Johan Theorin - La hora de las sombras

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Amanece nublado en la isla sueca de Öland. El pequeño Jens Davidsson, un niño de seis años que veranea en la isla, desaparece entre la niebla sin dejar ni rastro.
Veinte años más tarde, el abuelo de Jens, Gerlof Davidsson, viejo marinero jubilado en Öland, recibe un paquete que contiene una pista del niño. El abuelo llama a su hija y madre del pequeño, Julia, que vive sumida en el dolor desde la pérdida de Jens. Julia regresa a la isla dispuesta a averiguar qué pasó con su hijo. Durante la investigación, oye hablar de Nils Kant, un siniestro y temido delincuente de Öland que supuestamente murió pero que algunos juran haber visto en el alvar al caer la noche. Poco a poco, lo que parece una idílica isla comienza a revelarse como un lugar misterioso y desapacible… y Julia se encuentra sumergida en una desaparición sin resolver que despertará los fantasmas del pasado e incomodará a muchos.
La hora de las sombras nos transporta a un lugar remoto poblado de leyendas y mitos suecos, un inquietante paraíso veraniego al que lectores de todo el mundo ya han viajado a través de estas páginas.
Primera novela publicada de Johan Theorin. Forma parte de la serie El cuarteto de Öland, compuesta por cuatro títulos ambientados en esta isla en las cuatro estaciones del año.

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– Bitte nicht schiessen -susurra el soldado que está más cerca de Nils.

8

Julia llamó a Gerlof desde el teléfono de Ernst Adolfsson para contarle que le había encontrado muerto, y dónde.

Gerlof entendió lo que le contaba; sin embargo, consiguió que no le afectara demasiado y se concentró en escuchar la voz de su hija. Sonaba excitada, naturalmente, pero no asustada. Julia conservaba el dominio de sí misma.

– Así que Ernst ha muerto -dijo Gerlof. El auricular permaneció en silencio-. ¿Estás segura? -preguntó.

– Soy enfermera -replicó ella.

– ¿Has llamado a la policía? -preguntó él.

– He llamado a urgencias -respondió-. Van a enviar a alguien. Pero la ambulancia no le servirá a Ernst… Es demasiado tarde. -Guardó silencio durante unos segundos-. Seguro que también viene la policía, aunque haya sido un accidente. Tiene…

– Voy para allá -dijo Gerlof. Lo decidió mientras pronunciaba las palabras-. Seguro que la policía llegará enseguida, pero yo tampoco tardaré. Siéntate a esperar en el sofá de Ernst.

– Sí. Esperaré -dijo Julia-. Te esperaré.

Todavía sonaba tranquila.

Colgaron. Gerlof permaneció frente al escritorio unos minutos antes de reunir fuerzas.

Ernst. Ernst estaba muerto. Gerlof se tomó su tiempo para asimilar estos hechos. Hasta hacía poco contaba con dos amigos íntimos vivos. John y Ernst. Ahora sólo le quedaba uno.

Cogió su bastón y se levantó. Estaba decidido a ir a la cantera, a pesar de que el reumatismo y la pena entorpecieran sus movimientos más que nunca. Al salir al pasillo, oyó unas risas en la cocina y se encaminó hacia allí.

Boel se hallaba con una chica nueva, a la que al parecer estaba enseñando a poner en marcha el lavaplatos. Al descubrir a Gerlof le sonrió, pero en cuanto se fijó en su semblante se puso seria.

– Boel, tengo que ir a Stenvik. Ha ocurrido un accidente. Mi mejor amigo ha muerto -anunció Gerlof con resolución-. Tendría que llevarme alguien.

No retiró la mirada; al fin Boel asintió con la cabeza. Aborrecía los cambios en la rutina diaria, pero esta vez no discutió.

– Espere un par de minutos, yo le llevaré -dijo simplemente.

Al llegar al desvío norte de Stenvik, que conducía a la cantera, Gerlof, que ocupaba el asiento del copiloto, levantó el brazo y señaló hacia delante.

– Tomaremos la carretera del sur -dijo él.

– ¿Por qué? -preguntó Boel-. Debes ir…

– Tengo dos amigos en Stenvik -dijo Gerlof-. Uno era Ernst. Debo informar al otro sobre lo ocurrido.

No era un desvío largo; pronto apareció la salida sur con el letrero de «CAMPING» cubierto de cinta aislante para indicar que las instalaciones de Stenvik estaban provisionalmente cerradas. Lo había puesto John Hagman, aunque el riesgo de que en octubre se presentara alguien con la tienda o la caravana era mínimo.

A la izquierda apareció la pequeña garita cerrada, y tras ella el minigolf donde se encontraba un hombre de mediana edad vestido con un mono verde que sostenía una escoba con gesto cansino. Lanzó una tímida mirada al coche. Era Anders Hagman, el único hijo de John. Estaba soltero y no hablaba mucho, y Gerlof casi siempre lo había visto con ese desgastado mono (quizá tenía unos cuantos).

De pronto el camino que conducía al camping se hizo visible.

– Ya hemos llegado -informó Gerlof-. Es esa casa de allí.

Señaló un pequeño edificio de ventanas diminutas a la vera del camino que parecía la casa del guarda. Ante la puerta había aparcado un oxidado Volkswagen Passat verde: John se hallaba en casa.

Boel frenó y detuvo el coche. Gerlof abrió la puerta y se apeó con la ayuda de su bastón, y casi en el mismo instante se abrió la puerta de la casita. Un hombre de baja estatura que vestía un mono azul oscuro y tenía el pelo gris peinado hacia atrás y recogido en una pequeña coleta sobre la nuca salió en calcetines a la escalera de madera. Era John Hagman, a quien las visitas nunca le cogían desprevenido.

Padre e hijo regentaban el camping de Stenvik durante el verano. Anders solía pasar el invierno en Borgholm.

John, en cambio, se quedaba el año entero en Stenvik y se ocupaba sólo del mantenimiento diario del camping cuando Anders no aparecía. Era demasiado trabajo para un anciano, y Gerlof le habría ayudado de no haber sido aún mayor que John.

Gerlof le saludó con la cabeza, y el otro le devolvió el saludo y se puso un par de botas de goma que había en la escalera.

– Vaya -dijo al acercarse-. Qué sorpresa.

– Sí. Ha ocurrido un accidente.

– ¿Dónde?

– En la cantera.

– ¿Ernst? -preguntó John en voz baja.

Gerlof asintió.

– ¿Está herido?

– Bueno. Algo peor. Mucho peor.

John lo conocía desde hacía casi cincuenta años; después de retirarse habían mantenido la relación. Sólo con ver la mirada de Gerlof comprendía lo mal que lo estaba pasando.

– ¿Hay alguien allí? -preguntó.

– Debería -respondió Gerlof-. Mi hija Julia iba a llamar. Ella está allí. Llegó ayer de Gotemburgo.

– Vaya. -John dio un par de pasos hacia el interior de la casa y salió con un anorak y un llavero-. Podemos ir en mi coche. Voy a avisar de que nos vamos.

Gerlof asintió; le parecía bien. Seguro que Boel querría regresar a la residencia, y así él podría hablar con John a solas.

Éste se encaminó hacia Anders, se detuvo frente a él y le dijo algo en voz baja. Su hijo negó con la cabeza. John señaló a Gerlof, que oyó cómo levantaba la voz. Sabía que los Hagman tenían una relación tirante, dependían demasiado el uno del otro.

Al fin, Anders asintió con la cabeza y John hizo un gesto de negación y le dio la espalda. La discusión había terminado.

Mientras John abría la portezuela de su coche, Gerlof se encaminó lentamente hacia Boel para agradecerle que le hubiera traído.

– Así que Ernst ha muerto -comentó John sentado al volante.

– Eso dice Julia -respondió Gerlof a su lado, y desvió la mirada hacia la playa y el mar refulgente al pie de la carretera de la costa.

– Le ha caído una piedra encima.

– Una gran piedra. Es lo que me ha contado Julia -añadió Gerlof.

Advirtió que no ocurría un accidente en la cantera desde hacía sesenta años, y ahora que estaba cerrada le había caído una piedra encima a su amigo.

– He traído la llave de repuesto -declaró John-. Por si se han llevado a Ernst.

– ¿Te dejó una llave? -preguntó Gerlof, a quien Ernst nunca le había dado muestras de semejante confianza.

Tampoco él le había dejado una copia de la llave de su casa a Ernst. Tal vez nunca habían confiado de verdad el uno en el otro.

– Ernst sabía que no fisgonearía -explicó John.

– A lo mejor deberíamos echar un vistazo en la casa -replicó Gerlof-. En realidad no sé qué tenemos que buscar. Pero debemos hacerlo.

– Sí. Ahora es diferente.

Gerlof no dijo nada más y se limitó a mirar al frente por el parabrisas; acababan de cruzarse con una ambulancia en la carretera de la costa. Era la primera vez que Gerlof veía una ambulancia en Stenvik.

Avanzaba lentamente por la carretera de la cantera y llevaba las luces azul oscuro del techo apagadas. No era una buena señal, pero era lo que esperaban. John redujo la velocidad al cruzarse con el otro vehículo, que luego giró por el camino norte de la aldea.

– El verano pasado vendió muchas obras -dijo John tras una pausa-. Nos gastamos algunas bromas al respecto, sobre si Ernst tenía más clientes que peces tenía yo en la red.

Gerlof asintió en silencio; no había mucho más que comentar. Aún sentía la muerte de Ernst como un gran peso sobre sus hombros.

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