor olvidarse de las fotos -dijo Gerlof.
– ¿Sabéis quién lo ha encontrado? -preguntó Nyberg, y apretó un botón de la cámara.
El carrete comenzó a rebobinarse con un zumbido.
– No -respondió Gerlof.
Se encaminó lentamente hacia el borde de la cantera. ¿Dónde estaba Julia?
– Ahora vete a casa a escribir tu artículo, Bengt -le sugirió John, que iba detrás de Gerlof.
– Sí -convino Nyberg-. Mañana podréis leer los detalles.
Y se dirigió hacia su coche nuevo, entró en él y encendió el motor.
Gerlof pasó de largo la casa y el cobertizo y se dirigió lentamente a la cantera. Cuando se encontraba a pocos metros del borde del barranco vio a un policía uniformado que subía. Puso una pierna encima de la cornisa, se encaramó y a continuación se agachó para ayudar a un compañero más joven. Después se sacudió el polvo del uniforme y miró a Gerlof, que no reconoció a ninguno de los dos. Serían de Borgholm, o quizás hubieran venido del continente.
– ¿Es usted pariente? -preguntó el policía de mayor edad.
– Somos viejos amigos -contestó Gerlof-. Su familia vive en Småland.
El policía asintió con la cabeza.
– No hay mucho que ver -dijo.
– ¿Ha sido un accidente?
– Un accidente laboral -respondió el policía.
– Al parecer quiso mover la escultura hacia el borde -dijo el policía más joven, y señaló hacia el canto de la roca; en la hierba había una pequeña grieta-. Estaba aquí y tuvo que sujetar la piedra. Y después…
– Bueno, se resbaló o tropezó y se precipitó al vacío y le cayó la piedra encima -añadió el policía de más edad.
– Debió de ser muy rápido -observó el policía más joven.
Gerlof avanzó un paso adelante, apoyado en el bastón. En ese momento la vio.
La torre de iglesia, la mayor escultura de Ernst, reposaba en el fondo de la cantera. Se podía ver claramente dónde había chocado al caer. En el suelo había una profunda hendidura.
Un rastro de Ernst. Gerlof retiró rápidamente la mirada y observó lo que quedaba de la cantera, pero al pensar en la cantidad de lápidas y losas que se habían arrancado de la montaña durante años, desvió la vista y contempló la playa y el mar, y entonces, por fin, se sintió algo mejor.
A continuación miró a la derecha, al borde de la roca, donde se alineaban las otras esculturas de piedra. Ernst las había colocado de manera que guardaran un par de metros de distancia entre ellas, pero a lo lejos se vislumbraba un espacio más ancho. Gerlof se dirigió hacia allí.
Había caído otra escultura desde ese lugar, una más pequeña. La vio tirada abajo en la cantera, un objeto largo y redondeado que tanto podía ser una especie de huevo como la cabeza de un trol. A diferencia de la torre de iglesia, aquella escultura se había partido en dos.
Vaya. Gerlof se dio la vuelta lentamente para no perder el equilibrio en el irregular terreno de grava y se encaminó hacia la casa.
– ¿Aún está Julia Davidsson? -preguntó a los dos policías.
Éstos se habían detenido a echarle un vistazo al cobertizo de Ernst, donde mazos, carretillas y una vieja pulidora se agolpaban junto a otras esculturas de piedra de diferentes tamaños.
– Está ahí dentro con Henriksson -dijo el policía de más edad, y señaló hacia la casa.
– Gracias.
La puerta estaba entornada, así que John debía de haber entrado. Gerlof subió con dificultad la pequeña escalera de madera. Intentó en vano limpiarse los pies en el felpudo. A continuación empujó la puerta.
Varios pares de zapatos le cortaban el paso; Gerlof tuvo que apartarlos con el bastón para poder pasar. Era impensable que él pudiera agacharse para descalzarse, así que entró en el pequeño recibidor con los zapatos puestos. De las paredes colgaban fotografías enmarcadas de viejos canteros que llevaban palancas y palas en las manos.
Del interior de la casa le llegaron unas voces quedas.
John estaba junto a la ventana del salón y miraba hacia fuera.
Julia se hallaba sentada en el sofá junto a otro policía uniformado, un hombre de cierta edad que se había quitado respetuosamente la gorra.
Gerlof lo saludó con un gesto de la cabeza.
– Hola, Lennart.
El hombre del sofá era el primer agente que Gerlof reconocía. Lennart Henriksson formaba parte del cuerpo desde hacía casi treinta y cinco años, trabajaba en la zona norte de Öland pero vivía en una casa al norte de Marnäs y dirigía una pequeña comisaría junto al puerto. Tenía el pelo cano y no le faltaba mucho para jubilarse. Por lo general tenía una mirada lánguida y los anchos hombros caídos, pero ahora, sentado junto a Julia, mantenía la espalda erguida.
– Hola, capitán -saludó Henriksson a Gerlof.
– Hola, papá -dijo Julia en voz baja.
Era la primera vez en muchos años que ella se dirigía a él con esa palabra, por lo que Gerlof dedujo que estaba algo conmocionada. Se acercó lentamente y se quedó de pie junto a la mesa.
– ¿Quieres sentarte? -preguntó el policía.
– No te preocupes, Lennart. A veces necesito un poco de ejercicio.
– Tienes buen aspecto, Gerlof.
– Gracias.
Se hizo un silencio. John pasó por detrás de ellos y abandonó el salón sin decir una palabra.
– Julia me estaba contando que es tu hija -dijo Lennart.
Gerlof asintió y de nuevo hubo un silencio.
– ¿Se ha ido la ambulancia? -preguntó Julia, y luego miró a Gerlof.
– Sí, John y yo nos la hemos cruzado al llegar.
Julia asintió.
– Entonces ya se lo han llevado.
– Sí, así es. -Gerlof miró a Henriksson-. ¿Ha venido algún médico?
– Sí. Un joven becario de Borgholm… Era la primera vez que lo veía. No ha hecho más que constatar lo que había ocurrido.
– ¿Ha dicho que fue un accidente? -preguntó Gerlof.
– Sí. Luego se ha marchado.
– Pero Ernst pasó la noche tirado bajo la lluvia.
– Sí -dijo Lennart-. Tuvo que ocurrir ayer por la tarde.
– Así que no había sangre -dijo Gerlof-. ¿Todas las huellas desaparecieron con la lluvia?
Él mismo no sabía por qué hacía estas preguntas o adónde le podían llevar, pero supuso que quería darse importancia. El deseo de ser importante es quizá lo último que se pierde.
– Tenía sangre en la cara -dijo Julia-. Un poco de sangre.
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